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Jorge Teillier, más allá de lo lárico


Por Felipe Ríos Baeza
Publicado en RIALTA MAGAZINE, 5 de noviembre de 2021


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Es un lugar común decir que a poetas como Oscar Hahn, Enrique Lihn, Omar Lara o Jorge Teillier se les “ha leído mal”; que, en su momento, los lectores y críticos no supieron ver sus aportes o proyectos (adelantados todos, claro). ¿Pero quién ha leído bien?, ¿por qué suponer que la actualidad tiene mejores colchones conceptuales en los que hacer rebotar los textos? No quiero dar la paliza hermenéutica —en la que tampoco creo mucho—, pero después de tantos años delante de un salón de clases enseñando teoría literaria uno llega a una conclusión humilde y definitiva: las relecturas más calmadas y a distancia solo aportan otra mala lectura, que, en el mejor de los casos, subrayan cosas antes no advertidas en la obra de estos poetas. Y se acabó.

Releyendo a Teillier en estas postrimerías, se advierte una cosa: que en 1965, a propósito del ensayo “Los poetas de los lares”, de su propio puño y letra, uno no sabe si fue listo para manipular una mirada crítica en beneficio de su propia poesía o bien se metió solito un autogol.

Tras enterarse de las intenciones de Vladimir Nabokov de pertenecer formalmente a Harvard como profesor, Roman Jakobson soltó esa archisabida y simpática frase de: “Gentlemen, even if one allows that he is an important writer, are we next to invite an elephant to be Professor of Zoology?”. Bueno, pues Teillier es ese elefante para la academia chilena. La poesía de Teillier se ha reseñado, comentado y aprendido justo bajo esa etiqueta: como “poesía lárica”, melancólica, evocativa de los lugares donde se ha sido feliz, pero no debiéramos tratar de volver. Y la construcción del “espacio mítico” de la provincia, como tema central de sus versos, no es más que una vuelta de tuerca del aparato crítico que él mismo inventó:

Un primer hecho que estableceremos es el de que los “poetas de los lares” vuelven a integrarse al paisaje, a hacer la descripción del ambiente que los rodea. Se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en estos últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía. Esto es importante en un país como el nuestro en donde el peso de la tierra es tan decisivo como lo fuera (y tal vez sigue siéndolo) “el peso de la noche”, en donde el hombre antes de lanzarse a los reinos de las ideas debe primero dar cuenta del mundo que lo rodea, a trueque de convertirse en un desarraigado.

Si bien ya he puesto este mismo vinagre en esta misma herida en otros textos, me interesa seguir subrayándolo, ahora, para el interés de un lector común de poesía: lo lárico ha dominado el estudio de la poesía teilleriana por más de cincuenta años, operando en contra de algo que resulta más interesante aún a la tercera o décima lectura de sus poemas: la obra de Teillier es una metapoesía que evidencia la disolución y el desgarro de su propio lenguaje y de sus propios paisajes. Es decir, lo lárico es una Arcadia que intenta recuperarse, claro que sí; pero su poesía es un ejercicio que constata que los desfiladeros del lenguaje son insuficientes para lograrlo.

Otro modo de verlo: los poemarios de Teillier no son tanto los de un mitificador del paisaje como los de un escritor que, sin quererlo, desesperadamente, va borrando ese paisaje.

Ya desde Para ángeles y gorriones (1956), pero sobre todo desde Crónica del forastero (1968), Teillier cumple dicho programa literario “oculto”, paralelo, y acaso más profundo: ése que emplea el motivo lárico como central, pero que en las zonas periféricas del poema presenta preocupaciones hondas por el lenguaje y por la posible autodestrucción de ese lugar de enunciación que tan primorosamente se ha construido. Los primeros versos del poema “Otoño secreto”, por ejemplo, son definitorios: “Cuando las amadas palabras cotidianas / pierden su sentido / y no se puede nombrar ni el pan / ni el agua, ni la ventana / y ha sido falso todo diálogo que no sea / con nuestra desolada imagen…”. El elemento autorreflexivo, es decir, la imposibilidad de que las palabras en el poema alcancen una efectiva dimensión referencial, de poder nombrar el mundo, y sólo consigan un movimiento elíptico, recursivo sobre el propio poema y el poeta (de ahí el verso del diálogo con la “desolada imagen”) es revelador.

Este es el punto: lo que de modo prístino aparecía reconocible, en tanto lo lárico, en El cielo cae con las hojas (1958) o El árbol de memoria (1961), a partir de Crónica del forastero se transparenta para dejar entrever una de las más logradas recurrencias de Teillier, vislumbrada como una bestia acechante detrás de los ya conocidos olmos viejos y los ríos cantarines de su poesía. El fantasma lárico hace traslucir en su poesía –siempre como un efecto desplazado, sugerente, indicial– que algo se ha ido, irremediablemente, pero que volverá en imágenes pálidas, apenas provechosas para poetizar. Van los ejemplos: “[V]uelvo al patio donde saludo a la nubecilla enviada / por la última locomotora a vapor”, señala el poema XV de Crónica del forastero; y en “Cosas vistas”, de Muerte y maravillas: “Aún se pueden ver en el barro / las pequeñas huellas del queltehue / muerto esta mañana”. Ante la conciencia de esta recursividad (de ese vapor, de esas diminutas huellas, de esa rueda de molino que gira, incluso, contra la voluntad del individuo) la voz poética propone una salida ilusoria: tratar de reconstruirse, a partir del recuerdo de eso que se fue, una casa secreta donde habitar. Detallo esto: “Mi rostro quiere recuperar la luz que lo iluminaba / en el verano traído por la corriente del río”, dice el poema I, de Crónica del forastero: “Frente al molino / descargan los sacos de una carreta triguera / con los gestos de hace cien años”. Ahí donde la mayoría de sus comentaristas y analistas observan sólo una arista más del tópico del paraíso perdido y del poder de la nostalgia en tanto fuerza evocadora, se evidencia, con esta mala lectura que hago, que en las repeticiones hay una demanda donde se ocultan preocupaciones nucleares, siendo la más importante una suerte de revelación de la imposibilidad de todo comienzo provechoso, edificante, incluso de la propia identidad. Van más ejemplos: “El mismo ciego de la infancia sigue tocando su guitarra”; “[S]iempre llego por calles barrosas a las afueras / donde los hijos de mis compañeros de curso / juegan el mismo eterno partido de fútbol”; “Mañana será el mismo día que mañana” (“En cualquier lugar fuera del mundo”, El molino y la higuera); “[V]olveré al pueblo donde siempre regreso / como el borracho a la taberna / y el niño a cabalgar / en el balancín roto” (“Cuando todos se vayan”, Muerte y maravillas). Así es como se hilvana un gran diorama donde se reproducen gestos inútiles, pero, precisamente por ello, realmente literarios, realmente poéticos.

Teillier es, por supuesto, un poeta imprescindible, pero no por amable ni candoroso (ya dejemos de joder con esa lectura), sino por algo demoledor que solo los grandes poetas —pienso en Whitman, en Pound, en Rimbaud, en Válery, en Parra, incluso— son capaces de lograr en el mismo momento de la enunciación del poema: una obsesión recursiva, un intento por hacer permanecer algún residuo, algo que en cada vuelta de tiempo, en cada lectura de antes, de ahora y del porvenir, el lector sea capaz de ver: el hecho de que las palabras en poesía no solo capturan imágenes, ideas, sensaciones, sino que reflexionan sobre si serán capaces, o no, de capturarlas.


 

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