La otra cara
de la prosa
Jorge Teillier
En La Nación,
Stgo., 14 de mayo de 1967, p. 4
En un encuentro de Escritores Americanos realizado hace unos pocos
años en Concepción, Allen Ginsberg declaró que
era urgentemente necesario importar algunos kilos de marihuana para
los escritores chilenos a fin de que despertaran su dormida percepción(1).
Naturalmente, ésta era una de
sus acostumbradas bromas para "asustar burgueses", pero
siempre pensamos (dejando a un lado la marihuana, por supuesto) que
tenía algo de razón el poeta beatnik. Lector asiduo
y en cierto modo obligado de la prosa de nuestro país, suelo
echar de menos, como rasgo fundamental, esa agudeza de percepción
que caracteriza a los escritores que ven más allá de
las apariencias, que "se atreven a abrir las puertas ante las
cuales todos pasan de largo". Pienso que a través de nuestra
narrativa sólo se presenta fundamentalmente la faz mediocre
de la realidad, no se hace un esfuerzo por superar la vida cotidiana
mostrando la otra cara de la realidad, aquella que vemos en las obras
de un Bradbury, Truman Capote, Julien Green, Julien Gracq para nombrar
a unos pocos. En cambio, los poetas han logrado traspasar la barrera
del convencionalismo y su voz es por ello más universal. No
sólo lo digo yo, lo ha dicho un novelista y crítico,
Fernando Alegría, el cual exalta la audacia de nuestra poesía
y señala que "Chile cuenta con una de las novelísticas
más conservadoras de América" (en la revista venezolana Zona Franca, noviembre de 1966). Me parece que en la polémica
desatada en torno a la situación de la novela chilena, se hace
demasiado caudal en la precariedad de elementos técnicos usados
por nuestros novelistas. Jaime Valdivieso lo ha señalado bien
al lanzar a la palestra a Carlos Sepúlveda Leyton, su "caballo
de batalla," desde que lo revalorizara en Un asalto a la tradición (1962); no es la falta de estructura novedosa la debilidad de la novelística
del país. (Un pelo de la cola, para hacer una observación
a Valdivieso: Kafka era conocido antes de 1938 en el ámbito
hispanoamericano a través de traducciones de la Revista
de Occidente). Por lo demás, considero que la novedad estructural,
el uso de distintas técnicas no es señal de modernidad.
El convencionalismo puede estar en el uso de trucos, de la técnica
por la técnica. Kazantzakis, Sholojov, Laxness, Carson McCullers
son ejemplos de autores que no han precisado de técnicas novedosas
para realizar obras maestras.
En la novelística americana actual de moda, se
puede ver mucho de pastiches de procedimientos de Joyce y Faulkner,
sin que a veces tengan nada que ver con el espíritu de lo tratado.
Si consideramos una mirada a la literatura chilena que
se puede llamar "oficial", instituida así por críticos
y profesores, prácticamente se ve un espíritu chileno
que vendría a ser el señalado como típico por
Encina: falto de imaginación, pacato, gris. Pareciera no existir
el ensueño, la fantasía, la apetencia por lo desconocido
que ha impulsado al hombre hacia la conquista del Cosmos o del interior
del yo, o a pasar del otro lado del espejo presentado por la realidad.
(Estoy hablando, por supuesto, recargando líneas para destacar
más una tesis. Autores como Manuel Rojas, Rubén Azocar,
Francisco Coloane, no dejarán de ser significativos desde cualquier
ángulo de consideración).
En la valiosa Antología del cuento chileno
realizada por el Instituto de Literatura Chilena, esta situación
que describo se presenta particularmente clara. Sólo tres autores
sobrepasan los marcos de un realismo convencional: Hernán del
Solar, Diego Muñoz y María Luisa Bombal. A esta última
se le asigna haber asimilado antes que nadie influencia surrealista.
Me parece que tal lugar correspondería a un Rosamel del Valle
con su País blanco y negro (1929), y que la Bombal tiene
más bien influencias de Neruda, Jules Supervielle y la Woolf.
Sin embargo, como en un desierto, existe un río escondido de
una prosa chilena diferente que merecería un serio estudio,
más allá de estas simples y volanderas indicaciones.
Se cumplen cuarenta años de El habitante y su
esperanza, considerada en su tiempo un acertijo, y que en verdad
reducido a términos lineales tiene una clara anécdota.
