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        UN FANTASMA RECORRE LA PROVINCIA: 
          LA POESÍA DE
JORGE TEILLIER A PARTIR DE LOS AÑOS 70
 A Ghost Traverses the Province: The Poetry of Jorge Teillier from
1970
        
          Por Felipe Ríos Baeza
          Universidad Anáhuac Querétaro, México
          felipe.rios@anahuac.mx
          Publicado en Mitologias hoy, Vol. 15, Junio de 2017
            
            
        
          
            
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Resumen: 
          Este ensayo propone matizar en la obra del poeta chileno Jorge  Teillier el manido concepto de “poesía lárica”, a través de la propuesta de  una relectura crítica de las recurrencias que, a partir de la década de 1970,  el chileno fija en su poesía, desde su volumen Crónica del forastero (1968)  hasta Hotel Nube (1997). Se muestra cómo los motivos y modos de  enunciación que establece desde su primer libro, Para ángeles y gorriones  (1956), se reiteran obsesivamente y se agudizan, pasando de aquella poesía  de corte bucólico a una que testifica la disolución y el desgarro de su  propio lenguaje y de sus propios paisajes. Este trabajo, también, propone  empezar a leer lo lárico ya no como un lugar amable, ni para el poeta ni  para el lector, sino, en el mejor de los casos, como un territorio constituido  desde una fantasía que se presentará constantemente inestable.  
        Palabras clave: Jorge Teillier, poesía lárica, metapoesía, poesía chilena,  fantasma.
        Abstract: 
          This essay proposes to qualify in the work by Chilean poet  Jorge Teillier the overused concept of “homeland poetry”, proposing a  critical second reading of the recurrences that, starting in the 70s, are  fixed in the Chilean author’s poetry, from his volume Crónica del  forastero (1968) to Hotel Nube (1997), showing how the motives and  modes of enunciation established in his first book, Para ángeles y  gorriones (1956), are obsessively repeated, only to be intensified, going  from the bucolic poetry to a poetry that is a witness of its own  dissolution and the ripping of its own language and landscapes. This  work also proposes the reading of «homeland» not as a nice place, for  either the poet or the reader, but, in the best scenario, as a territory  formed by a fantasy that is constantly presented as unstable.
         Keywords: Jorge Teillier, Homeland Poetry, Metapoetry, Chilean  Poetry, Phantom.
         
        Cinco volúmenes de poesía llevaba a cuestas el poeta y escritor chileno Jorge  Teillier (1935-1996) cuando publicó, en el Boletín de la Universidad de Chile,  un ensayo contundente pero a la larga problemático: “Los poetas de los lares”  (1965). Cinco volúmenes —Para ángeles y gorriones (1956), El cielo cae con  las hojas (1958), El árbol de la memoria (1961), Poemas del país de nunca  jamás (1963) y Poemas secretos (1965)— que, por supuesto, comenzaron a ser  examinados por los estudiosos bajo el prisma homologador que Teillier le daba  al trabajo de varios autores chilenos, como Teófilo Cid, Braulio Arenas, Carlos  de Rokha e incluso Nicanor Parra. En la poesía de sus antecesores, pero  también de sus coetáneos, Teillier reconocía algo que era visible en su propio  acontecer poético y que, seguramente pensaba, la crítica se había tardado  demasiado en descubrir: la construcción de un “espacio mítico” —el de la  provincia, el de las zonas rurales y fronterizas de Chile— recuperado, como una  Arcadia local, a través de los conmovedores mecanismos de la nostalgia. Eso fue  lo que se bautizó, a la larga, como “poesía lárica”: 
        
          Un primer hecho que estableceremos es el de que los “poetas de los lares”  vuelven a integrarse al paisaje, a hacer la descripción del ambiente que los  rodea. Se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en  estos últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida  espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino  resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la  medida de otra poesía. Esto es importante en un país como el nuestro en  donde el peso de la tierra es tan decisivo como lo fuera (y tal vez sigue  siéndolo) “el peso de la noche”, en donde el hombre antes de lanzarse a  los reinos de las ideas debe primero dar cuenta del mundo que lo rodea, a  trueque de convertirse en un desarraigado […] Los poetas nuevos han  regresado a la tierra, sacan su fuerza de ella. Y este movimiento lárico ha  tocado curiosamente a los poetas de generaciones pasadas, como Teófilo  Cid y Braulio Arenas que fueran iniciadores del movimiento surrealista  en Chile, creadores de paisajes mentales, que sin embargo tomaron a la  larga conciencia de la tierra y la reflejan en sus últimas obras […] ¿Por  qué esta vuelta? No basta para explicarla, creemos, el origen provinciano  de la mayoría de los poetas, que atacados de la nostalgia, el mal poético  por excelencia, vuelven a la infancia y a la provincia, sino algo más, un  rechazo a veces inconsciente a las ciudades, estas megápolis que desalojan  el mundo natural y van aislando al hombre del seno de su verdadero  mundo. (Teillier, 1965: 49)
        
        Lo lárico —en tanto recuperación mítica del pasado provincial a partir de la  observación directa de la tierra y del paisaje (sobre todo del sur de Chile)— ha  dominado el estudio de la poesía teillieriana por más de cincuenta años,  operando, a mi entender, como un “concepto esponja”[1], al modo en que Gaston Bachelard acuña dicha noción. Por lo mismo, en este ensayo, propongo  una relectura crítica de las recurrencias que, a partir de la década de 1970, Jorge  Teillier fija en su poesía, desde su volumen Crónica del forastero (1968) hasta  Hotel Nube (1997). El fin es mostrar cómo los motivos y modos de  enunciación que establece desde su primer libro, Para ángeles y gorriones  (1956), se reiteran obsesivamente y se agudizan, pasando de aquella poesía  catalogada habitualmente como “lárica” a una poesía que testifica la disolución  y el desgarro de su propio lenguaje y de sus propios paisajes. En otras palabras,  este trabajo intenta demostrar cómo en su poesía, bajo ese “contacto del  hombre con el mundo”, también hay una “experiencia meramente literaria,  confeccionada sobre la medida de otra poesía”, aunque sea ésta una arista que  parezca ir en contra de los principios fijados por el propio Teillier, en el ensayo  de 1965.
