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González Vera: un clásico que coleccionaba dudas

Por Luis Alberto Mansilla
Publicado en Cuadernos (Revista: Santiago, Chile) N°60, 2007



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José Santos González Vera, un hombre afable, quitado de bulla, buen conversador, ajeno a todas las vanidades, fue sacudido de pronto por una noticia increíble: había ganado el Premio Nacional de Literatura de 1950. Al comienzo creyó que se trataba de una broma de sus amigos. Y atendió con despreocupación el teléfono de su oficina, en un edificio arrendado por la Universidad de Chile, donde se desempeñaba como eficiente funcionario del Departamento de Cooperación Intelectual. El propio rector de entonces, Juvenal Hernández, le comunicó que un jurado presidido por él, e integrado por el escritor Ernesto Montenegro y el catedrático Francisco Walker Linares, le había otorgado el máximo galardón que el Estado concede a los escritores chilenos.

De inmediato su lugar de trabajo fue invadido por periodistas y fotógrafos que le pedían declaraciones. Todavía no se recuperaba de su asombro. No hizo consideraciones sobre literatura. Dijo que el Premio lo merecía más Manuel Rojas o Luis Durand ("el pobre gordo tiene tantos hijos y necesita la plata"). Ante la evidencia de la recompensa sólo expresó una aspiración:

Espero ahora a los editores.

Había publicado dos pequeños libros: Vidas mínimas, en 1923 y Alhué, en 1928.

No fueron muchos los que aplaudieron el Premio. El aludido criollista Luis Durand comentó: "Las obras completas de González Vera caben en un cuaderno de composición de un escolar."

El terrible Pablo de Rokha fue más lapidario. "Es apenas un fotógrafo de plaza de provincia."


En tercera persona

Ambas opiniones fueron incorporadas por el premiado a las solapas de las ediciones de sus libros posteriores. Acostumbraba siempre a reproducir las críticas adversas a sus escritos.

Escribía sobre sí mismo en tercera persona con su particular humor. Le ruborizaban sus posibles triunfos. Dijo: "Aunque a Vidas mínimas la crítica le fue favorable y regaló más de media edición de mil ejemplares demoró diecisiete años en vender la otra mitad." Con Alhué los críticos también se mostraron generosos. Regaló cuatrocientos ejemplares. "Los lectores, ya más ávidos, agotaron en doce años los demás."

Uno de los miembros del jurado del Premio Nacional, Francisco Walker Linares intentó acallar las protestas con un argumento novedoso: "Los Premios Nacionales de Literatura no deben servir sólo para consagrar a escritores sino para darlos a conocer y lanzar nuevos valores. Con ese criterio el jurado tomó en cuenta la obra de González Vera que sin ser numerosa es realmente valiosa."

La parquedad creadora del autor se aceleró discretamente en sus últimos veinte años de vida. Publicó Cuando era muchacho (1951), Eutrapelia, honesta recreación (1955), Algunos (1959), Aprendiz de hombre (Antología, 1960), La copia y otros originales (1961), Necesidad de compañía (1968). Dejó inédita Siempre en primavera una obra que no ha sido publicada hasta hoy.

Sus libros "corregidos y disminuidos" en cada edición no se marchitan. Conservan un humor leve y crítico; una suerte de ternura y de contenidos estremecimientos ante la vida de los sencillos seres que retrató. Son certeras y agudas las fisonomías de sus amigos y los testimonios de la época en que vivió.


La duda y la prudencia

Sus relatos, cuentos, reflexiones, fueron escritos con el celo de un orfebre. No hay una línea que sobre. Y tras su tono menor se perciben turbulencias subterráneas. Algunos comentaristas lo han comparado con Antón Chejov y no es una arbitrariedad. Percibió igual la soledad y el desamparo, lo absurdo de las pasiones y las convenciones que consumen la vida en sociedad. Al decir de Alone "su ligera sonrisa desarma los mitos y aun les impide formarse. Encaran la duda, la prudencia, el buen sentido los cuales no se apasionan, no levantan la voz para condenar o bendecir."

González Vera creía que pocas cosas merecían ser tornadas en serio. No se reconocía humorista y expresó: "Me las ingenio para coger lo ameno de la existencia. No soy un hombre serio sino por instantes. Los hombres serios, siempre afirmativos, me parecen actores."