En unas pocas páginas está viva la vida de un pueblo
sureño más que en trescientas páginas de muchos
criollistas. Ya lo señaló una vez Volodia Teitelboim
comentando la insuficiencia de Ventarrón, de Lomboy*,
frente a la novela de Neruda, ambientadas en parajes similares. Recordemos
otra obra paralela en tiempo a la de Neruda: La mano de Sebastián
Gaínza, de Tomás Lago, sombrío y acechante
relato escrito en novedoso y ajustado estilo que hace deplorar que
el escritor no reuniera en un volumen su obra (tampoco se han reunido
África y Una mujer, las extrañas novelas
de Alberto Rojas Giménez). En 1929, Rosamel del Valle publicaba
País blanco y negro, que quiebra la rutina de la prosa
y hace aparecer un Santiago transformado por los sueños y el
amor, recordando Nadja, de André Bretón. Tampoco ha
sido valorizada la obra en prosa de Vicente Huidobro, iniciada con
el fastuoso Mío Cid (1931), al que en 1934 Alejo Carpentier
consideraba una gran obra. Y recuerdo que Sátiro era
considerado por Anderson Imbert como un antecedente de Lolita.
Permanece olvidada de nuestra historia literaria oficial la figura
de Juan Emar, de tan desenfrenado, rabelesiano y singular humor, sobre
todo en Miltín (1934). En el crucial año 38,
Miguel Serrano publica la Antología del verdadero cuento
en Chile, encabezada por un "Prólogo"
que es un verdadero desafío al realismo imperante. Como reacción,
aparecerá luego la Antología del nuevo cuento,
de Nicomedes Guzmán. Para Miguel Serrano, en Chile no habían
existido cuentistas, sino simples narradores, así como eran
simples narradores Bret Harte, Gorki, Maupassant, Baldomero Lillo.
Llamaba a escuchar a la nueva generación (Serrano y Lafourcade
han sido inventores de generaciones en nuestro país), pidiendo
que cesaran de hablar "...el político radical de los banquetes,
el amargado de las siete de la tarde; todo ese desfile oscuro de chilenos
aún hundidos y aplastados". Por lo demás, Miguel
Serrano no ha cesado en sus denuestos contra nuestra prosa: "Me
parece que la novela chilena actual no vale nada. Es un culto a lo
feo", expresó recientemente en una entrevista.
Dentro de la llamada (por comodidad) "generación
del 38" no ha sido suficientemente considerada la obra en prosa
de Braulio Arenas, aun cuando hasta Alone declaró que la nouvelle
Adiós a la familia significaba el adiós a la
vulgaridad dentro de nuestra narrativa. Yacen olvidados los cuentos
que Teófilo Cid -quien tan dramáticamente fundió
vida y poesía- publicara en 1942: Bouldrud. Inseguridad
del hombre, de Anguita, recibió un clamoroso silencio.
Tampoco se ha justipreciado la obra de Juan Tejeda -que tan hondo
suele calar en nuestro mundo burocrático y alcohólico.
Solamente los autores que he nombrado casi de paso configuran un mundo
a través de otra manera de verlo. No es casualidad que la mayoría
sean poetas, como lo es Luis Oyarzún en Los días
ocultos. Se debe lamentar que Pablo de Rokha no entregara su "Clase
media", de la cual sólo publicó unos capítulos
en la fenecida revista Multitud, y que Nicanor Parra no prosiguiera
la veta de sus "anticuentos", como el publicado en la Revista
Nueva (1937). El mismo Parra expresó que nadie ha reparado
que él es uno de los precursores de la "anti-novela"
actual.
Creo, pues, que existe otra cara de nuestra prosa, aún
no suficientemente conocida, nacida de una "caza espiritual"
y no de un afán de hacer literatura. Y no se entienda esta
exposición como un reclamo contra el realismo imperante. "Entrar
en lo irreal -ha dicho Michel Carrouges- no es sino una manera de
penetrar en el corazón de lo real."
(1) Encuentro literario realizado en abril de 1960.
El propio Teillier sostiene una conversación con el poeta norteamericano,
que se publica en Ultramar, bajo el título de "Conversación
"beat" con Alien Ginsberg''
Imagen:
Dig. sobre una fotografía de Leonora Vicuña