        Al respecto, es acertado lo que han comentado críticos como Álvaro  Bisama (2008) e, incluso, más recientemente, Eduardo Llanos Melussa (2014):  los poemas incluidos en Para ángeles y gorriones representan las raíces que se  incrustan con vigor en la fértil tierra poética de Teillier, y tanto el arbusto  como los brotes que de allí emergen serán los que se tallen y detallen en los  futuros volúmenes. “Ahí, en una colección de viñetas candorosas sobre la  provincia, Teillier traza casi sin darse cuenta una estética que no abandonará  jamás”, dice Bisama. “Para ángeles y gorriones posee cierto tono menor pero su  radio de alcance es amplísimo. Teillier describe su aldea —molinos, bosques  silenciosos, lluvias amables y vientos que murmuran— para hacerla parecer un  territorio idílico, un sitio donde el tiempo se ha detenido y la vida moderna  aún no ha declarado la extinción de las cosas […]” (Bisama, 2008: 140).  Asimismo, Llanos asevera: “Ya su primer título, Para ángeles y gorriones,  insinúa un tránsito y al mismo tiempo cierta continuidad entre naturaleza  (gorriones) y espíritu (ángeles), un ámbito común y un vuelo fluido entre lo  cotidiano y lo sagrado. Sin embargo, la obra final del poeta parece sugerir que  tal continuidad resultará casi insostenible en el mundo apoético, es decir, el  situado fuera del entorno protegido de la infancia, la provincia y la atmósfera  mítica. A este doloroso cambio —provocado por el nuevo contexto histórico—  Binns (2001) lo llama acertadamente ‘la tragedia de los lares’. En todo caso, el  poeta sobrellevará dicha tragedia sin rendirse” (Llanos Melussa, 2014: 134).  
        Es en este libro de 1956 donde quedan definidos los temas que se  volverán habituales, su sello de identidad poética y, por tanto, allí se fijará la  posibilidad de definir lo “lárico”[2]. Se trata de un universo tan visible que hasta él mismo fue capaz de cristalizarlo, en un ensayo posterior que ayudó a que los  críticos comenzaran a leer con este enfoque su poesía: “[A]quel atravesado por  la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno  verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja  tía; aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del  desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro,  aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias  sobre la fundación del pueblo” (Teillier, 1969: 13).
        En realidad, pocos han sido los críticos que han analizado a fondo el  hecho de que también, desde Para ángeles y gorriones, se deslizan aquellos  elementos de reflexión, incluso meta-poéticos, que irán cumpliendo un,  digamos, programa literario “oculto”, paralelo, y acaso más profundo: ése que  emplea el motivo lárico como nuclear, pero que en otras zonas menos visibles  del poema presenta preocupaciones hondas por el lenguaje y por la posible  autodestrucción de ese lugar de enunciación que tan primorosamente se ha  construido al comienzo. Uno de ellos ha sido, por ejemplo, Niall Binn, quien  desde sus tempranos trabajos ha advertido este asunto: “En Para ángeles y  gorriones, el primer libro de Teillier, la relación con el lenguaje es claramente  problemática [pero hay] un afán lárico de comunicar con lo elemental, y con el  hombre ya muerto y entregado a la naturaleza” (Binns, 1996: 356-358).  Asimismo, Alexis Candia-Cáceres, en su ensayo “Muerte y maravilla de la edad  de oro en la poesía de Jorge Teillier”, advierte que algo pasa con la poesía de  Teillier hacia la década de 1970: “[L]a poesía de Jorge Teillier atraviesa por una  temporada en el infierno en las décadas de 1970 y del 1980, que resquebraja y  pone en tela de juicio los ejes centrales de la poética teillieriana, especialmente  la búsqueda del paraíso perdido, el retorno a la infancia y a la aldea. A partir de  Para un pueblo fantasma y, sobre todo, en Cartas para reinas de otras  primaveras tambalean los cimientos del mundo teillieriano” (Candia-Cáceres,  2009-2010: 133).
        Pensamos que ese cisma ocurre antes, en Crónica del forastero; y que,  como indica Binns, ya estaba latente desde el primer poemario. Los primeros  versos del poema “Otoño secreto”, que de modo efectivo abren el volumen  Para ángeles y gorriones, son elocuentes al respecto: “Cuando las amadas  palabras cotidianas/ pierden su sentido/ y no se puede nombrar ni el pan/ ni el  agua, ni la ventana/ y ha sido falso todo diálogo que no sea/ con nuestra  desolada imagen…” (Teillier, 1956: 9). El elemento autorreflexivo es revelador  –“la poesía es lo distinto al lenguaje convencional” (Teillier, 1969: 13),  reconocerá el mismo autor, en una zona menos atendida de dicho ensayo–, es  decir; la imposibilidad de que las palabras en el poema alcancen una efectiva  dimensión referencial, de poder “nombrar” el mundo, y sólo consigan un  movimiento elíptico, recursivo sobre el propio poema y el poeta –de ahí el verso del diálogo con la “desolada imagen”. Precisamente serán estos los  elementos agudizados en los libros posteriores, hasta llegar a momentos donde  incluso lo lárico, y la posibilidad de nombrarlo, se volverá evanescente.  
        
          Lo lárico: la emergencia de un fantasma 
        Desde 1956 hasta 1997 (y más allá) es tanta la revisitación que Teillier hace de  sus motivos –lo que varios críticos han aglutinado bajo el rótulo de “paraíso  perdido”[3]–, que a partir de la década de 1970 lo que aparece en volúmenes  como Crónica del forastero (1968), Para un pueblo fantasma (1978), Cartas  para reinas de otras primaveras (1985) y El molino y la higuera (1993)  corresponde a la figura de un fantasma.
         Por supuesto, esta idea del fantasma, en tanto residuo que deja la  circulación constante de elementos que pasan y vuelven a pasar por un mismo  sitio, provocando la producción de mensajes reiterativos (como las imágenes de  lo lárico en Teillier), es un préstamo que tomo de la teoría de Jacques Lacan.  Dice Lacan que, en un sujeto, la insistencia de una demanda, manifestada en  actos verbales o no verbales, se produce debido a que su pulsión está orientada  hacia un objeto que “no consigue”, y que sólo puede “rodear”. Se trata de una  tendencia poderosa, ingobernable, por lo tanto, presencia de Otro que actúa, que  dice y hace síntoma contra la voluntad. En realidad, no satisface su deseo, sino  que la pulsión se satisface a sí misma. Como en el recorrido de la demanda al  objeto, la pulsión pasa y vuelve a pasar. Se genera, entonces, un fantasma,  simbolizado con el matema $ ◊ a, donde $ es el sujeto condicionado por la  autoridad del lenguaje (significante); ◊ indica una implicación recíproca de los  términos; y a, “autre” en francés, es el “objeto-otro” u “objeto-a”, que en  posición inconsciente no se trataría sólo de un objeto en pos del cual se mueve el  sujeto conscientemente, sino aquello que el objeto representa. El fantasma es  importante porque enmarca la relación del sujeto con el mundo y, por lo tanto,  con lo que “realmente obtiene” al “creer obtener” el objeto[4].