Sus personajes literarios son habitantes de conventillos, artesanos, obreros de escaso sueldo, cesantes, mujeres tiernas, seres algo extravagantes y libres. No se reconocía como un redentor ni una voz de la conciencia social. Cuando alguna vez le pidieron que formulara sus grandes definiciones escribió "Amo el concepto de libertad y creo que lo fundamental en mi vida es la idea de que soy profundamente anarquista."


Entre El Monte y Talagante

Nació el 17 de noviembre de 1897 en San Francisco de El Monte, un pequeño pueblo rural entre Talagante y Melipilla. Su padre fue hombre pobre pero letrado. Durante un tiempo fue alfabetizador de carabineros y campesinos y llegó a ser jefe de la policía de Til Til. Escribía relatos y versos patrióticos y tenía severas concepciones sobre la obediencia, los deberes y la legalidad. Cultivaba cierta vocación de dibujante y en sus días libres pintaba acuarelas en las que retrataba el paisaje circundante. La madre era dulce y resignada. Leía novelas por entrega y le gustaba contarles los argumentos a las vecinas que eran analfabetas y no podían descifrar los cuadernillos que traía el cartero y que narraban melodramas cuyos protagonistas eran duques y condesas que vivían infortunios e intrigas interminables.

En 1903 la familia se trasladó a Talagante. Allí matricularon al niño en una escuela rural. El único profesor era un hombre bizco y de cabellera roja. Aseguraba que la letra con sangre entra y castigaba a sus alumnos con tal sadismo que dejó en el escritor la primera visión "del aspecto brutal de la vida".

Las cosas cambian cuando el padre fue trasladado a Santiago. González Vera ingresó a una escuela religiosa en la que la disciplina no era muy diferente a los rigores de Talagante. Luego fue matriculado en el Liceo Valentín Letelier. Cursaba el primer año de Humanidades cuando fue expulsado por negarse a asistir a clases de gimnasia, canto y caligrafía. El padre se indignó. Le dijo que no iría a otra escuela y que desde entonces tendría que trabajar, ganarse la vida por sus propios medios. El muchacho tenía recién trece años.


Aprendiz de hombre

Empezó entonces su aprendizaje en la "Universidad de la vida". A partir de 1911 fue pintor de letras y carruajes, mensajero, lustrabotas en el elegante Club de Septiembre, aprendiz de barbero, mozo de una sastrería y de una peletería, mozo de la Biblioteca Nacional, encuadernador de una imprenta. En 1914 le sedujo el oficio de vendedor de libros viejos en Valparaíso. Abandonó esa ocupación para ser cobrador de boletos en el tranvía que iba y volvía de Valparaíso a Viña del Mar. En Cuando era muchacho contó las dificultades de ese trabajo:

"Era frecuente que el carro en el terminal se repletase de gente que subía simultáneamente por ambas plataformas. La cobranza con el vehículo en marcha y con tal hacinamiento de prójimos, era lenta, llena de peligros, penosísima. Desde luego era imposible cobrarles a todos, no quedaba tiempo para ordenar las paradas ni las partidas, protestaba el público, el maquinista me injuriaba con expresiones muy cálidas y de subir el inspector debía enfrentar su fiera mirada, el parte que no demoraba sino segundos en redactar."

Regresó a Santiago y desprotegido para siempre por su familia se instaló a vivir en un conventillo de la calle Maruri, a una cuadra de la pensión a la que llegaría a vivir en 1921 un silencioso y delgado joven del sur, que escribió allí Crepusculario y que usaba el seudónimo de Pablo Neruda. Se habían conocido en Temuco. Se reencontraron después en la Federación de Estudiantes en su local de calle Ahumada.


El amigo de Manuel Rojas

En la capital se desempeñó como aprendiz de zapatero, peluquero, ayudante de una casa de remates y de un anticuario. Leía cuanto libro caía en sus manos. Un día acudió a una conferencia en el local de los obreros anarquistas en la calle Arturo Prat y le invitaron a ser militante. Cantaba con ellos himnos tan rupturistas como aquello de "Chancero burgués, atrás, atrás". Pero más que eso le atrajo el respeto por la cultura, los libros, la discusión de las ideas que advirtió en humildes artesanos como el zapatero Pinto y en obreros de la construcción, de talleres textiles, en vendedores ambulantes y maestros primarios. Conoció allí a Manuel Rojas, un activo anarquista recién llegado de Argentina que vivía —como él— en un conventillo de la calle Martínez de Rozas. Fue uno de sus amigos de toda la vida.

