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Crónica del forastero
Por Clemente Riedemann
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Teillier en el mundo que verdaderamente habitó
He perdido casi todos los libros de Teillier. En rigor, debería decir, alguien que estuvo de paso por alguna de las casas en las que he vivido sacó un libro de Jorge de una repisa para hojearlo antes de dormirse y en lugar de devolverlo a su lugar en el estante, lo introdujo en su mochila antes de proseguir viaje, motivado por la necesidad de terminar de leerlo o releerlo.
Creo que está bien. Yo mismo conservé esa indispensable mala costumbre en mi juventud, cuando me tocaba en suerte pernoctar en casa de algún escritor mayor. Habían tantos libros que ingenuamente imaginaba que el propietario no se percataría de la ausencia de uno de ellos.
No me daba cabal cuenta entonces que los libros, en particular algunos, constituyen un patrimonio simbólico y no sólo material para los escritores, quienes mantienen un estricto control sobre esos haberes. Recuerdo haber expropiado una antología de Maiakovski; una selección bilingüe de Trakl; “Ghostkeeper y otros relatos de juventud” de Malcolm Lowry; y “Retrato del artista adolescente” de Joyce. Por esas curiosidades del destino, esos libros también siguieron el mismo camino de los libros de Teillier.
Está bien. Mi amiga Margarita Ovalle ha resuelto adecuadamente este misterio con una sentencia propia de su fascinante filosofía: “Todo es traspaso”, dice ella, mientras te entrega un libro o un disco sobre el que uno ha demostrado especial interés. “La belleza debe proseguir viaje”, agrega.
De todos modos, la pérdida del volumen original de “Muertes y maravillas” editado por Universitaria, es algo que resiento constantemente. Fue el libro por el que conocí la poesía de Teillier. La imagen difuminada del poeta en la contratapa, donde aparece sentado sobre los rieles del ferrocarril, en medio de un azul profundo, han acompañado todas mis evocaciones sobre su poesía y su persona. Sé bien que el prólogo que escribió especialmente para ese volumen me ayudó muchísimo a fortalecer lo que en ese entonces intuía lo que era la poesía. Debía escribir sobre lo que realmente me ocurría, sobre el lugar en que estaba haciendo mi vida, con un lenguaje que pudiera ser comprendido por todos los lectores, sin temor a la nostalgia que acompaña la memoria ni a la incertidumbre que es propia de un oficio ejercido en esa especie de penumbra que es la realidad para quienes desearían que el mundo fuese un espacio más lúcido y más solidario.
“Abran las ventanas para que entre el aire fresco”
La primera vez que vi personalmente a Teillier fue en un encuentro de escritores realizado en la Sech en 1971. Eran tiempos de una frenética ideologización de todas las actividades ciudadanas. Teillier ya era querido como persona y valorado como un gran poeta. Sentado en medio de una abigarrada concurrencia, Jorge parecía abrumado por los largos discursos sobre las relaciones entre el poder y la literatura y la necesidad de concebir la obra artística como instrumento de apoyo a la causa popular. De pronto, alguien que parecía percatarse recién de su presencia, le ofreció la palabra para que expresara su punto de vista en relación con el tema. Teillier, que siempre tenía una aproximación modesta ante la eventualidad de hacer uso de la palabra, con ese tono asordinado que le era tan propio, dijo “Sólo quiero pedirles que por favor abran las ventanas, para que pueda entrar en sus cabezas el aire fresco de la realidad”. Hubo varias pifias, pero luego de un momento se desató un vendaval de aplausos y risas, a tal punto que la reunión no pudo continuar adelante.
Efectivamente era necesario abrir las ventanas. La primavera avanzaba en Santiago y la sala parecía impregnada con los olores colectivos de la concurrencia. Por otra parte, el decurso de los alegatos no lograba encontrar una salida y cada intervención era un nuevo y fallido intento por alcanzar la complacencia del conjunto. Quedé muy impresionado con su breve intervención, que parecía propia de una persona escéptica o nihilista, posición que en esa época era objeto de desprecio por parte de quienes adscribían de alguna manera al sagrario marxista. Luego advertí en ella la potencia de la imagen poética atravesando con sencillez y desenfado la grilla de la coyuntura conceptual –el sinsentido de las ideologías- para apelar a una causa permanente, la causa humana, la causa del bienestar inmediato.
Más tarde, al abandonar la sede de los escritores en compañía de otros amigos, vimos a Teillier en una vereda de avenida Vicuña Mackenna, solitario y en pie, algo titubeante, tratando de cruzar la calle, exasperado por la avalancha de automóviles y microbuses que le impedían avanzar. “Cruza con nosotros”, le invitamos. Él se dejó coger por los brazos y caminó feliz, con una maravillosa sonrisa de niño imposible de olvidar. Al llegar al otro lado, se despidió con la rapidez de quien ya ha elegido con quien pasar la noche y desapareció bajo la oscuridad de los árboles.