        La voz poética ha cantado tanto en esos tonos, los de ese Sur de trenes,  pastizales, casas derruidas y montes de trigo en carretas; y la mano que escribe  ha pulido tanto el metal poético, que dicho metal empieza a revelar su  transparencia. Esa transparencia no es menos bella ni sugerente, pero a través  de ella pueden evidenciarse ya otros asuntos: los relacionados con la reflexión  metapoética. “Se me había olvidado”, puede leerse en un fragmento de “Cosas  vistas”, de Muerte y maravillas: “Una campanada = pasajeros del norte./ Dos  campanadas = pasajeros del sur./ Tres = carga del norte,/ cuatro = carga del  sur./ Esto lo aprendí una vez en un lugar cuyo nombre no importa/ donde ya  ninguna campana/ anuncia ningún tren” (1998: 102). Si los códigos del pasado  se han esfumado, si ya no importan; si las campanadas no anuncian ningún  tren pero están allí, en la memoria del poeta, como insistencia, entonces existe  algo, al menos, siniestro en la poesía de Teillier: una compulsión repetitiva,  fantasmática, como producto de retornar y retornar siempre a los mismos  registros para intentar rescatar, inútilmente, las mismas imágenes.
        Si Teillier verdaderamente alcanzara a apropiarse, a través de las  palabras, de aquellos objetos que han quedado en el “paraíso perdido”, no  habría una vuelta y revuelta a los motivos; sus poemas insisten en esta  evocación precisamente porque revelan la imposibilidad de un final  satisfactorio en la acción de poetizar. Lo esencial en el poeta chileno no es tanto  este asunto de los motivos recurrentes, sino su lucidez para hacer consciente  aquello: “Cuando las amadas palabras cotidianas/ pierden su sentido/ y no se  puede nombrar ni el pan,/ ni el agua, ni la ventana…” (Teillier, 1956: 9). Se  lee, tempranamente, en su citado primer libro; y luego, de manera más  evidente, en “La Portadora”, de Poemas secretos (1965): “Pues bien sé yo que  el cuerpo no es sino una palabra más […]. Y nuestros días son palabras  pronunciadas por otros,/ palabras que esconden palabras más grandes”  (Teillier, 1998: 57). 
        Esto es lo que constituirá su ars poética, cuyo análisis detenido aparece en  el apartado final de este artículo, pero que adelanto sólo para señalar lo siguiente:  esa contraposición que plantea la tesis de Teillier de 1965 —el desarrollo de una  poesía surgida del “contacto del hombre con el mundo” y no de una “experiencia  meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía”— deviene, a  partir de la década de 1970, una continuidad: la insistencia obsesiva de ese contacto con el mundo es lo que, por continuidad, permite hacer surgir una  experiencia meramente literaria, manifestada en la dubitación de la enunciación  poética.  
        A comienzos de 1969, el poeta chileno publica, en la desaparecida  revista literaria Trilce, otro texto crítico: “Sobre el mundo donde  verdaderamente habito o la experiencia poética”. Allí puede leerse: “Sobre el  pupitre del liceo nacieron buena parte de los poemas que iban a integrar mi  primer libro Para ángeles y gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético  era el mismo donde también ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba  destruir para que se conserve” (Teillier, 1968-1969: 352). Esta reflexión es  importante porque logra contener dos asuntos fundamentales: primero, la  recuperación —o para ser más precisos, la reinvención— de un punto de vista  (el del infante o adolescente, que observa con novedad y transparencia el paisaje  que tiene delante y las sensaciones que éste le provoca); y segundo, la idea de  una autodestrucción, de un sabotaje a su propio lugar de enunciación. Teillier  no lleva a cabo de manera explícita esta empresa, pero sí deja sembrados en sus  poemas una serie de recursos que, sumados, provocarán el desvanecimiento de  esa óptica. 
        Éste es el punto: lo que de modo prístino aparecía reconocible, en tanto  lo lárico, en El cielo cae con las hojas (1958) o El árbol de la memoria (1961), a  partir de Crónica del forastero, se transparenta para dejar entrever una de las  más logradas recurrencias de Teillier, vislumbrada como una bestia acechante  detrás de los ya conocidos olmos viejos y los ríos cantarines de su poesía. El  fantasma lárico hace traslucir en la poesía de Teillier —siempre como un efecto  desplazado, sugerente, indicial— que algo se ha ido, irremediablemente, pero  que volverá en imágenes pálidas, apenas provechosas para poetizar: “[V]uelvo al  patio donde saludo a la nubecilla enviada/ por la última locomotora a vapor”  (Teillier, 1998: 72), señala el poema XV de Crónica del forastero; y “Cosas  vistas”, de Muerte y maravillas: “Aún se pueden ver en el barro/ las pequeñas  huellas del queltehue/ muerto esta mañana” (1998. 103). Ante la conciencia de  esta recursividad (de ese vapor, de esas diminutas huellas, de esa rueda de  molino que gira, incluso, contra la voluntad del individuo), la voz poética  propone una salida ilusoria: tratar de reconstruirse a partir del recuerdo de eso  que se fue, una casa secreta donde habitar. Detallemos esto: “Mi rostro quiere  recuperar la luz que lo iluminaba/ en el verano traído por la corriente del río”,  dice el poema I, de Crónica del forastero: “Frente al molino/ descargan los  sacos de una carreta triguera/ con los gestos de hace cien años” (1998: 61). Ahí  donde la mayoría de la crítica observa sólo una arista más del tópico del  “paraíso perdido” y del poder de la “nostalgia” en tanto fuerza evocadora, la  lectura que aquí propongo es que en estas repeticiones hay una demanda donde  se ocultan preocupaciones nucleares. La más importante obedece a una suerte  de revelación de la imposibilidad de todo comienzo provechoso, edificante,  incluso de la propia identidad, pues ha quedado encapsulada en rituales muy  marcados; y en tanto ritual, aquí el elemento de la reiteración es primordial. Lo  mismo sucede en otros poemas de este y otros volúmenes: “El mismo ciego de  la infancia sigue tocando su guitarra” (1998: 72); “[S]iempre llego por calles barrosas a las afueras/ donde los hijos de mis compañeros de curso/ juegan el mismo eterno partido de fútbol” (1998: 67); “Mañana será el mismo día que  mañana” (1998: 164), que aparecen “En cualquier lugar fuera del mundo” de  El molino y la higuera; “[V]olveré al pueblo donde siempre regreso/ como el  borracho a la taberna/ y el niño a cabalgar/ en el balancín roto” (1998: 86), en  “Cuando todos se vayan” de Muerte y maravillas, como un gran diorama  donde se reproducen gestos inútiles.
