Su adolescencia terminó algo bruscamente, "no por exigencia de la edad sino por imposición de la vida''. Su madre necesitaba ayuda. "Entré a una carpintería, y durante una semana, con dedicación ejemplar, estuve cortando tablas con una enorme sierra. A la siguiente, experto ya en el manejo de la sierra, fui despedido. No apagué a tiempo la llama que calentaba un tarro de cola. ¿Cuánto valía esa cola quemada? Sin duda más que yo".
Y tras diligencias mil fue aceptado en el taller del ferrocarril central argentino. Sería aprendiz de carpintero mecánico. "Cargó tablas para el maestro de la tupí. Que contento sentía de aprender ese oficio de porvenir". Sin embargo, observó que varios carecían de un dedo y, los más exagerados, de dos. Sus ansias de sobresalir en tal profesión mermaron. Al aproximarse a la máquina criminal adoptó precauciones exquisitas. Y como aún era creyente, imploraba al Altísimo que sólo le mantuviera de cargador de tablas. Es cierto que llevarlas hacía doler el hombro y el cuerpo todo. El Divino Hacedor oyó su ruego y en esa tarea vio concluir el año 1910, con todos sus dedos.
Doña Dorotea, buena para mudarse, tenía carácter firme y era no sólo madre de su chicuelo: también le servía de padre, abuelo y hasta de compañero. Amenizaba las comidas contándole historias de bandidos y cuatreros de Talca. Y si sus cuentos eran alegres, ella misma reía como niña. A pesar de esto, o por contrapesarlo, cuando su hijo incurría en deslices, con largueza le propinaba coscorrones.
Quizás por nostalgia quiso acercarse a Chile.
Manuel Rojas había crecido otro jeme. Tenía cabellera densa, negrísima; cejas de aspirante a obispo y, ocultos, unos ojos oscuros, de seria expresión que, en momentos de júbilo, reían. Hablaba apenas, sin eufemismos, evitando lo vago, sin caer en fórmulas de cortesía, aunque no le hubiesen dañado, por lo cual resultaba desabrido. A cierta distancia asemejábase a un joven quisco. Y de cerca o de lejos parecía a punto de enojarse.
"Seguí leyendo lo que caía en mis manos, sin tener quién me aconsejara sobre lo que debería leer y sin más interés
que el placer que me proporcionaba la lectura".
Avanzaron madre e hijo hasta Mendoza. Allí el imberbe lector, tan sin palabras, hizo amistad con anarquistas. El tipógrafo Lauretti le demostró aprecio y le prestó libros. "Conocí entonces a Víctor Hugo, cuya Leyenda de los Siglos leí dos o tres veces; a Vargas Vila, a Eduardo Zamacois y a otros que no recuerdo". Leyó sociología, ética e historia. Los ácratas, en el período del ardor y la fe absolutos, ¡grandioso momento! leen con pasión a Kropótkin, Malatesta, Reclus, Bakúnin, a cuantos expresan lo social con la mira del cambio, porque sin esta posibilidad ¿que sería de los soñadores, qué de los pobres? Después llegan a ser lectores eclécticos. Ese rumbo siguió Manuel Rojas: leyó de todo, más que otro mortal, ya que hablar no era ni es su debilidad. Nunca discutió puntos doctrinales. Debía hacerlo dentro de sí. Lo que asimilaba convertíasele en saber durable.
En Mendoza fue aprendiz de pintor. En seguida, y por unos cuantos meses, ayudante de electricista, pues se preparaba una fiesta con iluminación descomunal.
Casi a la vez llegaron una compañía de ópera y un circo. Buscáronle de la primera, claro que sin pagarle un centavo para figurar de bohemio en una obra y, en otra, de multitud. En el circo fue policía por su estatura, y un camarada suyo, bajito, le sirvió de par. Se entusiasmó tanto con el arte lírico que salía a repartir programas, como si hacerlo fuese ya un honor.
