Nuestro oculto racismo
Por Jorge Teillier
En Puro Chile, Santiago, 24 de julio de 1970
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Uno de los orgullos chilenos es el de proclamar que en nuestro país no existe el prejuicio racial. Ese orgullo coexiste con el de considerarnos un país donde prima la "unidad racial", tal como lo señalan muchos textos escolares, considerándose entonces como positivo el hecho de que apenas el 5% de la población esté compuesta por indígenas, y que la mezcla con la sangre autóctona es muy baja, aun cuando valga dar unas vueltas por las calles para darse cuenta de que las tres cuartas partes de los chilenos cuentan con tal mezcla. El otro día, un viejo profesor de historia me hablaba sobre la lenidad tradicional de nuestros gobiernos para defender nuestras fronteras en los casos de litigio frente al expansionismo del gobierno -no del pueblo, por supuesto- argentino, y sustentaba, entre otras, la tesis de que tal debilidad es un reflejo inconsciente del sentimiento de inferioridad que, a pesar de sí mismo, suele tener el chileno frente al argentino, sintiéndose mucho menos "blanco" y menos "europeo" que él. Al revés, se mira con cierto matiz de superioridad, y hasta con oculto desdén, al vecino "cholito", ya sea peruano o boliviano; esto puede parecer arbitrario, pero recordemos que por algo nos autollamamos los "ingleses de América". Sobre esto, recuerdo que Joaquín Edwards Bello contaba que fue testigo de un desfile de marinos chilenos en Londres, y que los ingleses creían presenciar la llegada de una armada japonesa. El lenguaje cotidiano refleja una mentalidad racista cuando si uno se desriela en su conducta se dice "le salió el indio" o "se portó como un indio". Llamar "indio" a alguien no es en absoluto elogioso, al revés de México, donde considerarse indio es motivo de orgullo. Mucho se admira a los araucanos cantados por Alonso de Ercilla y sobran quienes bautizan a sus hijos como Lautaro, Tucapel, Caupolicán, Fresia o Millaray, pero la cosa cambia cuando se trata del araucano actual (y recordemos que hay 500.000 viviendo en reducciones en la zona de la Frontera). En un trabajo recién publicado por la Universidad de Chile, la antropóloga Ximena Bunster constata que para la generalidad del habitante del sur, el indígena es "borracho, flojo y ladrón". Sin embargo, en busca de trabajo se van miles de mapuches todos los años a la Argentina y son miles los que desesperados por la estrechez de su tierra, cercada por el latifundio, emigran a Santiago donde se desempeñan en trabajos duros y mal pagados, como el de panadero, por ejemplo. Como el araucano en general es mirado con cierto menosprecio, aquí en la capital se autodefiende, negando su origen, perdiendo paulatinamente sus costumbres e idioma. Me refiero, por supuesto, al araucano de menos preparación, al revés conozco desde profesores hasta ingenieros que ostentan con orgullo su condición de mapuches.
Al hablar sobre el prejuicio racial oculto me he referido al problema del chileno frente al indígena, por parecerme el fenómeno más notorio. Pero, aunque sea de paso, no hay que dejar de anotar que se llama en forma inapropiada y peyorativa "turco" al árabe o descendiente del tal, que el término "judío" se aplica hasta cualquier chileno típico que sea avaro o usurero, que en nuestras leyes de inmigración se ha prohibido la entrada al país de japoneses. El racismo está latente, por desgracia, y hay que denunciarlo, porque es el típico caldo de cultivo del cual se sirven para desviar de sus verdaderos problemas al pueblo los demagogos de Derecha. La sombra de Adolfo Hitler suele planear sobre Latinoamérica, y si no, recordemos las recientes matanzas de miles de indígenas brasileños ante la indiferencia y hasta la aprobación de los "gorilas" gobernantes.