Fue también en la Sech donde le vi por última vez. Era febrero o marzo del año en que murió. Fuimos con los poetas Jorge Torres y Sergio Hernández a un tributo que se le brindaría allí. Accedió entonces a tomarse una fotografía con nosotros en el pórtico del mítico recinto. Teillier ya andaba con el brillo mortecino en la mirada y le costaba sonreír.
“Mucha cabeza y poco corazón es malo para la poesía”
Volví a verle en la Unión Chica en el 91 con ocasión del premio Pablo Neruda otorgado al poeta chilote Carlos Trujillo. Teillier estaba con Rolando Cárdenas y Enrique Valdés en torno a una botella de vino, cerca de la entrada. En medio de la celebración apareció Valdés a preguntarme si quería saludar a Teillier. “Por supuesto que sí”, le dije, con el corazón en la boca. El poeta de Lautaro me saludó con un chiste alusivo a los alemanes, a quienes él parecía relacionar un poco arbitrariamente con los nazis. Cárdenas, con aspavientos, celebraba el oscuro –y acaso gaseoso- humor de Teillier. Miré a Valdés como diciéndole “y para esta huevada me trajiste”, pero él hizo un gesto conciliador y me invitó a sentarme a la mesa. “Los alemanes deben dedicarse a la filosofía”, dijo Jorge en un momento. “Mucha cabeza es malo para la poesía”.
Me vi obligado a preguntar lo obvio, más que nada para oír la repuesta de sus propios labios. “¿Crees que me falta corazón?”. Teillier se echó un poco para atrás en la silla, acaso procesando el formato ridículo de la pregunta. Con una sonrisa tenue, dijo “Bueno, hombre. Sólo a tus poemas”. Todos nos reímos de buena gana. Luego en un plano más íntimo, mientras Cárdenas y Valdés discurrían sobre los parajes de la Patagonia, Teillier dijo que en su opinión el poeta que no escribía poemas de amor no podría ser recordado por los amantes; según él, los únicos lectores que valía la pena conseguir. “Sólo ellos nos leen con el corazón –dijo- y se aprenden nuestros poemas”.
Todos los hoteles tienen bares
En los ochenta Teillier viajó al sur para realizar dos recitales y me pidieron que lo hospedara en mi casa en Puerto Varas, a falta de presupuesto para pagarle un hotel. Accedí con gusto pues parecía una oportunidad para conocerle de una manera distinta, más personal y cercana. Agradezco tal ocasión, pues efectivamente pude disfrutar de su cordialidad y sencillez, y afirmar la idea de que primero “el poeta es una persona que escribe poemas”, lo que no le proporciona ningún beneficio a priori, sino apenas le pone en la situación de aquellos seres humanos que sí han encontrado una actividad que da sentido a la existencia, lo que por sí sólo constituye el principal beneficio.
Teillier disfrutó con las actividades de familia. Compartió con mis hijas que entonces estaban pequeñas y ajenas a la comprensión de los distintos roles de las personas. La primera noche me advirtió “no te preocupes si salgo temprano por la mañana, pues me gusta caminar y necesitaré tomarme una cerveza”. Efectivamente, a la mañana siguiente me levanté y fui a verle a su dormitorio y ya había desaparecido.
Los organizadores del evento me habían encargado especialmente que Teillier estuviese sobrio a la hora de sus lecturas y sentía sobre mis hombros el peso de tal responsabilidad. Aunque mi aspiración era distinta: quería que Teillier estuviera feliz, lo que equivalía a dejarle hacer lo que él quisiera. De modo que desayuné sin apremio y luego salí de casa tratando de ponerme en el lugar del poeta. “¿Qué derrotero sigo en este pueblo desconocido?” “¿Dónde es más probable que consiga una cerveza?”.
Elegí la opción que eligen los poetas. Ponerme en camino y dejar que la vida haga su trabajo. Bajé lentamente por la vereda que llevaba desde mi casa hasta el centro de la ciudad, bordeando el lago Llanquihue, hacia la zona donde están los hoteles. Los hoteles están siempre abiertos. Todos los hoteles tienen bares. Allí encontraré una cerveza y a Teillier junto a ella.
El poeta estaba solo en una mesa mirando el gran lago a través de los ventanales. “No me gustan los lagos. Esta quietud me intimida. Un gran poeta debe vivir frente al mar. Y los poetas menores debemos vivir cerca de un río, donde el agua esté siempre corriendo”. Sobre la mesa había dos sobres. Teillier había abierto una de las cartas y escrito algunas líneas al reverso. Sin mirarme dijo “Sé que te da lata que yo sea un curado y te haga algún escándalo. Así que puedes liberarte de mí. Puedo arreglármelas solo”.
