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Comer de memoria: El Valdiviano de Jorge Torres
Por Yanko González Cangas
Publicado en Documentos Lingüísticos y Literarios UACh, N° 30
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Es extraño. Y no puedo ocultar la pena. No sólo por los eucaliptus y pinos que vacían a este pueblo costero de Corral y su nuevo puente de gris calor, sino y por sobre todo, por una comunión postergada hasta el próximo aviso, el disco pare de la respiración. Aguantaba el tiempo en los países catalanes para aliñar con Jorge el caldo brevemente interrumpido de nuestra conversación. Bueno, y ya sabemos. La autoridad numinosa lo paró, con requisición del vehículo cuerpo y con pena de deshuasadero. No se borronea la idea de pensar en las platadas de adjetivos que me perdí en el desencuentro, de esos que matan, matan. Hoy, la fuga, sólo lo remedia la materialidad del Valdiviano. Único consuelo, que será desde aquí una pócima doblemente reponedora. El antídoto del que falta.
En este oficio de locos; y en pleno trabajo de campo, me acompaña uno de los sedimentos antropológicos de Jorge Torres Ulloa, el cual, para quienes conocieron sus múltiples preocupaciones, no es su único fruto. Su ojo lustroso y siempre curioso, desbrozó con cuidado intrépido el comportamiento y significado del paisaje humano que le rodeaba, ya su sur, ya las geografías extrañas, las que interpretaba con densidad luminosa: veo pasar ahora, entre sus oídos pabellones las disquisiciones suspendidas de Jorge, sobre el ethos cultural protestante y su relación con la cultura católica-festiva; sus entrevistas en profundidad a los taxistas; sus hilarantes y ácidas demostraciones sobre tipos humanos diversos, que ayudado por su condición de actor, hacían contundente e irrefutables sus teorías culturales sobre el mozo de restaurante, el ciego musical; la microsociología de los poetas católicos, chilotes, o santiaguinos; sus paseos lingüísticos por el gentío, sin olvidar por cierto en su hermenéutica, a su propio ombligo y a los que asustados entrecerraban las pestañas, diciendo “ojalá me salte a mí”.
Quiero decir que el libro de “identidad culinaria”-nomenclatura curiosa que ocupo sólo para arrancarle a Jorge una risa del más allá-, no es un libro marginal, ni constituye una rara avis en sus preocupaciones de poeta. Sobre todo, documentales. Ir al colosal experimento Poemas Encontrados y Otros Pre-Textos: ¿No es esta sopa fortificante uno de ellos? Bueno... Jorge me repararía diciendo: Sí, huevón, pero la gracia es que se come (¿Se entiende la pena que nos da la risa?).
Este libro y sus lectores son privilegiados, puesto que la hermenéutica quedó cifrada, transcrita para su regalo. Otras y variopintas, las guardará la memoria, “el registro del dolor”, como implacable nos saetea el mismo autor. Digo -en la lentitud del dolor- que el oficio que en este instante practico, robándole algo para componer esto en mi cuaderno de campo, perdió una enorme contralectura, la del vidente inquieto que caminó desde Corral hacia estos pagos por 3 días, comiendo huevos y manzanas con sus alumnos. Descubro aquí, casi tan lejos, con la contraportada acechándome, que esa curiosidad por conocer “el cuchillo sin hoja al que le falta el mango”, la nada y el todo, fue el ligam, la argamasa de nuestra amistad. Y lo prueba la bella portada con su título –que en este momento pongo en cara-: fue un gran “escuchador”. La visión del ensimismado salobre que dejaba escapar a medias era habitada por una testa infinitamente curiosa, incansablemente preguntona. Y esta misma alteridad que busco ahora aquí entre el bosque y el agua, Jorge la buscaba con avidez de poeta. Así, en todas direcciones, sin hartarse, a veces en secreto, otras, compartiendo el hervor de la carne o la gloriosa cazuela de cholgas, a las que llegaba puntual y sin demora a enterrarme hasta tres platos.
OK. Resumo la idea: El “privilegio con lomo” que espero tengan delante de su boca, es el fuego de un cazo enorme que el autor construyó con disciplina y rigor, cuyo epicentro eran “los otros” y los “suyos” en la biografía y en la geografía de la historia y la cultura, donde este libro es sólo una parte del gran todo que se olvida, sólo una asa y una chispa de la voz que se recuerda.
Debo confesar que de las miles de revueltas cocineras en que me viví como invitado, creo no haber manyado su “valdiviano”. Variantes, muchas, las cuales estuvieron a punto de provocarle a él –cocinero unívoco- una partida aún más prematura. No por alquimia errada. Más bien por alegría y abundancia “mucha”. El Gourmet emergía con portento cuando se acercaba al fogón -ya de leña o de balón- (escuchen como se carcajea Torres desde el aire). Bueno, en el instante mismo del calor, de tu condición de dueño de casa, poeta o fisgón hambriento, te caía tu nuevo rol: Gran Pinche de Cocina. Corona que uno aceptaba gustoso en la ignorancia, sin queja ni sollozo, puesto que el Chef se prendía hasta el fondo. Allí se espesaba su enjundioso ingenio, hablando con rapidez aguda sobre los movimientos de sartenes, vegetales y especias que huían de su devoción alquímica.
OK. Para qué seguir con lo que se falta. “Sin olvido, no hay memoria”. Rodeado de sus amigos y sus alimentos, a este “Valdiviano” hay que engullirlo lento.
Vuelvo de un tirón a abrir por sexta vez el libro. Leo y releo. Zampo y raleo, para mascar con muela el charqui y su molienda, la caricia del huevo en piquero al caldo, salpicando la color hasta la camisa, y de curioso esparciendo jugo agrio, que bebimos hasta la vida con su autor.
No lo haga como yo. Sin ingredientes a la mano. No sea leso. No con frío, ni con sed de hambre por tesoro. Porque si bien entra calmo por episodios contextuales de su partida de nacimiento, lo asaltará ese charqui que se olvida en el “hipermercado” y que se desea morder ahora. Y que no puede sazonar, que no puede freír y que no puede hervir. Sí, el autor le ayuda, lo alfabetizará en los misterios del condumio y frenará su ansiedad embolinándole la lengua con “el de las naranjas agrias”, hoy, poeta de su otro espejo. Biográfica historia que los doctores del paladeo, que sólo mezclan, abandonan para la suerte de lo invisible. En medio, la tripa leona querrá sentarse a la mesa de Doña Tita, entre militares y militantes (de los humanos), a respirar el vapor salino de la conversa de chicha o blanco. !!!Chucha¡¡¡ Claro, que viene hambre. De Torres, De Sur, De Angachilla, De Valdiviano.
Bueno, eso es comer de memoria. Sí, ésta es la vacuna para el que mastica en el aire las palabras del amigo. El que pone frente a ti el único plato verdadero, el que da sabor y sacia la cavidad vacía del cuerpo de los que aún, insistimos en quedarnos.
Chaihuín, 20 y 21 de enero de 2002
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Origen, fulgor y vigencia del Valdiviano, de Jorge Torres Ulloa
DIBAM.
Santiago-Valdivia
Año: 2001
http://www.museodeniebla.cl/643/articles-24752_archivo_01.pdf