        Niall Binns, en su conocido libro La poesía de Jorge Teillier: la tragedia  de los lares (2001), determina un criterio para el poema “Edad de oro”, de  Muerte y maravillas, que puede extrapolarse a la totalidad de su corpus a partir  de los años 70[5]: “El poema termina con una visión bastante ambivalente de la  muerte o la no-vida, marcada por el aburrimiento y por una felicidad al menos  cuestionada [...] La Edad de Oro vislumbrada por el poeta no corresponde a un  futuro mejor, sino simplemente a una prolongación gris, trasladada al más allá,  de la vida cotidiana del pueblo” (Binns, 2001: 55). La imagen de  “prolongación gris” es acertada: Teillier parece saber que esos rituales no  renuevan gran cosa, sino que están allí como un bucle que, en cada vuelta (de  los caballos en la trilla, del ciclo de las estaciones o del molino, otra vez), genera  una existencia sofocante, encerrada en lo circular, donde el sujeto que observa y  poetiza, que se sensibiliza y escribe, puede tener solamente una vaga esperanza  de modificación. Los versos: “Los gallos me despiertan/ y sus cantos/ prometen  ayudarme a alzar la casa” (Teillier, 1998: 62), de Crónica del forastero; o bien  estos, del poema “Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal”,  incluido en Para un pueblo fantasma —“Si el futuro pudiera extenderse  pulcramente/ como mi madre extiende las sábanas de mi cama” (1998: 126)—  así lo evidencian. La ayuda de la naturaleza y del recuerdo, es decir, el canto de  los gallos y la madre haciendo la cama deshecha, como el punto de inicio de  otro ciclo vital, no concretizan, en realidad, el anhelo de “alzar la casa” o  construir un fehaciente refugio desde el cual “hacer” poesía, sino que sólo  llevan a cabo la perlocución de una “promesa”, un acto comunicativo basado  en un frágil compromiso que se contrae para un futuro que se desea vivir como  pasado. De ahí que, a pesar del recuerdo, en los versos de “Notas sobre el  último viaje…” se emplee el verbo “extender” en presente. Al menos, así se  materializa en la voz poética, quien se apropia del automatismo del canto de los  gallos y de los gestos mañaneros de su madre, sin que estos hayan tenido la  intención expresa de edificar nada. Esto se muestra, incluso, en aquello que  Teillier logra percibir como puro presente, y que se volverá material inevitable  para el retorno nostálgico: “Veo pasar un rostro desconocido/ en el canal que  corre frente a la casa./ Ese rostro/ será mi rostro un día” (1998: 63). 
        En segundo lugar, se evidencia el contraste agudo, doloroso, de los  ciclos vitales de la naturaleza con aquellos de la vida humana, lo cual no hace  más que acentuar su devenir hacia la desaparición o la muerte. Versos como:  “Los yuyos derrochan su oro al viento” (1998: 64); o “vuelo blanco/ de una  mariposa que muere/ entre habas nuevas” (1998: 71), donde la evanescencia de  un elemento dará lugar a la aparición concreta de otro (las semillas de los yuyos inseminarán la tierra; la mariposa muerta favorecerá la plantación de habas), se  confrontan con otros, propiamente enfocados en el hombre, como: “Surge un  primo muerto, jinete en un tordillo” (1998: 63); “El abandono silba llamando  a sus amigos” (1998. 84); “Saludo a los amigos muertos de cirrosis” (1998:  115); “Está más joven la muchacha que amanece sonriendo/ frente al canto del  canario cada vez más joven./ […] Sólo yo he envejecido” (1998: 141). En estos,  y otros muchos ejemplos, se evidencia la tesis anteriormente planteada que  aquello que se ha ido no retorna más que como evocación, para alimentar una  peligrosa e inestable “secreta casa de la noche”. Tomamos así prestada la  imagen de uno de sus más célebres poemas. Tal vez el caso más concreto de  cancelación del presente para habitar en una sofocante vivienda del pasado se  visibilice en el poema “Cuando todos se vayan”, incluido en Muerte y  maravillas: “[C]aminaré sin prisa por las calles/ invadidas de malezas/ mirando  los palomares/ que se vienen abajo,/ hasta llegar a mi casa/ donde me encerraré  a escuchar/ discos de un cantante de 1930/ sin cuidarme jamás de mirar/ los  caminos infinitos/ trazados por los cohetes en el espacio” (1998: 86. Las  cursivas son mías).
        
            Construcción y destrucción de la “secreta casa”
         Si, como se ha mostrado, la vida cotidiana se percibe como una reiteración  sincopada de imágenes del paisaje del pasado, casi siempre de la infancia y la  adolescencia, filtradas por la óptica del presente; habría que empezar a leer lo  lárico, entonces, no como un lugar amable, ni para el poeta ni para el lector,  sino, en el mejor de los casos, como un territorio constituido desde la fantasía,  donde más que “mito” hay “mitomanía”, y donde el notable efecto estético está  en que, más que alivio, lo que provocan estas imágenes es dolor. “Días tras  días/ en los charcos verticales/ de los espejos de los bares/ se va perdiendo tu  cara/ esa hoja caída de un árbol condenado” (1998: 111), puede leerse en el  fragmento 17 de “Cosas vistas”, poema incluido en el volumen Para un pueblo  fantasma. Aquí se hace confluir en un solo texto la relación asimétrica entre la  renovación constante y perenne de la naturaleza, la hoja caída en otoño que, de  todos modos, en primavera retornará; con la cara de una persona —que  suponemos la propia, pero en alteridad por el reflejo del espejo— borrosa por  el tiempo y el alcohol[6].
