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Jorge Teillier
el eterno retorno a sí mismo

Por Jessica Atal
Revista La panera, N°31, septiembre de 2012


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Jorge Teillier (1935 - 1996) murió buscando su hogar. Intentando regresar a él. Lo perdió un millón de veces. En cada uno de sus versos. De ahí su melancolía, su crisis expresiva. Su constante crisis expresiva. Desde la pérdida y lo perdido en un pasado remoto, original: “Yo no sé cuál es tu hogar/ pero sé que has perdido tu hogar”, escribe en uno de sus últimos poemas, triste y desvalido. Y en otro, angustioso y terminante: “He perdido el amor a la sombra y al misterio/ Los astros son testigos que perderé hasta la pena”.

Enrique Lihn (1929-1988) habló de la distancia desde la cual escribía Teillier. La distancia que existía entre él, como sujeto y poeta, y el objeto del que hablaba. Esa distancia fue, por cierto, insalvable. Teillier –con su alma neorromántica– se desvivió por volver a un punto originario y mítico. La infancia y el pueblo y el bosque y la casa. Pero la empresa resultó titánica, imposible. Lo mítico se fue cargando de una nostalgia abrumadora que finalmente lo condenaría: “Y tú empiezas a sentarte delante de páginas en blanco/ condenado a perseguir palabras”. Lihn se refiere a una suerte de “cansancio”, a un “agotamiento” del poeta respecto a lo “evocado”. No reconstruye una realidad idealizada (porque no es lo que busca y, es más, Teillier habla de una infancia en donde no está ausente el mal, de una “edad de oro” que no es más que la muerte), y el poeta termina moviéndose entre fantasmas en una suerte de sueño confuso, irreal, a veces macabro.

Es verdad. Teillier escribió muchos libros (nueve, y diez con el que se publicara post mortem), los que, como él dijo, pueden leerse como uno solo. El mundo poético que habitó fue siempre el mismo. No demasiado original, no demasiado elevado, pero sí muy arraigado en su tierra. Teillier fue y es querido por su pueblo porque fue un ser marginal que, a través de los elementos más básicos y cotidianos, escribió lo que le dictaba su yo profundo y verdadero. No fue un poeta pretencioso ni buscó ser más que una chimenea, un vaso de vino, un árbol o una rama. Su sentido de la naturaleza era de un respeto admirable, sagrado: “Si alguna vez/ mi voz deja de escucharse/ piensen que el bosque habla por mí/ con su lenguaje de raíces”.

De Rainer Maria Rilke (1875- 1926) nos llega el término lárico, una vez que en una carta a un amigo el checo se refirió a los poetas como una especie de dioses (los lares romanos) que velan los espacios del hogar. La poesía del lar, tan única en Teillier, es aquella de ese espacio doméstico del origen, de la Frontera, ese pedazo del sur de Chile que por más de tres siglos hizo de frontera entre españoles y aborígenes. Allí nació, en Lautaro, y así hizo siempre poesía. Arrancada del recuerdo, de la memoria, de la imagen mítica de un niño y la lluvia y cielos y trenes, con la esperanza puesta en alcanzar aquel paraíso perdido. ¿Consciente o inconscientemente? Si bien hay una intención explícita de Teillier por recrear un universo mítico –aunque no ideal– hay un elemento sustancial –contradictoriamente doloroso– del cual no podía escapar y por eso llega “tal vez un día” a “destruir para que se conserve” su poesía, a sí mismo. Quiso establecer, afirmó, “que para mí lo importante en poesía no es el lado puramente estético, sino la poesía como creación del mito, de un espacio y tiempo que trasciendan lo cotidiano, utilizando lo cotidiano”. El presente, en este sentido, carece en la poesía de Teillier de pasión y de intensidad. Se mueve, más bien, en el espacio de una naturaleza muerta, “en la secreta casa de la noche”. Podríamos decir que algo le jugó en contra a Teillier. No logró conservar intacta la imagen mítica, sino que el pasado fue poco a poco deteriorándose y el poeta habitando espacios oscuros, dándose cuenta –brutalmente– de la imposibilidad del retorno, de su proyección hacia lo imposible.

¿Qué ocurre entonces? El desgano. Ese ritmo lento y declinante, como escribió allá por 1971 Ignacio Valente, cuando recién aparecía la antología «Muertes y Maravillas». No sé si Teillier murió sintiéndose un poeta de verdad. Dudó mucho de la trascendencia de su palabra. Dudó de aquella tarea autoimpuesta de poeta. Pero algo tuvo claro: él no escribía para vender nada. Como fin único tuvo el de salvar su alma. No escribió jamás para una causa política o social. Sólo supo hacer poesía desde su origen, desde las sombras de otro tiempo, desde un vago ruido que cotidianamente se manifestaba en su interior.


 

 

 

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Revista La panera, N°31, septiembre de 2012