Manuel Rojas recordó esos primeros encuentros:

"Yo lo conocí en un centro de estudios sociales donde los anarquistas se reunían para darse grandes latas mutuas y luego nos reuníamos en un círculo literario en San Diego con Victoria que se llamaba "Club de los siete". Queríamos publicar una revista pero como no teníamos plata González Vera la copió en dos ejemplares que circularon de mano en mano."

En sus afanes literarios fue decisivo y estimulante el poeta Domingo Gómez Rojas que era elocuente y fantasioso. Estudiaba castellano en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y frecuentaba a los anarquistas. Admiraba a Oscar Wilde y a Gabriel Miró y se empeñaba en convertir en escritores a sus amigos. Descubría por doquiera talentos literarios que no eran tales. Un día González Vera caminó con él por las riberas del Mapocho. Le recomendó escribir cuentos y cuando su acompañante le respondió que no tenía temas le dijo: "Escribe sobre los que has visto y vivido, sobre tus amigos y conocidos. En literatura todo vale". Así nació "El conventillo" primer relato de Vidas mínimas. Por esos días González Vera también conoció a Juan Gandulfo, líder indiscutido de la juventud de los años 20, gran orador, anarquista de firmes convicciones, promotor de movimientos políticos y culturales. Gandulfo le puso en contacto con los editores de la revista Selva Lírica de la que González Vera fue vendedor y agente de avisos. Trabajó simultáneamente en Numen otra revista literaria y hasta se atrevió a fundar su propia publicación llamada La Pluma en la que publicó sus primeros relatos y cuya redacción unipersonal se ubicó en una de las piezas de la Federación de Estudiantes.

El asalto a la Federación de Estudiantes

En los comienzos de los años 20 la Federación de Estudiantes era la más activa e importante organización juvenil del país. Excedía los marcos universitarios y en sus movilizaciones participaban todos los jóvenes de signos democráticos. Allí autodidactas como González Vera y Manuel Rojas encontraban un lugar para desplegar sus inquietudes. Ambos participaron en la redacción de las revistas Claridad y Juventud. Pero también existían organizaciones de jóvenes chovinistas y ultra derechistas que asaltaron el local de la FECH: destruyeron cuanto encontraron a su paso, intentaron incendiar sus instalaciones, arrojaron a la calle un piano que servía para presentaciones musicales. El vandalismo fue apoyado por agentes policiales que detuvieron a los estudiantes y dirigieron a los asaltantes. Entonces fue arrasada la pequeña oficina que servía de redacción a la revista Numen.

Para no ser maltratado por la policía sus amigos le aconsejaron a González Vera viajar al sur y no aparecer en la capital por algún tiempo. Se fue a Temuco y recién en el tren se dio cuenta que había perdido los originales de Vidas mínimas en cuya escritura había trabajado todos los días durante meses. Pensó reconstruirlos, pero no le resultó. A su regreso a Santiago los recuperó íntegros de manos de la policía.

Al llegar a Temuco González Vera debía tomar contacto con el corresponsal en esa ciudad de la revista Juventud de la Federación de Estudiantes. Era un joven liceano llamado Ricardo Neftalí Reyes Basoalto. "Era un muchachito delgadísimo, de color pálido terroso, muy narigón —recordó González Vera en un testimonio recogido por Hernán Loyola—. Sus ojos eran dos puntitos oscuros y su rostro una espada. Bajo su brazo oprimía La sociedad moribunda y la anarquía, de Jean Grave".

Mientras tanto González Vera trabajó en el diario La Mañana de Temuco cuyos colaboradores poéticos eran a veces el mismo Pablo Neruda y Juvencio Valle. Siguió viaje después a Valdivia donde trabajó como obrero de forja de una fundición y se desempeñó otra vez como periodista, un oficio vago e incierto entonces.