        “Ninguna ciudad es más grande que mis sueños” (1998: 72), se lee en  el poema XV de Crónica del forastero. En continuidad con este, el poema XIX:  “Sabes que hay mundos más reales que el mundo donde vives” (1998: 79).  Asimismo, en “Un hombre solo en una casa sola”, de El molino y la higuera, se  subraya: “Un hombre solo en una casa sola […]/ No tiene deseos de encender  el fuego/ Y no quiere oír más la palabra Futuro” (1998: 155); y en “A un niño  en un árbol”, de Muerte y maravillas: “Eres el único habitante/ de una isla que  sólo tú conoces” (1998: 89), como forma anhelada de protección contra un  mundo marcado por el hecho de que la materia, al igual que los hombres, se  corrompe. En algunos poemas, este gesto de edificación de la casa, esto es, el  refugio, el deseo de quietud para modelar un mundo dentro del mundo, pero  donde primen la amabilidad y hasta la puerilidad, deja de ser egoísta y se  traslada a figuras como: el abuelo en Poema II de Crónica del forastero, “El  abuelo grita que cierren la puerta/ y en la galería bebe su blanco vaso de  aguardiente” (1998: 63); el padre en “Retrato de mi padre, militante  comunista” de Muerte y maravillas, “Porque su esperanza ha sido hermosa/  como ciruelos florecidos para siempre/ a orillas de un camino,/ pido que llegue  a vivir en el tiempo/ que siempre ha esperado,/ cuando las calles cambien de  nombre/ y se llamen Luis Emilio Recabarren o Elías Lafferte/ (a quien conoció  una lluviosa mañana de 1931 en Temuco,/ cuando al Partido sólo entraban los  héroes” (1998: 99-100); y hasta el nieto en “A Darío, mi nieto que aún no sabe  leer” de Hotel nube, “Vuelve a Lautaro/ A la casa de madera de los  antepasados/ Al lado de la línea férrea/ Remarás en el Cautín aún no  contaminado/ Son los deseos de quien no teme repetirse” (1997: 42]). Es aquí  donde puede verse la única comunión deliberada que el poeta intenta generar  con su comunidad. Como ya se ha señalado en la notas, para Ana Traverso la  idea del paraíso perdido era “una metáfora que da cuenta de una actividad  poética basada en la memoria testimonial que busca mantener a los miembros  de su comunidad en relación con su pasado histórico y su tradición cultural”  (1998: 254). Creo que, de existir una intención comunitaria, no aparece ésta en  la testificación de un pasado personal (mito familiar) ni tampoco global (mito  histórico), sino en el anhelo —cada quien a su modo y al dictado de sus  intereses— de esta edificación de la “secreta casa de la noche”.
        No obstante, en los momentos más amargos, hay una suerte de  autosabotaje, o autoembargo, de la misma intención de edificarse “la secreta  casa”, donde Teillier es consciente no sólo de la fragilidad del gesto poético,  sino de su inutilidad. Así, se aconseja a sí mismo, casi con el tono de sentencia  de un tópico latino: “Recuerda que tu casa puede desvanecerse como el/ oleaje  rojizo de los ciruelos” (1998: 74); o bien, en el citado poema “A un niño en un  árbol”, remata la última estrofa diciendo: “Hay que volver a la tierra./ Tu perro  viene a saltos a encontrarte./ Tu isla se hunde en el mar de la noche” (1998: 9),  dando a entender que el hechizo de la isla se ha roto irremediablemente. De  manera aún más desesperada da cuenta de este hecho, la evaporación del cobijo  de la poesía, la aparición, detrás de lo fantasmático, de la desaparición misma del sujeto que escribe, en “Sin señal de vida”, poema de Cartas para reinas de  otras primaveras; donde pone en entredicho sus propias mediaciones y  mecanismos de poetización (esencialmente, el gesto de recordar): “No sé si  recordarte/ es un acto de desesperación o elegancia/ en un mundo donde al fin/  el único sacramento ha llegado a ser el suicidio” (1998: 144. Cursivas en el  original).
        El poema III de Crónica del forastero resulta desgarrador, no sólo por el  contraste entre el ciclo vital de la naturaleza y el devenir inevitable, y no  renovador, de la vida humana, sino porque para el tema propuesto –la muerte  de una hermana por ahogamiento–, el poeta dispone de todos sus recursos de  lenguaje para armarse esta “secreta casa”, aunque sin éxito: “Te llevan al  cementerio/ a dejarle flores a la hermana./ Había que arreglar la tumba  familiar./ Restos de pequeños huesos chocaban con la pala./ Se sabe, sin  embargo, que la vida es eterna” (1998: 65). En este desdoblamiento dialógico,  donde el adulto que poetiza le habla al infante que no es capaz de comprender  más que a nivel sensorial la pérdida, se entiende, a la vez, la necesidad pero la  inutilidad del gesto: “Te hablo a ti, que has muerto./ Tú has muerto, tu perro  ha muerto ahogado./ Pero si cierras los ojos vendrá a encontrarte a orillas del  río […]” (1998: 64. Cursivas en el original). Tanto la promesa de vida eterna  como el sueño diurno de cerrar los ojos e imaginar un retorno anhelado no  serán suficiente consuelo para esta voz poética que constata lo inevitable. En el  mismo poema, otra estrofa refuerza esta idea: “Una anciana te dio una  lámpara./ Durante años has buscado su luz,/ para que te saluden las sombras de  otro tiempo” (1998: 64). Aunque se desee instalar al centro del mundo ese otro  mundo que, asegura Teillier, “verdaderamente habita” en tanto “experiencia  poética”, la vida adulta se alimenta de ese retorno a la infancia como fantasía,  no como posibilidad real[7]. Y esto es lo que aparece agazapado, como cosa  siniestra o das Ding, detrás de lo lárico. 
        
          Red de araña: el ars poética teillieriana  
        Antes de terminar, hay un asunto importante que marcar como punto de  llegada del devenir teillieriano. Ya hemos visto que en la poesía que escribe  Teillier a partir de los 70 se descubre, debajo de este armazón bucólico, que la  actividad y el movimiento son virtudes del pasado; el presente está quieto,  ayudando a la contemplación de escenas que quizás tienen lugar en el minuto  de la enunciación, pero que sólo ayudan al visible efecto retroprogresivo de sus  poemas: se visualizan para dimanar el recuerdo, ponerlo en “presencia” e  intentar extraer de allí algún significado. De forma meridiana, uno de los más  relevantes significados que se derivan de este movimiento de “retrospectivarecuperacion-reflexión” es una preocupación por el mismo quehacer literario. 
        Repitamos algunos puntos relevantes: se ha mostrado que en la obra de  Jorge Teillier algo se ha ido, irremediablemente. La apuesta del lenguaje  poético es la de recuperar eso que se ha evaporado en las vueltas y vueltas del  tiempo. Pero incluso en el mejor de los casos, en los poemas más logrados, el  poeta parece estar consciente de que esa apuesta es frágil. Una de las imágenes  recurrentes, muy explícitas, que aparecen para encuadrar tal descubrimiento es  la de la “red de araña”. Jaime Valdivieso era consciente de este asunto cuando  en un ensayo de 1997 anotaba que en Teillier: “Una realidad que se sustituye  por la memoria y la fantasía para hacerla más respirable, es el campo de batalla  de este poeta que ha construido con la espontaneidad con que la araña fabrica  su telar, un mundo que desde el primero al último libro se desarrolla  orgánicamente, de dentro hacia fuera” (1997: 30. Las cursivas son mías). Sin  embargo, el tejido arácnido en poemas como “Cuando todos se vayan” y  “Cosas vistas” no funciona sólo como un motivo más del paisaje sureño  codiciado, sino como una exposición de su propia arte poética. 
