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Los pueblos polvorientos de Teillier
“Los dominios perdidos”, Jorge Teillier, FCE Santiago, 1992.
Prólogo de Eduardo Llanos Melussa, selección de Erwin Díaz.

Por Jorge Boccanera
Buenos Aires
Publicado en Punto Final, 13 de junio de 1993




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Con una decena de libros publicados, reunidos ahora en la antología “Los dominios perdidos”, la poética de Jorge Teillier (Lautaro, Chile, 1935) sigue nombrando al mundo desde las palpitaciones de las cosas sencillas, cotidianas. Como sus compatriotas Rolando Cárdenas y Efraín Barquero, el cubano Eliseo Diego o el ruso Serguey Esenin, hay una manera de contemplar el entorno que delata una vocación de humildad. A esa calidad de atención le corresponde un lenguaje sucinto, escueto, susurrado. Sin grandilocuencia desanuda el misterio, descifra lo maravilloso de lo que lo rodea.

En el prefacio que escribió para una antología de Esenin al español, Teillier utiliza una cita del crítico Suren Gaisarián que le va también a su poesía. Gaisarián ve en Esenin dentro del “secular apego a la tierra, la exaltación del atraso de la aldea y el miedo a la ciudad y -además- el ingenuo carácter soñador y la animadversión a los señores. Plegarias, óleos y granujadas”.

¿Acaso ese párrafo no es abarcador de la poesía lárica del poeta de Lautaro?

El mundo real y el mundo soñado habitan ese árbol de la memoria, de ahí que el poeta se asome al centelleo de sus hojas y tras el ventisquero recoja un puñado de vidrios rotos. De eso está hecha su poesía, de las imágenes que transitan esos espejos fragmentados, de los constantes desdoblamientos cuando el bosque de sombras recibe al forastero, al jinete, al enmascarado. Sus poemas son fotografías en blanco y negro en una secuencia donde apenas se ha cambiado de lugar un objeto o se ha movido alguno de los personajes. Postales, composiciones, bosquejos de un dibujo mayor que va adquiriendo su nitidez de un texto a otro a fuerza de nombrar las partes que lo componen.

El lector observa una memoria en movimiento, armando con paciencia y esmero los sitios de la infancia hasta en sus menores detalles; recreando el aire cargado de lluvia, las sensaciones, los miedos, los sueños, las certezas. Es ese mundo -dejo hablar a Teillier- que “no refleja nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro”. El visitante intenta descifrar una fotografía, pero desde el papel amarillo por el tiempo alguien intenta otro tanto: dos caras separadas por una lluvia fina tratan de dibujarse en la memoria y logran componer, si acaso, un perfil borroso. Es el mismo poeta, habitante y extranjero de su lugar: “Todos bebimos en la misma medida / y volvimos como nuestros antepasados / ebrios al pueblo que un día nos rechazará”.

La galería de personajes que va del jinete furtivo a los fantasmas que conducen trenes nocturnos, del borracho del pueblo a la niña que cree en los duendes, permite a Teillier introducir una gestualidad de narrador. De ahí el entramado de las historias impregnadas de misterio, el clima de leyenda y la alusión a cuentos, relatos y cartas en muchos de sus textos. A veces la forma de metaforizar adquiere una estructura descriptiva y, como bien señala Eduardo Llanos en el prólogo de “Los dominios perdidos”, en Teillier “los diálogos son silenciosos y los silencios son dialogantes” refiriéndose a “una coherencia que se tiende y reposa sobre la realidad tan vastamente, que se deja sentir con un peso centrípeto: un arraigo inefable que hasta se resiste a la verbalización, como un felino capaz de movimientos rápidos y elegantes, pero que se siente mejor en el sosiego. Paradojamente, desde la profundidad vivencial de ese arraigo surge la contemplación activa”.

Si la poética del chileno se revela como un anclaje en un sur mítico que se transforma constantemente; cada eslabón asume sus obsesiones: el contacto con la tierra donde está ligado a una edad perdida, lo cíclico anunciando sucesivos retornos, el contraste entre un estado de pérdida y el oleaje de aquello que subyace como esencia, y una memoria usina de ficciones.

El viento helado que resuena en los muros del pueblo de Georg Trakl, es también el viento que sopla en la aldea de Teillier, aquel que dispersa sombras mientras amplifica la voz de Rilke: “Las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y no de fiar) sino su valor humano y lárico”.

La poesía lárica otra vez como una mirada restauradora. En el poema “Semana valdiviana”, de Cartas para reinas de otras provincias, Teillier monologa viendo como se desvanece el pueblo, su paisaje, un puñado de amigos: “Ya no existe el lenguaje que asombraba tu infancia”, escribe, advirtiendo la pérdida de un modo de fabular. Se desintegra un mundo y en su caída se lleva las palabras; caen las cosas al pozo del tiempo y arrancan, en su naufragio, la lengua de aquél que las nombraba. El poeta es para Teillier el sobreviviente de una edad perdida, “el guardián del mito y la imagen hasta que lleguen los tiempos mejores”, el custodio de la edad de oro, la infancia entrecruzada de lecturas escolares, historias de filibusteros, atlas, pugilistas haciendo guantes desde la portada de las revistas, futbolistas y los veinte tomos de El tesoro de la juventud arrasados por un incendio en Traiguén, y Huck Finn, Robinson Crusoe, Búffalo Bill, Sandokán.

La poética de Teillier se levanta sobre una cuidada estructura formal. Sus imágenes surgen casi siempre de comparar lo concreto, aunque aquellos elementos que hace intervenir en sus metáforas tienen un devenir, cuentan una historia. Las imágenes de Teillier viven y se explican en relación al clima que las cobija, se apoyan unas con otras en esa escenografía. Quizá allí radique su valor, la proeza de trazar una poética alejada de las grandes voces (Neruda, Huidobro, De Rokha) y sin la grandilocuencia de aquéllos. Un ejemplo: el recurso de la prosopopeya tan utilizado por Huidobro para ver al mundo inanimado en escala humana y reproducir muchas veces una gestualidad ampulosa, se da muy diferente en Teillier. En su caso la transmutación es para hermanarlo todo; en una palabra, las cosas no solamente se transforman en gentes sino que unas y otras adquieren un comportamiento similar. Y esa es la gran metáfora de Teillier, ese todo que se vincula a todo mediante una voz subterránea.

Por último cabe destacar los trabajos de Eduardo Llanos y Erwin Díaz como compilador y antologador respectivamente, aunque no nos explicamos la ausencia de poemas tan significativos en la obra del chileno como “Los trenes de la noche”, “Carta” y “El viento de los locos”, entre otros.

Poesía sin efectismos, sin alardes, piadosa del entorno, que nos enseña:


Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquélla oculta en un recodo de los sueños.
Lo que importa no es el carruaje
sino sus huellas descubiertas por azar en el barro
.


 

Foto superior de Antonio Quintana Contreras

 



 

 

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Los pueblos polvorientos de Teillier.
“Los dominios perdidos” , Jorge Teillier, FCE Santiago, 1992.
Prólogo de Eduardo Llanos Melussa, seleccíón de Envin Díaz.
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