Entramos por el sendero de floripondios, tras el pequeño puente de madera, después de haber abierto los portones de rasgos japoneses rodeados de buganvilias, obra de la pintora Cristina Wenke. Es una tarde primaveral de octubre en los dominios de La Quintrala. Al fondo, junto a la casa, se oye el torrente entre las higueras del que fuera un molino. El gato Pedro, administrador mayor del Ingenio, se lame indiferente las patas estirado sobre una silla forjada en metal. Es un gran poeta del espacio —me dice Teillier por lo bajo, tratando de que el felino no escuche.
Es un gato grande, blanco amarillento, de rasgos romanos en la frente y en las patas. Su cola se asemeja a una larga pluma. Esta semiciego, pero se siente en el aire su influjo sobre la camada felina de dieciséis integrantes a su cargo. Y sobre las personas. Nos adivina un instante con un guiño de nariz y luego continúa lamiéndose las patas bajo el sol.
Me gusta revelar mi paisaje interior —sigue Teillier, retomando el hilo de la conversación—. Mi poesía es la revelación del negativo que mi inconsciente tenía guardado, y ahí está la fotografía.
El Ingenio parece deshabitado a esta hora de la tarde. La siesta de las máquinas trilladoras convive con el deambular de los gansos entre los naranjos encendidos que recuerdan a Machado. Teillier, el mayor poeta de la maravilla de nuestra poesía —junto a Huidobro y La Mandragora— se acerca al arroyo y busca entre los helechos.
Se le ha perdido a un amigo ayer —me dice, indicándome una bufanda, colgada de la rama de una higuera—. Es que en las mañanas hace frío...Vamos al taller.
El Molino del Ingenio sorprende en un recodo del camino entre La Ligua y Cabildo. Un largo muro de adobes tras el cual se observa la fábrica de sombras y de frescura de centenarias palmas chilenas. Se piensa en el Cristo de Mayo, adivinando en la falda de los cerros la piedra de los tormentos de Catalina Lisperguer, muda en la inmensidad del valle que se cierra cada vez más hacia la precordillera.
Para mí el paisaje no es el paisaje real, sino más bien el imaginario. Vivo dentro de un paisaje, ahora, en un entorno bastante ideal, pero para mí es como inexistente. Existe el paisaje de la imaginación. Tal vez el paisaje de la memoria inmemorial... Este paisaje no me interesa, es un paisaje demasiado hecho ... Me gustan los pueblos chicos, las aldeas. Las aldeas sureñas... Es que no hay aldeas aquí. No, Cabildo es como un campamento minero y La Ligua es la calle San Diego mejorada... Vivir cerca de un río es muy importante para mí. Cerca del agua. Canceriano, como Chagall.
Sorprende luminosamente ir escuchando esa divagación a media voz, de silencios y sorpresas, de este poeta que hizo de la aldea intemporal del sur —su Lautaro natal— un paisaje de todos los regresos; una aldea del alma, al decir del pintor ruso. Sorprende también la preservación de ese entremundo de maravillas que en el tiempo fue casi abatido por una realidad de exilios y desapariciones. “Los Hombres de Fuerza son nuestra pesadilla / pero no me gustaría tener las pesadillas de los Hombres de Fuerza”, decía en un poema. Una realidad de ventas de tierras sagradas en su sur natal. Un poeta que no quiso estar al día en su homenaje al poder, como lo escribió algún día: “A mí me parece que la poesía no puede estar subordinada a ideología alguna, aun cuando el poeta como hombre y ciudadano (no quiero decir ciudadano elector, por supuesto) tiene derecho a elegir la lucha a la torre de marfil o de madera o de cemento. Ninguna poesía ha calmado el hambre o remediado una injusticia social, pero su belleza puede ayudar a sobrevivir contra todas las miserias”.