        “Una locomotora de lata/ abandonada en la basura./ Una araña teje en  ella su red/ y sólo atrapa una gota de rocío” (Teillier, 1998: 112), se lee en Para  un pueblo fantasma. Asimismo, en Muerte y maravillas, el poeta indica que  caminará sin prisas por las calles de su pueblo, “[c]omo una araña que recorre/  los mismos hilos de su red” (1998: 86). Estos ejemplos permiten pensar en dos  preocupaciones muy lúcidas de Teillier como orfebre del lenguaje. Primero, la  red de significantes lingüísticos se disponen como una trampa de araña, con  toda intención, con el fin de capturar algún nutriente: los insectos que le  permitirán comer, en el caso de la araña; y los recuerdos rurales capaces de poner  en suspenso el mundo contemporáneo del vértigo urbano, en el caso del poeta. A  la vez, es también consciente de que los aciertos son pocos, y la mayoría de las  veces lo que ha caído en la trampa es un contenido acuoso, pesado, que hará que  todo el trabajo primoroso termine cediendo[8]. En segundo lugar, frente a estas  posibilidades, al poeta —a cualquier escritor, en suma— sólo le queda, como al  arácnido, repasar una y otra vez los hilos de su red, con dos propósitos: uno  manifiesto como reforzar la red lingüística, la propia arte poética en caso de que,  por fortuna, caiga el tema o el recuerdo; y otro secreto, a saber, la recursividad  anteriormente analizada, de pasar y repasar por las mismas imágenes, provocando  con ello el fantasma.
        Consciente de ello, Teillier expone en dos registros paradójicos este  quehacer literario: como esperanza de que la poesía sea capaz de constituir un  universo, lingüístico y material, dentro del mismo mundo; y como “inutilidad”  de ese gesto. En el primer caso, se agrupan esos poemas que abandonan por un  momento el canto a la aldea para hablar de los poetas mismos (“Aparición de  Teófilo Cid”; “A George Trakl (1887-194)”; “Para Antonio Machado al leer de  nuevo sus poemas”, etcétera). Bisama acierta al señalar que “[h]ay algo nórdico  en Teillier (no en vano era fanático de Trakl y Rilke), pero también se aprecia el uso de la nostalgia como un modo de la utopía” (Bisama, 2008: 141). Esa  inclinación a cierto tipo de poesía, que le parece que vigoriza el mundo al  nombrar lo que hay en él, como si se tratara de un conjuro, lo hace alabar no  sólo a los alemanes, sino también a Machado, a Teofilo Cid, a Rimbaud y a  René-Guy Cadou, por ejemplo. Sobre este último hay un poema, en Muerte y  maravillas, donde Teillier va más allá de sus motivos y modos de enunciación  habituales, e ingresa en una suerte de imperativo poético. Al comienzo de “El  poeta de este mundo”, parece asociar la poesía de Cadou a la suya: “Y los  poemas se encendían como girasoles/ nacidos de tu corazón profundo y  secreto/ rescatados de la nostalgia,/ la única realidad” (Teillier, 1998: 93). No  obstante, luego, la admiración lo lleva a un distanciamiento que le permite  mostrar la hondura de la palabra poética cuando se siente que, verdaderamente,  ésta se ha conseguido. De esta manera desbroza tanto el gastado lenguaje  cotidiano como las balandronadas de otros poetas: “Sabías […] que la poesía no  se pregona en las plazas ni se va a vender a/ los mercados a la moda,/ que no se  escribe con saliva, con bencina, con muecas,/ ni el pobre humor de los que  quieren llamar la atención/ con bromas de payasos pretenciosos/ y que de nada  sirven/ los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada/ que decir./  La poesía/ es un respirar en paz/ para que los demás respiren” (1998: 93).
        Emerge en este poema una esperanza de que la poesía sea, como señala  él mismo, “usual como el cielo que nos desborda”, o “[como] una moneda  cotidiana/ y debe estar sobre todas las mesas” (1998: 93. Las cursivas son mías).  Pero éste es un rasgo que Teillier ve, en tanto lector hechizado, en el trabajo de  los poetas admirados; en su propio trabajo —y aquí la paradoja fecunda—no  está tan seguro de ello, abriendo el camino al segundo de los registros: el de la  inutilidad del poetizar. Otro modo de decirlo: como lector, evidencia la  estatura gigantesca de Trakl o Cadou y se siente confiado en su labor, pero  como escritor se da cuenta de su —aparente— pequeñez y de la imposibilidad  de que aquel habitar poético constante sea desbaratado por la realidad del  mundo. Hay momentos muy amargos, donde Teillier termina diciendo cosas  como: “Ya no reconozco mi casa./ En ella caen luces de estrellas en ruinas”  (1998: 87) en “Los conjuros” de Muerte y maravillas; o “Y ahora/ voy a pedir  otro jarrito de chicha con naranja/ y tú/ mejor enciérrate en un convento./ Estoy  leyendo El Grito de Guerra del Ejército de Salvación./ Dicen que la sífilis de  nuevo/ será incurable/ y que nuestros hijos pueden soñar en ser economistas o  dictadores” en “Sin señal de vida” de Cartas para reinas de otras primaveras  (1998: 145-146). En el más agrio de los casos, se llega incluso al sarcasmo, como  en “Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal” de Para un pueblo  fantasma:[9] “Me cuesta creer en la magia de los versos./ Leo novelas policiales,/ revistas deportivas, cuentos de terror” (1998: 126). Más que constituir una  contradicción, estas polaridades dan cuenta de un pensamiento heurístico,  propio de la poesía: un vaivén en el que fluctúa lo lárico superficial y, a la vez, la  honda y poco explorada reflexión de Teillier sobre las posibilidades del decir  poético.