"El conventillo"

De regreso a Santiago decidió publicar de una vez por todas Vidas mínimas. Temía que el manuscrito se le perdiera de nuevo. Logró reunir el dinero con colectas y erogaciones de anarquistas. Tenía 26 años. El volumen no excedía las cien páginas y lo integraban sus relatos: "El conventillo" y "Una mujer". Fue a mediadas de 1923. Había publicado antes "El conventillo". El propio González Vera cuenta sabrosas detalles de ese primer libro:

"Casi sin pensarlo derivé hacia la literatura. Redacté un boceto titulado "El conventillo". Conocía a don Miguel Luis Rocaurt que, por cortesía, me pidió colaboración para su revista. Don Miguel era de figura imponente: daba bastonazos a los chóferes que ensordecían con sus claxones, al término de su almuerzo encendía un puro larguísimo y, dos veces a la semana, visitaba al Presidente de la República que era su amigo. El título de mi escrito le pareció de malísimo gusto. Cuando se lo entregué vestía paletó enhuinchado. Fue peor. Mas como hombre fino y de educación a prueba de emociones, hizo un gesto amable y dijo:

—Mejor le pondremos "En el arrabal".

Los personajes de "El conventillo" son un comerciante ambulante de pescado, algo borrachín, una tísica sin remedio, una mayordoma charlatana, un coleccionista de desperdicios, una muchacha que toca el arpa y canta en el patio, un zapatero anarquista, una pareja de rateros perezosos.

El autor los observa como actores de la comedia humana. No se compromete con ninguna solución para hacer mejor sus vidas. No protesta. Son "partículas de la vida universal" como escribió Alone, al comentar el libro.

En "Una mujer" la segunda pequeña novela de Vidas mínimas la acción transcurre en Valparaíso, un idilio sirve como débil hilo conductor. Lo importante es el subtexto: las vivencias reales, autobiográficas del autor en un pobre hogar del puerto y las reiteradas querellas domésticas de la familia que lo acoge. El telón de fondo es la magia de Valparaíso y personajes que parecen no existir en ninguna parte que no sea allí. Con breves pinceladas González Vera traza siluetas patéticas o amables con una maestría literaria que sorprende en un autor autodidacta de sólo 26 años.


El falso Alhué

Cinco años después —en 1928— publicó Alhué, estampas de una aldea. El libro de grata lectura recrea en realidad el pueblo natal del autor, San Francisco de El Monte y no una localidad próxima y parecida llamada Alhué. Con perfección formal y una enjundiosa visión González Vera da un paseo por las calles del pueblo que son tres: La Unión, El Comercio y La Libertad. Casi nada pasa en ellas, excepto unas peleas de borrachos, unas tiendas de escasas ofertas, unas mujeres alegres, una iglesia. "Antes y después —dice— eran inútiles las calles porque nadie las frecuentaba. Permanecían mudas, desiertas, escondidas. Eran puro paisaje. Y salir al balcón resultaba ocioso." Fernando Alegría, que celebraba las imágenes de impecable elegancia del autor, señaló después de leer Alhué: "Su aldea es como una empanada servida en el Waldorf Astoria. Contiene el campo ¡qué duda cabe! pero lo contiene en una lírica e impresionista abstracción."

En las páginas de Alhué no pasa nada y pasa todo. El lector percibe las sensaciones y los pensamientos sugeridos con toda clase de intenciones sin darse cuenta que el autor lo lleva de la mano. Salvador Reyes anotó: Alhué es la obra de un escritor demasiado consciente de sus procedimientos. González Vera no será nunca un autor para el gran público: sus relatos son síntesis humanas. Cuando sus personajes aparecen ya están de vuelta de un turbio destino."


Los muchachos de antes

En 1951 apareció, editado por Nascimento, Cuando era muchacho: "Lo escribí a ratos durante cinco años sobre la línea de recuerdos y he puesto en él cuanto se me ha ocurrido. Con el tiempo si este libro suscita opiniones llegaré a tener las mías. Yo, por ser su creador, sé lo que quise escribir, pero ignoro lo que alcancé a expresar." González Vera pasa revista a su juventud, a la gente que conoció, esboza viñetas de la vida diaria en los años 20, describe sus oficios, sus experiencias juveniles amables, tristes o insólitas, se detiene en el asalto a la Federación de Estudiantes sin tomar banderas.