Teillier, un poeta entretejido con el arte de la sugerencia huidobriana, los diálogos del alba de Narihira, el sinsentido espejeante de Carroll, las oraciones indígenas y las visiones del loco de la aldea. Un poeta nacido de los libros de aventuras, como éstos que parecen dormir en el polvo del taller —la casa de madera—, entre postales pegadas en las paredes y la vieja máquina transcriptora de cuadernos, donde entramos, y en la cual un colibrí vuela y se golpea contra la ventana. Todo cerrado. La impresión de que ha entrado oculto en los bolsillos. Y hojas en libertad absoluta.
Ese es el problema —dice Jorge—. Los “countries” lo desordenan todo.
Pasa el tiempo. Hojeando, hablando de historia o poesía, del espíritu deportivo o del influjo de las plantas y de los animales sobre los hombres. Cae la tarde, y la observación recordada algún día por Cristina, se hace real. Chile es un país nocturno. El sol, al amanecer, cae dos horas después sobre los valles al elevarse sobre la cordillera. También se oculta dos horas antes al caer al mar. Teillier sigue hojeando en sus manos uno de sus libros predilectos, Le Grand Meaulnes de Alain Fournier en la popular edición francesa del livre de poche.
—Fournier fue muy importante para mí porque estuvo ligado a una historia de adolescencia— confiesa. Me lo regaló mi primera polola en Santiago, que estudiaba francés. Me dijo: “tienes que leer a Alain Fournier porque eres un poco personaje de él...”Es curiosa esa novela porque se mezcla lo real con la aventura y el misterio. Es la novela de los adolescentes... Alain Fournier escribió su libro porque en la salida de una iglesia en Paris se encontró con una muchacha que le gustó mucho y la siguió y conversó con ella y ella le dijo que también estaba enamorada de él, pero que se iba a casar a la semana siguiente. Entonces él le dijo “Nunca me vas a olvidar”, y escribió una novela en que aparece ella, como diciendo “Voy a ser famoso para que no me olvides”.
El colibrí se ha ido. Sale del taller. Afuera ya hay estrellas y el Ingenio parece mas animado, aunque no se ve a nadie. Se percibe aún mas la proximidad de los cerros barajados, como en los cuentos de Oscar Castro. No se percibe ni una pizca de sendero, aunque sí el aroma lento de los floripondios, aquel con el cual se hace dormir a los niños a estas horas, en primavera, en las plazas de la Ligua o de Cabildo. Entonces Teillier saca de su bolsillo una pequeña linterna y se dibuja el sendero.
Siempre listo ¿no? Un poeta debe estar siempre listo —dice, sonriendo en la semioscuridad— Siempre me atrajo Rudyard Kipling, pero la verdad es que no entiendo mucho a los boys scouts.
Cruza el puente de madera camino a la casa recién iluminada. El arroyo continúa con su parloteo tras los helechos. Las pisadas sobre el camino de piedrecillas recuerdan el rumor de los viejos gatos. Y hay luces de linternas...
En El Ingenio, Jorge Teillier y Luis Andrés Figueroa
Luces de linternas rotas
Luces de linternas rotas
pueden brillar sobre
olvidados rostros,
hacer moverse como
antorchas al viento
la sombra de potrillos muertos,
guiar la ciega marcha de
las nuevas raíces.
Una débil columna de
humo a mediodía
puede durar mas que las
noches de mil años,
la luz de una linterna rota
ha brillado mas que el sol
en el oeste.
Una mano sobre las aguas
encuentra las mañanas
que perdimos.
En las pupilas de un niño
de nuevo se dibujaran los
pescadores
devorados por las viejas mareas.
Alguien escuchara
nuestros pasos
cuando nuestros pies sean
terrones deformes;
alguien soñará con nosotros
cuando seamos menos que un sueño,
y en el agua donde
pusimos nuestras manos
siempre habrá una mano
descubriendo las mañanas
que perdimos.
(De Muertes y Maravillas)
Casa natal, Lautaro, IX región
NOTA: Las conversaciones son extractos de grabaciones realizadas en octubre de 1988. Las fotografías pertenecen a Cristina Baranlloni, Patricia Garcia Villarroel, Julia Toro y Luis Figueroa.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Jorge Teillier, los countries lo desordenan todo
Por Luis Andrés Figueroa
Publicado en Cultura Urbana, nov. 2000