        En conclusión, en este ensayo he querido mostrar que en la poesía de  Jorge Teillier, penetrando la superficie somera de lo lárico, tanto tiempo  sostenido como lo más distintivo de su producción por la crítica especializada,  se revela la figura de un fantasma, en tanto recurso innovador y complejo en lo  referencial, pero también autorreflexivo, ya que le permite revisar los propios  hilos de su propuesta como poeta. Teillier es un poeta imprescindible, pero no  por amable ni candoroso. Justamente la intermitencia del fantasma, su  movimiento de aparición-desaparición, es lo que vuelve inquietante su poesía  cuando se lee provechosamente en esta clave. En esa obsesión recursiva hay un  intento por hacer permanecer algún residuo, algo que en cada vuelta de tiempo,  en cada lectura de antes, de ahora y del porvenir, el lector sea capaz de ver. Sobre  los hilos de la red de araña se encontrarían estas imágenes concretizadas, de  ascendencia bucólica, que tanto distingue la crítica. En los hilos, en cambio –es  decir, en la fase de reflexión previa; en los momentos genotextuales, al decir del  semanálisis–[10], hay una altísima conciencia de los problemas de la enunciación:  una meta-poesía que espera ser descubierta cuando llegue a leerla una crítica  literaria dotada de otras armas. Adelanto aquí que lo que aparece, en tanto  latencia, es una lengua nueva para el “querer-decir”, constituida por registros  personalísimos y cuya fuerza y turbación están, por ejemplo, en haber trufado el  castellano colonizante con palabras en mapudungún, la lengua avasallada de los  mapuches, que emerge pidiendo y ajustando su presencia: “las pequeñas huellas  del queltehue” (1998: 103); “en planicies barridas por el puelche” (1998: 99);  “Hemos/ hecho la cimarra para buscar digüeñes” (1998: 70). Incluso, puede  evidenciarse en algunos poemas, por desplazamiento metonímico, debido a que  dichos nombres no tienen, justamente, la resonancia estética de Pailahueque o  Pitrufquén: “Empiezas a conocer los pueblos de la Frontera./ Tienen nombres que en la lengua de la Tierra/ quieren decir: ‘Guanaco echado’, ‘Río de brujos’,  ‘Lugar de cenizas’” (1998: 66)[11].
        El citado poema de admiración a Cadou acaba señalando: “[Y] el poeta  derribado/ es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque” (1998: 94).  Creo que la crítica apenas si ha dado un paso en el umbral de ese bosque, y  debajo de la pretenciosa visión de lo lárico aún hay mucho por decir del aporte  fundamental de Teillier para la poesía chilena y latinoamericana  contemporánea.
         
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        NOTAS
         [1] En La formación del espíritu científico, Bachelard explicaba el “concepto-esponja”, en tanto  obstáculo epistemológico, como “una explicación verbal por referencia a un sustantivo cargado  de epítetos, sustituto de una sustancia rica en poderes. Aquí, tomaremos la pobre palabra  esponja y veremos que permite expresar los fenómenos más variados. Esos fenómenos se  expresan: se cree entonces explicarlos. Se les reconoce: se cree entonces conocerlos. Sin embargo en los fenómenos designados por la palabra esponja, el espíritu no es la víctima de una potencia  sustancial. La función de la esponja es de una evidencia tan clara y distinta que ni se siente la  necesidad de explicarla […]. Seducen a la razón. Son imágenes particulares y lejanas que  insensiblemente se convierten en esquemas generales. Un psicoanálisis del conocimiento  objetivo debe pues aplicarse a decolorar, sino a borrar, estas imágenes ingenuas. Cuando la  abstracción haya pasado por ahí, ya habrá tiempo para ilustrar los esquemas racionales”  (Bachelard, 1998: 87-93). 
          [2] Esta problemática —la lectura de Teillier “sólo” desde su propia definición de lo lárico, ya  mostrada al inicio de este trabajo— ha sido reconocida, puntualmente, por Claudio Guerrero  Valenzuela (2012): “La recepción crítica de la obra teillieriana también ha presentado otro  problema que quisiéramos destacar. Muchas lecturas de su obra, si bien resultan acertadas en varios aspectos, se detienen excesivamente en las declaraciones ensayísticas del autor, partiendo de  ellas, es decir, utilizando estos arrestos explicativos como argumentos y a los poemas como  pruebas. De esta forma, la tarea crítica consistiría en determinar cuán fiel o cuán alejado a sus  principios ha estado el poeta. Así, el lector especializado ajusta su horizonte de expectativas en  relación a esas premisas para solazarse en el descubrimiento de que lo esperado se ha cumplido, o  para poner en evidencia la ‘traición’ del autor” (Guerrero Valenzuela, 2012: 99-100).
        [3] Ana Traverso, por ejemplo, menciona que: “Cuando Teillier habla del ‘paraíso perdido’ no  está pensando en el regreso al pasado comunitario de sus ancestros, ni en la reconstitución de  un ‘tiempo verdadero’ (o mítico) de la realidad histórica […] ni en el advenimiento de la  ‘utopía socialista’. Creo que se trata de una metáfora que da cuenta de una actividad poética  basada en la memoria testimonial que busca mantener a los miembros de su comunidad en  relación con su pasado histórico y su tradición cultural’ (Traverso, 2004: 254). Por otra parte,  Alexis Candia señala que: “Teillier sitúa el paraíso perdido, por lo demás, como pilar de su  lírica en distintos poemas y manifiestos […] Además, algunos aspectos centrales de su poesía  giran en torno a la búsqueda del edén. De esta forma, actúa el retorno a la niñez […] A lo  anterior, se suma la vuelta al paisaje [y] [b]ajo esta línea se pueden situar otros elementos clave  de su poética, tales como la memoria, la nostalgia y el realismo secreto que, a todas luces,  propenden a recobrar la edad dorada de la humanidad” (Candia-Cáceres, 2007: 59). 
       [4] Ese encuadre que proporciona el fantasma, tras haber surgido debido al pase y repase de la  pulsión, es explicado de esta manera por Jacques Lacan: “El deseo se esboza en el margen donde  la demanda se desgarra de la necesidad [besoin]: margen que es el que la demanda, cuyo  llamado no puede ser incondicional sino dirigido al Otro, abre bajo la forma de la falla posible  que puede aportarle la necesidad [besoin], por no tener satisfacción universal (lo que suele  llamarse: angustia). Margen que, por más lineal que sea, deja aparecer su vértigo, por poco que  no esté recubierto por el pisoteo de elefante del capricho del Otro. Es ese capricho sin embargo  el que introduce el fantasma [fantôme] de la Omnipotencia no del sujeto, sino del Otro donde se instala su demanda” (Lacan, 2011: 744). En “El obsesivo y su deseo”, Lacan señala: “¿Cómo  podemos articular las funciones imaginarias esenciales, predominantes, de la que todo el  mundo habla, que están en el corazón de la experiencia analítica, las del fantasma, en el punto  donde nos encontramos? Creo que ahí, en ($ ◊ a), el esquema que aquí presentamos nos abre la  posibilidad de situar y articular la función del fantasma […] La relación con la imagen del otro,  i(a), se sitúa en una experiencia integrada en el circuito primitivo de la demanda, en el cual el  sujeto se dirige en primer lugar al Otro para la satisfacción de sus necesidades. Es, pues, en  algún lugar de este circuito donde se produce la acomodación transitivista, el efecto de  prestancia que pone al sujeto en una determinada relación con su semejante como tal. La  relación de la imagen se encuentra así en el nivel de las experiencias e incluso del tiempo en que  el sujeto entra en el juego de la palabra, en el límite del paso del estado infans al estado  hablante. Una vez establecido esto, diremos que en el otro campo, allí donde buscamos las vías  de la realización del deseo del sujeto mediante el acceso al deseo del Otro, la función del  fantasma se sitúa en un punto homólogo, es decir en ($ ◊ a). el fantasma lo definiremos, si les  parece, como lo imaginario capturado en cierto uso del significante” (Lacan, 2010: 416-417). 