De nuevo los comentaristas advirtieron su prosa cuidadosa, su equilibrio, sus pinceladas más de impresionista que de muralista mexicano. Su inseparable Manuel Rojas le dijo un día: "tu prosa es como contar chauchas". Tal era la minuciosidad casi de miniaturista que Rojas advertía en los trabajos de su compañero cuya gestación le era familiar, casi como un asistente a un parto.


"El conferenciante"

En 1955 apareció Eutrapelia honesta recreación (Editorial Universitaria) siete relatos breves de una corrosiva ironía. El más celebrado de ellos "El conferenciante" es una burla de las conferencias y de sus oradores: "En Chile rara es la persona que no desee contribuir al bienestar humano como conferenciante. Hasta los hombres más acaudalados prefieren esta forma de beneficencia." Describe al heterogéneo público del auditorio, el ritual de los expositores, los comentarios del público, a las señoras, los ociosos, los cesantes, los jubilados, los funcionarios que son parte habitual de las conferencias. El libro sigue sonriente con "Los buscadores de Dios", "La escala mística" y punzantes descripciones de viajes a Buenos Aires, Caracas, La Paz, Cartagena de Indias.

En 1959 publicó Algunos (Nascimento) una visión personal de escritores o personas cuya lectura o conocimiento directo dejaron alguna huella en su sensibilidad o en sus experiencias vitales. Ahí están Pérez Rosales, Baldomero Lillo, Federico Gana, Jorge González Bastidas, Mariano Latorre, Alone, Ernesto Montenegro, Enrique Espinoza y Amanda Labarca.

En 1960 la editorial Zig-Zag, consideró que el escritor había reunido lo suficiente como para publicar una antología suya. Le encomendó la tarea a Enrique Espinoza, seudónimo del escritor argentino Samuel Glusberg, director de la revista Babel cuyos redactores permanentes eran Manuel Rojas y González Vera. El libro se llamó Aprendiz de hombre.

Sus últimos libros fueron La copia y otros originales, narraciones breves con un nudo central y Necesidad de compañía (1968) historias de mujeres solitarias que luchan por mantener una existencia digna.


¿Quién soy yo?

Las discusiones siempre latentes, mientras vivió, sobre el valor de su obra, ya no tienen sentido. A los ciento diez años de su nacimiento no es un autor muerto. Es un maestro indiscutible de la literatura nacional, un clásico. Él mismo resumió con socarronería las opiniones públicas que fue registrando: "Opinantes zahoríes decidieron que es seguidor de Gorki, Baroja o Azorín. Aducen que domina la superficie pero que alma adentro no sabe dar ni desatar. No falta quien le niegue toda imaginación. Un literato de aventajada estatura aseveró que en sus primeras obras había algo de poesía y nada de ternura. En las posteriores no se ve poesía ni ternura. Varios lo creen fotógrafo de la realidad, frívolo, incapaz de trazar grandes caracteres. Ingenios hay que lo hallan esquemático y apático. Hubo quienes dijeron que si va al bosque en vez de elegir materiales para un edificio, recoge lo necesario para una caja de fósforos. Los apasionados lo sienten frío. Alguien lo tiene por retratista un tanto chaplinesco, sin ñeque para escribir novelas. Un cura lo calificó de resentido. El hijo de un pastor protestante, de enemigo del pueblo. Los fervorosos le enrostran que sea escéptico. Respecto al color, dan por cierto que no ve sino el blanco o el negro. Estos lo consideran buen estilista. Aquellos arguyen que no es tal. que escribe como le sale. Otros le reputan de bien dotado. Alguien sorprendió a González Vera exclamando ¿Qué seré Dios mío?"


La vida de hogar

En 1932 se casó con la profesora de inglés María Marchant. La conoció en la Federación de Estudiantes, era una atractiva muchacha que jamás ocultaba sus opiniones y que tenía cierta vocación de líder. Arengaba a sus compañeros desde un cajón que le servía de tribuna. Al poco tiempo fue una destacada figura del magisterio y de organizaciones femeninas junto a mujeres como Elena Caffarena, Olga Poblete, Amanda Labarca. Militó en el Partido Comunista y fue una activa regidora de la Municipalidad de Ñuñoa. Tuvieron dos hijos. Laura y Álvaro. Vivían en una casa de clase media en las proximidades de la Plaza Egaña.

