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JORGE TEILLIER: VIVIR Y MORIR EN LA POESÍA

Por Rodrigo Jara Reyes




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La poesía puede ser vista como uno de los caminos para llegar al conocimiento humano y, en este sentido, todas las realidades del hombre por igual son posibles de ser conocidas a través del lente poético. Teniendo en cuenta lo anterior, han surgido poetas especializados en nuestras sociedades citadinas, modernas o posmodernas, poetas que se sitúan en ellas con la pretensión de ahondar en sus imágenes externas, en su psicología o en su porvenir, poetas que se llaman a sí mismos los verdaderos intérpretes del presente. Pero existen otros igualmente válidos, que se ubican en el sueño, en la pesadilla, en la locura y nos develan aquellas realidades remotas. Hay también los que se revuelven en el puro vacío, en la belleza fría de los juegos del lenguaje y allí se quedan, pues están en su derecho. Sin embargo, un poco más allá, tenemos a los creadores instalados en la utopía de un pasado ideal, un paraíso perdido que estalla en el poema con toda su magia remota y su nostalgia. A este grupo pertenece Jorge Teillier, el poeta de Lautaro, uno de los grandes del siglo XX en Chile.

Partiremos recogiendo y comentando versos que identificarían en cualquier parte al reconocido bardo de los lares: “Y en el pueblo no tendré nada que hacer,/ si no echarme luciérnagas a los bolsillos/ o caminar a orillas de rieles oxidados/ o sentarme en el roído mostrador de un almacén/ para hablar con antiguos compañeros de escuela…”, extracto del poema “Cuando todos se vayan”, recogido en el libro “El árbol de la memoria” (1961). El primer verso nos sitúa en el pueblo de origen, el siguiente en lo mágico de unos bolsillos iluminados, luego en lo emotivo del tiempo que pasa sin piedad y oxida y roe no solo las cosas materiales, también el alma. Es notable el lenguaje sencillo, sin giros efectistas, pero que alberga imágenes cargadas de profundidad y belleza.

Más adelante, en 1963, publica “Poemas del país de nunca jamás” y en este libro, uno de los textos destacables es “Los dominios perdidos”, otro de los poemas que ejemplifican con exactitud su visión del mundo y su manera depoetizar: “Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día/ sino la que alguna vez apagamos/ para guardar la memoria secreta de la luz./ Lo que importa no es la casa de todos los días/ sino aquella oculta en un recodo de los sueños./ Lo que importa no es el carruaje/ sino las huellas descubiertas por azar en el barro./ Lo que importa no es la lluvia/ sino sus recuerdos tras los ventanales del pleno verano…”.  Aquí, nuestro bate repite una y otra vez su predilección por el pasado, por un tiempo de arraigo y por la capacidad del poeta de mitificar los recuerdos más importantes, de extraer lo mágico de lo real-cotidiano y de esta manera, ir más allá, iluminar aquel pasado con su foco poético y darle otra vida, la vida infinita de la imagen poética.

Según Teillier, un poeta es el “guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores…”(2) Además, debiera ser un observador, un cronista. Él mismo se esmeró en cumplir ese papel, pero un poeta no está por sobre las cosas del mundo o del resto de los hombres, “es hermano de los seres y las cosas…”(3). Por lo mismo, no busca “palabras brillantes y efectistas, emplea frases y giros corrientes”(4) y en eso está en el camino abierto por Nicanor Parra, aunque no pretende igualarse a nadie, al contrario, se diferencia de sus congéneres en algunos aspectos señalados en aquel poema dedicado a  René-Guy Cadou, en el que critica algunas formas de poetizar:  la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados a la moda,/ que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas/ ni el pobre humor de los que quieren llamar la atención/ con bromas de payasos pretenciosos/ y que de nada sirven.(5) En rigor, la poesía de Teillier es celebratoria de una edad mítica, no humorística.

No obstante, lo de Jorge Teillier, además de aquel conjunto de obras notables, es la consecuencia, su fidelidad a muerte para con la poesía. No solo es el vate que escribe buenos versos, el que logra con creces el vínculo entre palabra, imagen y emoción; también es el que apuesta a vivir como poeta: “porque no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano…”(1) En este sentido, sería provechoso recordar las palabras del recientemente fallecido Ernesto Sábato, quien señalaba en “El escritor y sus fantasmas” que un gran escritor es “un gran hombre que escribe”. Teillier fue ese gran hombre, poeta las veinticuatro horas del día, humilde como las hojas que una a una colorean el otoño, fiel a sí mismo y a su manera de ver el mundo, vivió y murió en su añorado “país de nunca jamás”.

Defendió con fuerza su postura ante los críticos, sobre todo su decisión de vivir en el origen, en la infancia, en la primera juventud, en aquel paraíso perdido en un giro del tiempo. No por nada pasó sus últimos años en “El molino del Ingenio”, en las cercanías de La Ligua, lejos del agobio de las metrópolis. Explica en el programa televisivo “La belleza de pensar”, en una entrevista realizada por Cristian Warken, el por qué decide quedarse allí: “Vivo en la utopía… vivo en un mundo que me construyo” y aquella utopía es “vivir en el presente como si viviera en el pasado, tener nostalgia del futuro… pensar que hay un futuro mejor de todas maneras”.  Sí, claro, ante el caos de la vida en las metrópolis, ante el cambio y recambio, ante la estupidización provocada por las modas, los poetas como Teillier oponen “el orden inmemorial de las aldeas y de los campos en donde siempre  se produce la misma segura rotación de siembras y cosechas, de sepultación y resurrección…” (6)

Después de rumiar varios de sus poemas en los últimos meses, me atrevo a recomendar su lectura, me atrevo a señalar la vigencia plena de aquel lenguaje tenue, pero vivo, muy vivo, pues nos invita a resucitar las humaredas de trenes desaparecidos, una explosión sorpresiva en medio del llano o el balanceo de un columpio que cuelga en la rama de un árbol muerto. Me atrevo, en fin, a remarcar la alegría sencilla y profunda de sus versos, a sugerir los pueblos fantasmas y a pedirles que confíen en las higueras, en los molinos, en las muertes y maravillas del Lautaro imaginario, del Lautaro mítico del poeta Jorge Teillier.

 

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(1), (2) “Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”, Jorge Teillier, ensayo publicado en la “Antología de la poesía chilena contemporánea”, de Alfonso Calderón, 1970.
(3), (4), (6) “Los poetas de los lares, nueva visión de la realidad en la poesía chilena.”, Jorge Teillier, Boletín de la Universidad de Chile N°56, de 1965.
(5) “El poeta de este mundo”, Jorge Teillier, del libro “Muertes y maravillas”, 1971



 



 

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