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Jorge Teillier
Gasté mis codos en todos los mesones
Por Marcos Solís
Publicado en Revista Crisis, N°68, marzo de 1989
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Ajeno a los requerimientos de sus editores y a las invitaciones que le llegan de remotos países, en un suburbio de Santiago, Jorge Teillier se entrega a "la andrajosa melancolía de envejecer". Reacio a hablar de su obra, el autor de Cartas para reinas de otras primaveras compartió con Crisis algunas de sus pequeñas obsesiones cotidianas. Los dos poemas de Teillier que acompañan la entrevista fueron publicados recientemente en la revista de la Universidad de Concepción.
in memoriam teófilo cid
Habíamos estado, en el inicio de la historia, en Nueva York 11, calle diagonal a orillas de la Alameda y a la vuelta del Club de la Unión, en un bar apodado La Unión Chica por su vecindad con el aguantadero de notables de la ciudad, que estaba a la vuelta de la esquina. Allí, según Teillier, los mozos desprecian a los clientes.
En el Nueva York 11 —la incorporación del artículo al nombre de la calle es otra forma de mote— hombres bebiendo de pie junto al mostrador, despacio y luego del mediodía, mesas de madera negra ocupadas por jugadores de dominó, una luz secreta y oscura dentro del pozo, una pausada música de copas, preguntamos por Teillier. Ya sabíamos que el único domicilio fijo y encontrable del vate en la capital era ése. Lo había aludido, aun, en un poema del mismo nombre: "Aturdidos, ciegos vagabundos de la nada./ ¿Cómo están, mis mejores y únicos amigos?/ ¿Cesantes como yo? ¿Debo leer avisos económicos?/ ¿Ir a sentarme al Parque o jugar una fija el domingo?"
Por eso recordé nuestra frustrada primera excursión al Nueva York 11, cuando a la mediatarde de otro día bajamos al pueblo para despedirnos. El, a pesar del calor, con un saco "para que no me metan preso" y un libro y una vieja revista para hojear en el viaje: y una vez que estuvimos en la aldea de la costa entramos al Parrón, bar-restaurant, para esperar a "un amigo nazi que tengo, inofensivo", según me explicó para que acompañara fiel y precavido. Entonces supe que el mamotreto que no leyó en el bus era uno sobre la Segunda Guerra Mundial, en el que se describía la derrota de las fuerzas del Eje en las nieves de Leningrado.
Después de esperar al amigo salimos del Parrón, pagando la consumición y dejando saludos para el nazi fantasma.
Como era previsible tuvimos que pasar por la plaza del pueblo para ir a la terminal de ómnibus. Sentado en un banco de madera estaba un muchacho alto. "Este es el poeta del pueblo", dijo Teillier. "Como no hacía nada, la madre le prestó plata para que pusiera una pequeña industria textil. Pero sigue viniendo a la plaza. Va al trabajo a cobrar".
Pasamos enfrente de él y lo saludamos. El muchacho estaba sobrio.
Finalmente, después de cruzar por el Correo y el Banco, nos encontramos con mi mujer en la terminal, en un alto del pueblo. Y antes de partir nos metimos en otro bar-restaurant, como se escribe restorán en Chile. La mesa elegida daba a una ventana que servía de respiradero a un salón interior donde los muchachos jugaban pool. "Todos estos son patos malos" , dijo.
El viejo Teillier —como prefirió mostrarse esa tarde— estiró sobre la mesa elegida, en Nueva York 11, la revista que no leyó en el camino, hojeando con sus dedos gruesos de bebedor las páginas sepias grabadas con campeones de box, jugadores de fútbol y las noticias deportivas de 1951. Estaba orgulloso del ejemplar. Contando
en secreto nos explicaría que en el pueblo no se podía hablar de literatura en los bares —no eran muchos y se los sabía de memoria— sin ser acusado de maricón y que, en el plano meramente sociológico, estas revistas eran una forma de conocer a la gente.
("Recuerdo —anotaba Teillier— haber leído un libro llamado Soy leyenda. Teófilo Cid podría haber firmado una autobiografía con ese título, ya en vida era una leyenda y ahora ha pasado a serlo de verdad. Su nombre circula como una contraseña entre muchos jóvenes, cada vez más deseosos de acceder al conocimiento de su obra, por ahora casi inhallable".)
Ese día está solo. Lo habíamos, por fin, encontrado en una finca a 20 kilómetros del pueblo donde estábamos para despedirnos y a tres horas de ómnibus desde la Capital. Aburrido, según propia confesión, y algo ebrio en el inicio del mediodía nos trató con apatía y sinsentido, inseguro y escéptico. Nos mostró los alrededores, habló de su mujer, de sus gatos que merodeaban como leones bajo el sol de la costa, de hechos acaso reales. Supe, entonces, que no quería que habláramos de Teillier, el último romántico, ya una leyenda. Así que no lo hicimos.
(—¿Y sus anunciadas obras completas, Teillier?
—Sigo escribiendo, contestó.)
Antes de partir y cruzar la calle para subir al bus de regreso, en la única mesa ocupada del bar, nos contó que una vez trajo al pueblo —al salón de al lado— a un campeón de pool, sorbió otro poco de vino tinto, y que los muchachos lo enfrentaron por plata. Perdieron todos —dice Teillier—y se enojaron conmigo. ¡Pero si es el campeón!, les estuve explicando: nos hablaba como sabiendo los hechos ineludibles, mientras sorbía otro poco de vino, apoyando las mangas de la camisa sobre la mesa como diciendo: "Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones".