Su hija Laura recuerda la vida hogareña:

—A pesar de que eran de caracteres diferentes siempre se entendieron muy bien. Mi madre lo admiraba mucho y por un acuerdo tácito no interfirieron en sus respectivas vidas. Mi padre nunca objetó su ingreso al Partido Comunista. Recuerdo que a menudo la pasaba a buscar en las tardes al local del Partido. Cuando los porteros le invitaban a pasar más allá de la puerta decía "hasta aquí no más llego". Estimuló a María para que ocupara un cargo internacional en Europa que significaba una ausencia más o menos larga de nuestro hogar. Nos arreglamos muy bien en nuestra vida doméstica.

—Era un lector ávido. Recuerdo sus carcajadas cuando repasaba El Quijote y los comentarios sobre sus lecturas. Fue uno de los primeros en descubrir en Chile a los escritores italianos de post guerra: Vasco Pratolili, Alberto Moravia, Tomaso Lampedusa, Elio Petri, Italo Levi. Le entusiasmaron los libros del misterioso Bruno Traven cuya verdadera identidad nunca fue aclarada del todo.

—Siempre llevaba consigo pastillas de menta que les repartía a sus interlocutores, especialmente mujeres que le adoraban. Nunca fue un Don Juan. Su fidelidad marital era una de sus virtudes. Le gustaban las tertulias con los amigos y aunque era un ingenioso conversador sabía escuchar y observaba con un amable ojo de lince a los demás. Parecía inseparable de sus amigos Manuel Rojas y Enrique Espinoza. Siempre hablaban de los materiales que contendría la próxima edición de la revista Babel de la que eran editores. La revista fue una de las mejores publicaciones culturales chilenas. Recogía las grandes inquietudes, divulgaba a los autores del momento que apenas se conocían en Chile. Sus impecables ediciones resultaban un milagro porque sus editores eran pobres. El milagro era de Espinoza que conseguía financiamientos que no significaban compromisos extra culturales con nadie.

—Nuestra situación económica mejoró cuando José Santos terminó con sus inestables y volanderos oficios en 1938 al conseguir un cargo de funcionario en el departamento de Cooperación Intelectual de la Universidad de Chile que coordinaba las becas en universidades extranjeras y en el país. Fue un activo fundador de institutos culturales binacionales y convirtió su cargo en un instrumento de ayuda a profesionales talentosos. Su ayuda a encontrarle algún destino a los intelectuales españoles que llegaron en el Winnipeg fue decisiva para muchos de ellos. Tal vez por eso en nuestra casa eran visitantes habituales Leopoldo Castedo, José Ricardo Morales y Arturo Soria.

—Era un coleccionista de ágatas que recogía en las playas del litoral central. Le regaló varias a Pablo Neruda a quien visitaba en Isla Negra.

—Alguna gente ha dicho que era neutral en política, pero lo cierto es que siempre se comprometió con las grandes causas populares y democráticas. Sólo no le gustaba la dictadura del proletariado y ninguna otra dictadura. Vale la pena consignar su opinión sobre el ejército. Escribió: "El ejército existe para defender la patria. Lo educan con el dinero del pueblo, le pagan con ese mismo dinero. Se habla que es una fuerza obediente. Ponen en sus manos las armas necesarias. ¿Y qué sucede? Se alzan contra el gobierno, oprimen a los civiles, también los matan y cuando al fin son obligados a volver a sus cuarteles ¿cuántos van a la cárcel? Ninguno".

Laura González Vera es la viuda de Carmelo Soria, alevosamente asesinado bajo la dictadura de Pinochet.

González Vera murió en la madrugada del viernes 27 de febrero de 1970 en su casa de la comuna de Ñuñoa. Quiso que sus restos fueran cremados, que no hubiese velorios ni homenajes y que sus cenizas fueran esparcidas en el jardín de su hogar. Su esposa, María Marchant murió en 1991.

Le gustaba decir que era un "Coleccionista de dudas" y esa fue otra de sus virtudes.

 



 

 

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González Vera: un clásico que coleccionaba dudas
Por Luis Alberto Mansilla
Publicado en Cuadernos (Revista: Santiago, Chile) N°60, 2007