De electricista se transformó en acarreador de uva. Seguidamente partió a la cordillera de peón del transandino. El frío le quemó las manos y el rostro. Al concluirse la faena retornó a Mendoza. Traía un profundo color de cobre.
Entonces emprendió viaje a Chile. Si no era visto trepaba a un tren. En Guido subió a uno de carga, colándose en el vagón de animales y, esquivando cuernos y patas, sin dormir ni un minuto aunque se caía de sueño; sin comer, alerta, sin más desahogo que injuriar a los brutos, que podían acabar con él, fue sorprendido en Zanjón Amarillo y obligado imperiosamente a descender.
Desde esa helada soledad, él y sus acompañantes, también chilenos, también anarquistas, riéndose a ratos, maldiciendo la suerte, en ayunas y callando el dolor de sus maltratados pies, llegaron a Las Cuevas. Atravesando la cumbre y juntando miles de pasos, bajaron al país angosto. Todavía debieron andar mucho,
pero cuando divisaron unos álamos se les anudó la garganta y, sin decir esta boca es mía, rehuyendo mirarse, caminaban y caminaban.
En Santiago pintó carruajes. En el verano, chalets en Cartagena. El azar lo condujo a Valparaíso de cuidador de un Falucho (1913). Debía pellizcarse en la interminable noche para no ceder al sueño. A ratos acercábase un bote sigiloso, seguramente a robar, y él, enfocando con su linterna al merodeador, le ordenaba alejarse porque si no dispararía. Al amanecer se durmió. Como al amonestarlo respondiera con altanería, lo echaron.
Luego de breve holganza, bajo el amparo de Rucio del Norte se convirtió en "marítimo". Atendía el vaivén de la grúa para desembarazarla y estibar la carga en la lancha. Su protector, muy forzudo, comía como náufrago y era cristiano alegre. Indirectamente le facilitó el conocimiento de un misterio decisivo. Lo llevó a una mancebía. En el camino y al cruzar la puerta era doncel; continuó siéndolo mientras hablaba con una muchacha de suave índole, pero apenas ésta le fascinó con sus celestiales ojos y lo atrajo a sus brazos, con qué facilidad dejó de serlo.
A veces se abre cierto libro y cuesta creer en lo que se lee. El lector conoce a quien lo escribió y se dice: "Es persona cumplida, nunca mintió. Lo que afirma debe de ser así". Prosigue la lectura con dificultad y de instante en instante hay que reacreditar al autor, porque su tono y contenido saben a mentira. ¿A qué se debe tal desencuentro entre la verdad real y la ficticia?
Tal vez a que la realidad literaria llega a serlo mediante símbolos que, si bien interpretan la verdadera, se alejan de ésta, y difieren, como el fruto y su esencia.
Existen escritores que poseen el secreto de la realidad literaria. Es el caso de Manuel Rojas. Por donde se abra un libro suyo, cabe decir: "¡Pero si es la pura verdad!" Generalmente no es necesario decirlo. Lo sentimos así. Quien tiene el don, la impone, y ¡maravíllense! puede ser ficción del literato, una verdad acomodada o inventada.
Desde que publicara el primer libro, los críticos le cubrieron de elogios. Uno mezcló a la aprobación, ¡que imprudente! el reparo de que carecía de estilo.
Quedó preocupado. "¿Qué es el estilo?, se preguntó, y aumentaron sus dudas. Interrogó a sus amigos, consultó a los doctos. Nadie pudo responderle concretamente, dada la riqueza de significados de este vocablo. ¿Qué es el estilo? Es para unos expresarse con abundancia y variedad de palabras; otros lo hallan en la prosa recamada de metáforas, sin que falten los que lo vean en el escrito subjetivo; hay, asimismo, quienes lo encuentran sólo en la obra en que prima la musicalidad. Se habla de estilo elegante, de estilo severo, del tropical.