Como estaba preparado para sus admoniciones absolutistas le respondí con tranquilidad que no me importaba que fuera un alcohólico, pues no estaba interesado en ser su amigo, pero que debía llevarle hasta el lugar donde habría de leer sus poemas. Este arranque de asertividad pareció agradarle y se puso a disertar sobre los poetas de los lagos, ingleses, escoceses, irlandeses, con una naturalidad abismante. Una docena de nombres de poetas de los cuales jamás había oído absolutamente nada. “Una poesía encerrada en sí misma, descriptiva, como un pozo profundo, es cierto, pero que no conduce a la ensoñación, ni a la libertad”.
“Vámonos o llegaremos tarde” le dije. “Tienes que leer tus poemas de tal modo que el público pueda oírlos. Para eso te trajeron”. En la carretera Teillier abrió su portadocumentos y se puso a ordenar sus escritos. Por un momento me pareció que se concentraba demasiado en alguno de ellos, como si los estuviese leyendo por primera vez o como si se sorprendiese de lo que había allí escrito. “¿Qué quieres que lea?”, me preguntó de pronto, sorprendiéndome. Me repuse y le contesté, a intervalos: “Lee Sentados frente al fuego... Lee Un desconocido silba en el bosque... Lee Daría todo el oro del mundo... Lee Cuando todos se vayan. Por favor lee Bajo el cielo nacido tras la lluvia. No te olvides de Después de la fiesta. Sería bueno terminar con Botella al mar”.
Teillier llegó contento al lugar de la lectura donde le esperaba un público compuesto principalmente por gente joven. Hizo una lectura atildada, fluida y alegre. Se le notaba cómodo. Respondió con humor a todas las preguntas y firmó todo cuanto le ponían por delante: libros, papeles sueltos, fotografías, revistas, discos. Parecía una estrella del rock. Estábamos aún bajo la dictadura y esos momentos eran un oasis de libertad surgido al mediodía de la pequeña ciudad que era Puerto Montt a mediados de los ochenta. Luego sobrevino el almuerzo y alguien se llevó a Teillier a un lugar donde podría dormir una siesta, con el compromiso de devolverlo a la hora del recital principal, que sería a las siete de la tarde.
“Soy una leyenda”
Y allí estuvo, puntualmente. Sólo que en un descuido de sus patrocinantes, el poeta se escabulló y llegada la hora de la lectura no habían noticias de su paradero. Nos pidieron al poeta Sergio Mansilla y a mí que ayudáramos en su búsqueda. Fuimos por él al bar más cercano del Colegio San Javier, lugar de la lectura. Al entrar con Mansilla vimos el recinto repleto de humo y parroquianos que hablaban con enérgicos ademanes. Un corrido mexicano dominaba el ambiente por sobre el vocerío y las risas. Ubicamos a Teillier, difuminado en la barra, conversando animadamente con un par de desconocidos. “Jorge, la gente te está esperando” le dijimos. “Imposible en este momento” contestó, con total desparpajo, mirándonos como si fuésemos un par de carontes. Luego se avino a presentarnos a sus recién conocidos y nos invitó a beber un vino blanco con papaya. Miré a Sergio y le dije que lo agarrara de un brazo mientras yo le cogía del otro. Así salimos a la calle. Teillier profería amistosas maldiciones a regañadientes, diciendo que nosotros no comprendíamos el verdadero espíritu de la poesía y que obligarlo a leer contra su voluntad significaba contravenir los designios de los dioses. “Para qué escribes poemas tan buenos, entonces” le recordé, procurando animarle. Dijo que sacar a una persona de un lugar en que se encontraba feliz para llevarlo por la fuerza a otro donde todo parecía amenazante, era una tortura y que por tal razón merecíamos la muerte.
Por un momento nos tomamos todo a la broma. Pero luego vimos en los ojos de Teillier el resplandor del pánico. “Fracasaré”, dijo, con un hilo de su voz. Le soltamos, él se ordenó el cabello y se dispuso a ingresar a la sala, mientras el locutor anunciaba su arribo. Para mala suerte de todos, Teillier tropezó con una barra de metal dispuesta a ras del piso e ingresó a la sala literalmente de cabeza, como quien se tira un piquero en una piscina. Cuando fuimos a por él con Sergio, el poeta nos miraba desde el suelo con ojos desorbitados y preguntaba “¿Qué me han hecho, malditos?”. Con un sentimiento extraño, mezcla de pena, ternura y risa, logramos ponerlo en pie y conducirlo hasta el estrado, donde ya era muy difícil dar explicaciones convincentes a la concurrencia, que se había reunido allí para conocer personalmente a una de las maravillas de la poesía chilena contemporánea.
