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        Joaquín Trujillo  Silva
            En Ojoseco.cl
Febrero, 2013
         
         
        
 
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        El  director del local de detención y desaparición teme a un prisionero. Por eso lo  ha dejado hundido hasta el cuello, en la mazmorra más profunda del local de  detención, allí donde los cimientos de la fortificación se confunden con grutas  abiertas en la piedra por aguas primitivas. Hay otros muchos prisioneros  políticos en ese lugar, pero ninguno bajo el suelo. Casi nunca ven la luz; al  menos se sabe de ellos por sus conversaciones, por sus cantos, sus oraciones y  llantos. Este otro, en cambio… de este prisionero más oculto, no hay noticia  alguna ni parece posible que la haya. Porque es el más temido, no ha quedado de  él un rastro. Sin embargo, se mantiene tan vivo y tan presente en la mente del  director, que debe hacerse de valor, descender algún día y deshacerse de aquel  prisionero, personalmente. Y es que no debe quedar otra memoria además de la  suya. Si ya nadie sabe sino el mal, ¿acaso nadie se abrirá paso entre las capas  de las rocas, tras la huella del asesino, para salvar la vida del prisionero  desaparecido? Seguramente. Mas no cuenta aquel director con una mirada. Muchos  en ese local de tortura lo miran: lo miran algunos prisioneros, lo miran los gendarmes  y los agentes; lo mira el carcelero, ese viejo de mirada y paso lerdo; lo mira  la hija de aquel, una niña todavía más tonta. Hay además una especie de niño,  quizás un hombre que no logró desarrollarse, un barbilampiño que parece una  mujer, de voz aflautada, una baratija que trabaja sirviendo al padre y a la  hija, que son a la vez sirvientes del director. La nada. Eso es todo. No hay  ninguna mirada humana ahí, se dice la mente —la del director—, que pueda significar  la mirada del cielo.
         Procedamos  entonces.
         Un segundo…  Debe estar preparada la tumba antes que haya un muerto. Debe acontecer todo tan  rápido, que la sangre no alcance a brotar mientras el cuerpo esté insepulto.  Para lograrlo, se requiere un agujero en el fondo del agujero, que por un  segundo haga más profunda la cárcel, pero que se cierre inmediatamente después  como las aguas saladas sobre un naufragio. Que el carcelero entonces descienda  primero. Abra la fosa —pues eso demora. La muerte, en tanto, será rápida, la  más rápida. El director bajará más tarde. Que al carcelero lo acompañe ese niño  y que le ayude pues, como viejo que es, el carcelero demorará si está solo.  ¿Será un testigo joven, de esos que tardan en olvidar? No importa, es apenas la  sombra de un viejo tonto. Acaso ni siquiera llegue a saber para qué cava una  tumba al interior de un tumba.
         El  carcelero y el niño descienden primero. Abren la fosa. Luego viene el director.
         El  prisionero grita. En lo oscuro, bajo la luz de una linterna, aparece un brillo  como de revólver. El niño dice al director: “Detente monstruo. Soy su esposa y  he jurado destruirte”. Ni el prisionero, ni el director, ni el carcelero creen  que ese niño sea una mujer. Su disfraz la ha desfigurado, su actuación la ha congestionado  demasiado tiempo. Pero, como siempre, gracias al descrédito de los hombres, esa  mujer apunta y se oyen sobre sus cabezas, allá muy por encima de varios suelos,  unas trompetas. Son las trompetas que anuncian a un visitante. Esa cárcel no  tiene trompetas. No, así es: las trompetas acompañan al visitante. Ellas llegan  primero, para que todo quede paralizado antes, mucho antes.
         Un  gendarme anuncia al ministro del rey. El carcelero agradece a Dios. Se oye  correr a los prisioneros sobre los altos suelos. Son el desordenado desfile de  la alegría. El prisionero político que un día quiso destruir la ley, juzgado  sin ley por una mente vengativa, es rescatado por su esposa. Y la ley que  demora está ya arriba, anunciada por trompetas, anegando los recintos más próximos  a la superficie. Se espera que llegue abajo, sí, tan abajo, como la luz, que es  agua que anega y no ahoga. Fidelio es el regreso a la ley.