        [5] El final del poema, al que alude Binns, es éste: “Todos nos reuniremos/bajo la solemne y  aburrida mirada de personas que nunca han existido,/ y nos saludaremos sonriendo apenas/  pues todavía creeremos estar vivos” (Teillier, 1998: 90).
        [6] A pesar de que el tópico de la bebida es recurrente en Teillier —independiente de su  alcoholismo, reconocido en entrevistas como la sostenida en 1995 con Cristián Warnken, en el  desaparecido canal ARTV, y evidenciado en libros como Confieso que he bebido. Y otras  crónicas del buen comer (México: FCE, 2011)— aún no existe un estudio contundente en  torno a la forma en que el alcohol opera como motivo en su poética e, incluso, en términos  formales, sobre el modo de construir sintácticamente sus versos y hasta de puntuarlos. Aunque  su desarrollo excedería los propósitos de este ensayo, podemos adelantar, aquí, una propuesta:  la alusión a la bebida es tan reiterada en su poesía como los trenes, los molinos, los bosques, las  carretas repletas de trigo y el río que trae noticias; de esta manera, creemos que ese paso y  traspaso por el mismo tema va dejando como producto, también, un fantasma de evocación  poética, que ayuda a blindar y volver más hechizante la «secreta casa» donde se refugia pero,  como hemos visto, donde no acaba por encontrar tampoco alivio alguno. El poema de Muerte  y maravillas que dice: «Yo me invito a entrar/ en la casa del vino/ cuyas puertas siempre  abiertas/ no sirven para salir» (Teillier, 1998: 101), es elocuente al respecto; al igual que «Pequeña confesión», incluido en Para un pueblo fantasma: «“Es mejor morir de vino que de  tedio”/ Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas./ Da lo mismo que las amadas vayan de  mano en mano/ Cuando se gastan los codos en los mesones» (1998: 122).
       [7] Binns lo explica de la siguiente manera: “El desafío lárico a los embates de la sociedad  incrédula, rendida a la seducción de los medios de comunicación masiva, pierde ímpetu a la par  que crece una sensación de impotencia en el hablante, quien se da cuenta de que la edad de oro  —tan añorada como anhelada— es, en efecto, una quimera y de que la vuelta a la infancia se  hace cada vez más inverosímil” (Binns, 2001: 139-140).
        [8] Casi la misma imagen de pesadez y derrumbamiento del esfuerzo poético es la que aparece en  el poema “Relatos”, de Muerte y maravillas: “Busquemos grosellas junto al cerco/ cuyos  hombros abruman los cerezos silvestres” (83). Sustituyendo aquí la red de araña por un cerco  que, por prosopopeya, tiene la atribución de los hombros de una persona y la gota de rocío por  los cerezos que, por su condición de silvestres, tienen la particularidad de crecer sin patrón fijo.
        [9] Es algo que también Candia-Cáceres ha notado. En su artículo del 2009 afirma que, si bien la  obra de Teillier puede leerse como una totalidad, hay un quiebre en los años 70, aunque el  ensayista no esgrime las razones de esa crisis a un asunto de reflexión metapoético, sino que  arriesga a realizar mitocrítica: “Aunque la cohesión de la obra poética de Teillier permite  afirmar que nos encontramos frente a un solo libro publicado de forma fragmentaria, es  necesario subrayar el oscurantismo que atraviesa su poesía en las décadas de 1970 y del 1980,  en especial, en Para un pueblo fantasma y Cartas para reinas de otras primaveras.  Principalmente, debido a la compleja coyuntura personal y a los nefastos efectos del golpe de  estado sobre el poeta, sobre todo, en lo relativo al exilio de su familia y a la pérdida del hogar infantil. La crisis teillieriana se refleja en el resquebrajamiento de las directrices centrales de su  obra, tales como la búsqueda del paraíso perdido, el retorno a la aldea y a la infancia. Además,  en el cambio de tono de su obra, que se hace mucho más amarga y doliente e incorpora  intensamente la ironía como medio para sobreponerse a una realidad apremiante. Pese a la  dureza de este período, es necesario destacar que Teillier mantuvo la fe en sus propuestas  centrales” (Candia-Cáceres, 2009-2010: 145). 
        [10] Según la definición de Bajtín: “[E]l genotexto es el significante infinito que no podría ‘ser’ un  ‘esto’, porque no es un singular; se designaría mejor como ‘los significantes’ plurales y  diferenciados hasta el infinito, con respecto a los cuales el significante presente, el significante  de la-fórmula-presente-del sujeto-dicho no es más que un límite, un lugar, una accidencia (es  decir, un acercamiento, una aproximación que se añade a los significantes abandonando su  posición)” (Bajtín, 1975: 283). Julia Kristeva se apropia tal noción, provechosamente, para  decir que: “El genotexto sería una fase (teóricamente reconstruida) del funcionamiento del  lenguaje poético en la que interviene lo que llamaremos una significancia: la infinita generación  sintáctica y/o semántica de lo que se presentará como feno-texto (un determinado texto de  Mallarmé, por ejemplo), generación por aplicación de elementos diferenciados o marcados  (sintácticos y/o semánticos), generación irreductible de la estructura engendrada, productividad  sin producto” (Kristeva, 1976: 283-284). 
        [11] Aunque el análisis se lleva a cabo más en términos contenidistas que gramaticales, Juan  Manuel Fierro Bustos explora esta veta en la poesía de Teillier en su ensayo “El tema mapuche  en la poesía de Jorge Teillier: La interculturalidad de la nostalgia” (1998), en tanto  reivindicación de la etnia originaria. No obstante, Teillier parece cuidarse de la candidez de  todo purismo, y casi previendo este tipo de lecturas, arremete en su propia obra con versos  como: “A los mapuches les gustan las canciones mexicanas/ del Wurlitzer de la única Fuente de  Soda./ Las escuchan sentados en la cuneta de la Calle/ Principal./ Van a la vendimia en  Argentina y vuelven con terno/ azul y transistores” (Teillier, 1998: 127), asumiendo como  inevitable la disolución de la “secreta casa de la noche” en pos del vertiginoso avance de la urbe  y el cosmopolitismo.
         
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