Teillier -nadie sabe cómo- leyó bastante bien los dos primeros poemas y el público lo aplaudió con entusiasmo, olvidado de la espera a la que se habían sometido y de su singular manera de ingresar al recinto. Pero luego al poeta le sobrevino una suerte de cortocircuito mental. De pronto se quedó mirando al público como si fuese a otra persona a quien le correspondiese leer. Pasados algunos minutos llenos de tensión y ansiedad, Teillier cogió el micrófono y murmuró “Soy una leyenda”. Acto seguido dejó caer la cabeza sobre la mesa y ya no hubo manera de reanimarle. Estaba profundamente dormido, quizás soñando con el País de Nunca Jamás. El público, comprensivo y respetuoso, comenzó a hacer abandono de la sala sin hacer mayores comentarios.
Muertes y maravillas
Teillier nació en Lautaro en 1935 y aunque se incorporó al generalizado éxodo provinciano hacia Santiago al promediar el siglo, él, anímicamente, nunca abandonó su pueblo y, literariamente, supo asumir el cosmopolitismo propio de los buenos escritores sin desdeñar su cultura de origen. Más bien, construyó su obra desde la cultura de ese sur fronterizo cruzado por etnias amerindias y europeas. Por sobre su crítico, autocrítico y lúcido spleen, Teillier fue un poeta de éxito en el más noble sentido que tiene esa palabra ya sin sentido. Escribió, desde la poesía, para la vida y los que sobreviven en ella a flote en el mar tenebroso del mercantilismo.
Su poesía es éxito en el ánimo de los hombres y las mujeres que deambulan en estado de alerta vital. “Mi castigo es no querer sobrevivir la inmortalidad”, escribió Teillier en el poema Tras releer a Li Tai Po, a quien oyó con la familiaridad con que se escucha hablar a un hermano muerto. Y lo mismo a Char, a Perse, a Esenin. Y sobre todo a Georg Trakl, con quien le unían clarísimos lazos de oscuridad. Teillier fue erudito sin pedantería. A nadie llamó para instrumentalizarle, para arrimarse asfixiado, sino para invitarle a compartir -en la fugacidad eternizante del poema- un vaso de vino en el laberinto de los significados paralelos.
“Yo no sabía que iba a cumplir 50 años sin nadie”
Teillier encarnó la soledad de la poesía misma en un mundo que pierde sus referentes ancestrales y que cree hallar compensación en la retórica del aquí y el ahora, entendida casi exclusivamente como satisfacción del hedonismo sensorial. Es también la poesía de la provincia avasallada por la dietética metropolitana (es decir, la estética light) que prefiere canonizar a quienes nunca reconocerán el calor de la leña y no a quienes se reúnen en torno a ella para hablar del cochayuyo y las garlopas.
Acaso la propia experiencia existencial de Teillier, con su rica sensibilidad poética arrinconada en los bares de la gran ciudad, exprese los límites del proceso concentrador de recursos humanos de la capital de Chile y prefigure el inicio de una época nueva, en la que los chilenos y chilenas residentes en las regiones, tengan oportunidad de alcanzar la plenitud humana y vocacional en los lugares en que residen.
Mientras tanto, quienes hemos visto florecer la higuera en la noche de San Juan -lo cual, por cierto, es una verdadera mentira- sabemos quiénes son nuestros poetas. Teillier es uno de ellos. Su poesía es expresión de lo sur: ecología y mito, marginalidad cultural, cruce étnico y lingüístico, sabiduría ancestral, tradición y modernidad. Álamos, tejados. Un cielo inmenso nacido tras la lluvia.
Puerto Montt, 2006
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Clemente Riedemann (Valdivia, Chile, 1953). Poeta y ensayista cuya obra ha sido vinculada con la llamada ‘antropología poética’ y la promoción de la cultura del sur de Chile como un territorio de cruces históricos, étnicos, lingüísticos y tecnológicos. Es considerado una de las voces más importantes de su generación. Estudio pedagogía y antropología en la universidad Austral de Valdivia. Sus textos aparecen en diversas revistas y antologías literarias. Entre sus libros figuran: Primer Arqueo, Karra Maw'n y otros poemas, Isla del Rey, Gente en la carretera y Coronación de Enrique Brouwer. En 1990 obtuvo el premio de poesía Pablo Neruda. Parte de su obra ha sido traducida al inglés y alemán. Es autor de muchas letras de canciones del popular dúo "Schwenke y Nilo". En 2006 su libro Coronación de Enrique Brouwer fue distinguido con la mención de Poesía de la 47ª edición del Premio Literario Casa de las Américas de Cuba.