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        Hubo  una trama distinta, una anterior que no fue un esbozo. La de la ópera Fidelo, de Beethoven, trataba sobre un  prisionero político, sí, pero uno víctima de la Revolución francesa.  Encerrado al fondo de una cárcel pública por jacobinos, era rescatado también  por su mujer. Beethoven no quiso esa trama política, aunque sí el rescate del  amor conyugal. La suya debía acontecer en una prisión española, un infierno del  oscurantismo donde el prisionero político era un revolucionario. Sin embargo,  quien lo salvaba de la muerte a manos del director de la prisión, era un  antiguo amigo, un ministro de la justicia monárquica, uno de aquellos amigos  que se veden al sistema. Pero quien llegaba antes incluso que el rumor de las  trompetas, era la mujer, esa que estuvo siempre ahí, bajo la forma  insignificante de Dios.
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        Tercer  final de la Ópera de los tres centavos.  Bertolt Brecht, y su socio Kurt Weill, rehicieron una vieja obra de John Gay  donde los mendigos y los nobles eran casi lo mismo; los burgueses, en tanto, un  grupo que jamás se permitía el derroche. La niña, hija del potentado jefe de  los mendigos —un hombre repleto de conciencia social—, se casa a escondidas con  un delincuente, un anarquista que no cree en “la biblia ni el código civil”,  según llora la mujer del jefe. La hija es censurada: ella debe enviudar tan  pronto como sea posible. La reina de Inglaterra se ve obligada a colgar a ese  criminal, presionada por los padres de la niña, quienes amenazan con sacar sus  mendigos a la calle y empañar con ello la real coronación. Entonces, cuando el  delincuente va a ser colgado a vista del todo y de todos, una fanfarria: otra  vez las trompetas. Trompetas heredadas de Beethoven, se ha dicho, sacadas a  pito de burla.
         Un  mensajero de la reina, montado a caballo, entra justo a tiempo. El delincuente  ha sido indultado, se le otorga un título de nobleza. También una renta. Otra  vez ha sido salvado un delincuente. Pero los padres de la niña dicen: no hay  que fiarse de los reyes y los mensajeros cabalgando que aparecen justo a  tiempo; no siempre, desde lo terrible, surge lo que nos salva. Al revés, casi  siempre los condenados mueren, el caballo se retrasa, el mensajero pasa a tomar  un trago (con amigos que lo llaman a gritos), la reina abre la solicitud de  clemencia después de las mil tarjetas navideñas. Casi nunca se da el casi, y  casi siempre se da el siempre. Los reyes no son dignos de confianza porque los  seres humanos no son confiables. Necesitamos un sistema nuevo, uno intacto, uno  que fluya sin contratiempos y sin hacer justicia mediante excepciones. Uno que  resista ser habitado por una sociedad de demonios. Ése si que sí, ese sí vale  la pena de ser vivido y ser morido.
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        La virtud.  La virtud es una flor que no crece en los pantanos. Kant era una flor que no  crecía, vivía en los pantanos, como un extraterrestre venerado en una gruta.  Era más que virtuoso: era un loco al que se ató el mundo. Pensó en una ética pese  a los demonios, tal como Friedman pensó una economía para el egoísmo. Quien ama  al perro que le mueve la cola es amoral; quien ama al perro que le clava los  dientes, es un ángel y una roca. Quien gana tanto que rebalsa, es una fuente  que se llena de agua. Quien agranda la fuente, no rebalsa y gana más. Algún día  caerá sobre tu cabeza el diluvio universal, será el día del rebalse. Dios dijo  que no habrá otro; el arcoíris es creación suya que se lo recuerda. La lluvia,  como la virtud, se turna con el sol.
         
         
        Imagen: Fidelio, Erich Lessing. 1955