(Cuando nos abrió —nosotros sacamos el candado— la casita de madera donde escribía y estaba escondiendo una parte de su biblioteca, me señaló una fotografía pegada en la pared, dedicada, de un ex campeón del mundo centroamericano, diciéndome: "Los boxeadores no son dueños de sí mismos", de alguna manera, me dijo otra cosa.)
¿Y el pasado? ¿Y el sur? Sólo en los libros. Hubo una visita a la Frontera, a su pueblo natal. Y como en El Gran Meaulnes, Teillier puede decir: "Nos fuimos de esa región hace quince años, y seguramente no volveremos nunca más".
Ahora todo es nostalgia y "la andrajosa melancolía de envejecer", como le gusta repetir. Sin embargo, existe un sobreviviente del paraíso perdido. En la casa de la finca —una ex vivienda de inquilinos refaccionada—, después de almorzar se levantó de la mesa y fue a buscar una cajita
de música. La abrió y se quedó mirándola. El sonido estuvo sólo unos minutos. Después, se delató: "Era de mi abuela".
Ese fue el momento en que se transformó en descendiente de los colonos franceses a la Frontera en la última década del siglo pasado, a instancias del gobierno de Balmaceda. En ese momento pude hermanarlo con Apollinaire, Alain Fournier y René-Guy Cadou, "amigo del tonelero, el cartero, el aduanero y el contrabandista, vivías en una aldea de seiscientos habitantes", según el propio Teillier.
A veces, también con nostalgia y triste apuro balbuceaba: "Han pasado quince años". Pero, como antes, aludía a otro ámbito. "Ahora que perdieron se están vengando. En un pueblo que está como a media hora de aquí mataron a un profesor.
Yo lo conocí. No éramos tan amigos. Vino a verme una vez para ponerle música a mis poemas".
Después, melancólico, emocionado, dijo: "Mi padre estuvo condenado a muerte para el Golpe. Ahora vive en Suecia. Mi hermano estuvo en Suecia y no le gustó."
Entonces nos mostró una carta que le había llegado desde la India. "Yo no tengo amigos en la India", se disculpó.
La carta, escrita en inglés, era una invitación formal del gobierno de ese país para el centenario del nacimiento de Nehru. "No sé por qué me habrán escrito", nos dijo. Luego, se mostró inquieto por el clima y las comidas de la India, por los trámites burocráticos para salir del país. "Tengo 18 parientes afuera y no me he movido de aquí."
Después de leer la carta arrugada y olvidada por ahí, comprendemos que los requisitos y plazos formales para el viaje están casi vencidos, y que se trata de un Congreso mundial de poetas. Se lo damos a entender con una cuota de amonestación, y Teillier nos pregunta: "¿Y si le pido plata a mi señora y voy así nomás?"
Pero ya lo había dicho antes: "Y pienso frente a una chimenea que no encenderé/ en largas conversaciones junto a las cocinas económicas/ y en los hermanos despojados de sus casas y dispersos/ por todo el mundo huyendo de los Ogros/ esos hermanos que han llegado a ser mis hermanos/ y que ahora espero para encender el fuego".
Y de la Frontera no hablábamos. Porque también formaba parte de la leyenda. Las posadas, la lluvia y las niñas que "se pasean con la última moda llegada de Santiago" pertenecían a un paraíso perdido. "Sólo yo he envejecido", dice en Cartas para reinas de otras primaveras, su último libro. De alguna manera, entonces, Teillier ha desertado de la orden secreta de la juventud. La única realidad es la nostalgia.
Quizá por eso , cuando encontré en la Biblioteca Nacional —a pocas cuadras del Nueva York 11—, a instancias del amigo Camilo, un artículo del sesenta titulado "El Gran Meaulnes cumple cincuenta años", firmado por Teillier, donde se podía leer una cita de Henry Miller que dice: "Algunos como Alain Fournier jamás lograron desertar de esta orden secreta de la juventud. Magullados por los contactos en el
mundo de los adultos se inmolan en sueños y ensoñaciones. En ocasiones nos dejan un librito, un testamento de la verdadera y antigua fe que leemos con ojos soñolientos, maravillándonos de su hechizo, conscientes, pero demasiado tarde, de que nos estamos mirando a nosotros mismos, de que lloramos nuestro propio destino", precisamente por eso la rosa de cobre de un Arlt o la flor azul de Novalis están condenadas al fracaso, porque Teillier, —Alain Fournier murió a los 28 años—, hoy un cincuentón bajo el volcán, autor de libros inhallables, de poemas ocultos o escondidos, nos está diciendo que "Al claro de la luna, mi amigo Pierrot/ No me pidas pluma pues ya no escribo nada./ No hay puerta que abrir ni amor a Dios/ y mañana no iré a buscar ágatas a la playa".
Sin embargo, esa tarde de verano en el último bar-restaurant, el viejo Teillier pidió la cuenta y no dejó propina. "Este es el hijo del dueño", me dijo, cerrando un ojo. Afuera, esperamos en el camino la llegada del carruaje pobre. Se acercaron los caballos para partir. El vate reconoció uno y lo llamó por su nombre. Subimos con el sol menor de la mediatarde y, al partir, el joven poeta que se paseaba por los puentes de la Frontera, nos despidió con besos como un auténtico dandy perdido en una aldea de la costa. La mano derecha sosteniendo nuestra partida, agitándose y en la otra, bajo el brazo cubierto con un saco sucio, sostenía un libro y una vieja revista; a su lado estaba el fantasma de Teófilo Cid.
Y el carruaje largamente los fue dejando solos.