Estilo es para unos escribir con palabras familiares que, a la vez, tengan contenido y no sean, algunas, meros aditamentos eufónicos. Se lo siente cuando el autor narra, opina y afirma de manera genuina, tal como sucede en una reunión con el lenguaje hablado, en que ninguno, por opacas que sean su persona y su voz, es confundido, porque el gesto, el acento, la figura y hasta su fama lo singularizan; pero este conjunto de palabras, ademanes y actitud, al describirse, si el autor no encuentra los símbolos verbales apropiados, deja fuera el espíritu que los animara.
Manuel Rojas hizo mil consultas con su voz entre tierna y dolida; leyó todas las definiciones; pasaron años y llegó a la conclusión desesperada de que sólo poseen estilo las obras buenas. Es verdad. No obstante, habría que volver al concepto de que el estilo es el hombre. Casi todos los seres difieren, pero se les podría agrupar por afinidad de temperamento.
Existen los apasionados y aunque cada cual conserve un matiz propio, hasta para dormir, coinciden en su inclinación a lo dramático, en la seriedad, sin perjuicio de que celebren las bromas y rían. Y al revés, a un individuo alegre, con inventiva cómica, si se le halla en el momento en que ha muerto su madre, nadie le arrancará una sonrisa, pero pronto volverá a su genio, a su ritmo.
El hombre apasionado, que es escritor, si logra impregnar lo que escribe con su temperamento, tendrá estilo. Mas, al emplear rellenos bebidos en enciclopedias, por la sola circunstancia de que estos elementos son postizos, porque no sufrieron una asimilación emocional dentro
de él, resultarán impersonales. Puede acontecer igualmente que sensaciones y recuerdos suyos lleguen muertos a su prosa, quizás por no haber madurado o porque el tono vital del escritor, sin que él pudiera preverlo, tuvo un descenso en el momento de escribir.
* * *
Siempre me pareció hombre práctico. ¿Lo era realmente? Al romanticismo le tenía horror. No obstante, aunque era consueta experimentado, y por serlo pudo viajar por dentro y fuera del país, desertó. ¡Y cuántos no abrazarían este oficio si pudieran!
De pintor pudo vivir. Había excedido los grados de aprendíz y de oficial. Era maestro y como miles habría podido ganarse la vida pintando, pero dejó de pintar. ¿Por qué? Acaso ni él lo sepa.
Linógrafo fue varios años. Cuando aprendió, el linotipista era el obrero gráfico mejor pagado. Empero, llegó el momento en que también abandonó esta profesión.
¿Cuántos son los hombres que tienen un mediano dominio de dos o tres oficios? Poquísimos, se me ocurre.
No cabría decir que los dejara por arribismo. Se convirtió en anarquista siendo muy joven y éstos ansían abolir las clases, y aman los oficios, sobre todo los manuales, porque pretenden organizar una sociedad en que solo haya trabajadores. Algo vago, indeciso, lo conducía a cambiar de tarea cada cierto tiempo.
* * *
¿Hay algo que parezca bien a Manuel Rojas? Tal vez, pero le causa miedo alabarlo o cree que lo acertado, lo justo y lo bueno es obligatorio.
Una actitud tan opositora, que hace doblar las campanas día y noche, en libros corrientes no invita a la larga lectura. Nadie quiere añadir dolores a los que padece como lote de nacimiento.
Esa minúscula porción de justicia que acepta en silencio, le aumenta el brío para afirmar que lo demás, casi todo, es malo, burocrático, torcido, brutal, despiadado, erróneo, apenas tolerable.
No obstante, sus cuentos y novelas se adueñan de quien los lee.
¿Cuál es su virtud que impulsa a leerlos como si fueran cantos de optimismo? Acaso la de que sus maldiciones quejas y reniegos, los modula con ese acento tan íntimo de la conversación y, además, el soplo poético que impregna el relato, las ocurrencias inesperadas, ya irónicas, ya humorísticas, que lo llenan de color. Y también, quizás principalmente, a esa onda cálida que eslabona sus palabras.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Manuel Rojas, un Estilo.
Por José Santos González Vera.
Publicado en El Mercurio 3 de marzo de 1996