En la lectura de Ruido de fondo, sobresale la centralidad que presenta en el poetizar de José Tomás Labarthe la figura de la casa (y, por consiguiente, en el imaginario del libro, de la familia). Esta —la casa— aparece referida en versos o fragmentos de prosas no pocas veces como lugar al que se regresa “religiosamente” después del trabajo, lugar de articulación de sentidos o prisma para palpar los vericuetos y sinuosidad del sentido mismo. El poetizar de este libro opera desde y hacia lo doméstico. Hablar de él importa, por lo tanto, buscar una explicación a esta recurrencia y fundamento. Vienen a la mente dos esquemas elementales de comprensión.
De un lado, la idea que desarrolla Humberto Giannini acerca de la estructura de lo cotidiano que incesantemente parte de la casa, cruza la calle y termina en la oficina para volver a regresar a la casa. El libro, a ratos, puede ser percibido como una suerte de toma de conciencia, entre “la efervescencia y la resignación”, del vigor ineludible de esa estructura. Labarthe pone aquí, no obstante, casi todo el peso sobre la casa, aunque —lo advierte— la casa es varias casas y se extiende más allá de sus fronteras físicas. Aparece también, oblicuamente, apenas aludida, la oficina, aunque jugando un papel no menor, y también la calle, la autopista, la carretera, un lugar de tránsito en el cual se una tregua o un entre paréntesis virtuoso en el que se abre la escucha de canciones, aflora el estupor, la reflexión, el ensimismamiento y la observación fuera del apremio.
Del otro lado, parecería una omisión no mencionar aquí la obra del francés Gastón Bachelard —La poética del espacio— en la que la imagen de la casa en la representación poética, onírica y de la memoria resulta un arquetipo colectivo propio de la psicología profunda y de hondo valor simbólico. Aunque Bachelard elaboró sus hipótesis a partir de fuentes parciales, sus conclusiones son extrapolables a diversas poéticas y pueden alumbrar dimensiones esenciales de estos textos.
El poeta que habla aquí resulta arrojado en la casa como una destinación que acaso corresponda dilucidar poéticamente. Por momentos, podría percibirse un sofocamiento, un asfixiante encierro o reclusión, que se explica en parte por el contexto pandémico del libro, pero que otras veces –la mayoría de ellas– posee un ámbito temporal mayor, casi intemporal, como si ese sofoco familiar formara parte de la condición de todo individuo.
El poeta de estos textos yergue su voz desde el apocalipsis de lo doméstico que no proviene de su aniquilación, sino de su insistencia meticulosa e intensa. El enrarecimiento no emana aquí de una ruptura –no hay en estos versos cantos de amor perdido–, sino que es un efecto y un afecto incubado larga y pacientemente, un estado en el que la casa decae pero que, en su caída, en su desorden y entropía, reside precisamente su aptitud de salvación. La casa, más allá de su inminente colapso o, mejor dicho, de la permanencia de su colapso inminente, es un madero frente a la amargura, la gravedad y la solemnidad.
Los textos de Labarthe se deslizan por entre medio de una socarrona ironía y lo ironizado parece ser un modelo de “casa”, de familia y de domesticidad que podríamos llamar, con un término anticuado, de “burgués”, una convención en la que flota, aunque sea para subvertirla, la figura del “buen padre de familia”, poderosa y de difícil encarnación. Esta dificultad da lugar a que varios de estos textos, interpretados de manera interrelacionada, pueden ser leídos también como de búsqueda, memoria y redefinición de la figura paterna o del amor filial. Más que el amor materno a marital (la mujer permanece en una discreta ausencia) es el amor de padres e hijos lo que en este poetizar se pone en juego.
La casa entendida como refugio o como lugar de la intimidad frente a una perturbación externa es percibida acá como guarida que protege contra la amargura y neurosis en la que el propio yo naufraga permanentemente. En la crisis, esa casa apocalíptica y estropeada por todos sus flancos ofrece un remanso de concreción y de ternura —hay un callado elogio a la ternura en Ruido de fondo— frente a un quehacer que se apega a figuras mentales y abstractas. La imagen singular y concreta, como en el Yo me acuerdo, de Perec, es el antídoto contra la opacidad y vacía ritualidad de lo cotidiano.
La poesía de Labarthe concurre con llaneza a estas y otras consideraciones. El poeta es certero en el oído y en las imágenes poéticas ajustadas, las cuales vienen acompañadas de sugerentes fotografías de Miguel Ángel Felipe Fidalgo. En estas, el autor se aleja del sentimentalismo o dramatismo (una tentación) y de la trivialidad (otra tentación), elaborando un poemario reflexivo, sensible y lúcido.
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LA CASA DE LA POESÍA
«Ruido de fondo», de José Tomás Labarthe, Lom, 82 páginas.
Por Pedro Gandolfo
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio, 26 de diciembre de 2023