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        “Cuando el fuego baja directamente  del cielo”
              Thibaut y las raíces clásicas del  romanticismo, de Antonio Pau
            Trotta,  2012, 276 páginas
        En  revista Derecho y Humanidades
          Nº  20, 2012
        Por Joaquín Trujillo Silva
         
         
        
            
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        Respectivamente, tanto en el  Derecho como en la Música  es reconocido Anton Thibaut (Hanover. 1772 — Heidelberg, 1840) por su  inigualable criterio jurídico y comprehensivo sentido musicológico. La  publicación de Thibaut y las raíces clásicas  del Romanticismo, Trotta, 2012,   ha refrescado dicha rara confluencia en tanto le ha dado  un tratamiento unitario. La obra —escrita por el jurista, literato y notario español  Antonio Pau, quien ha dado a la imprenta traducciones de y ensayos sobre Rilke,  Hölderlin y Novalis, entre otros—, es una de aquellas piezas maestras que  resultan de la apreciación que un sabio hace de otro sabio, infrecuente  acontecimiento por el cual los legos podemos hacernos una idea general, aunque siempre  estrecha, de un espíritu difícilmente categorizable, como suelen ser los  grandes, y, que, para decirlo sin rodeos, es el caso del de Anton Thibaut.
          
          Ahora bien, Thibaut es conocido  por haber representado la contraparte de von Savigny en la famosa disputa por  la recepción de la codificación en Alemania. Thibaut estuvo por la adopción del Código de los franceses —o mejor  dicho, los cuatro códigos franceses (el civil, penal, procesal y de comercio)—,  mientras que von Savigny, y su alter ego Rehberg, se opusieron aduciendo una  serie de razones que devendrían en lo que se dio en llamar Escuela Histórica  del Derecho (A la que Fichte llamó Arqueológica del Derecho, en tono de burla  (Pau, 2012, p. 67)), puesto que estaban por el estudio pormenorizado de las  varias norias jurídicas que habían dado origen al entonces derecho de la Nación Alemana, evitando así el  antojadizo traspaso de filosofía iusnatural —según ellos “a-histórica”— en boga  a un cuerpo legal tan sucinto y de sobreentendida vocación perpetua, cual era  el caso, según los históricos, de los códigos de Napoleón Bonaparte. Aunque no  a la manera, hay que decirlo, de los obstinados reaccionarios franceses que en  la cuna habían intentado asfixiar a este engendro bonapartista (que era el  código), von Savigny y los miembros de su escuela (romanistas y germanófilos),  atacaron el código y lo que se dio en llamar codificación por todas las vías  posibles, entre las cuales no estuvo ausente cierto acoso a los codificantes.  Acosaron a Thibaut a veces impúdicamente, y no sólo al código, se opusieron a  la idea misma de la legislación como fuente principal del derecho, es decir a  la tesis según la cual la ley positiva es la óptima expresión soberana (típica  de los códigos). Según ellos, el Derecho debía estar dado por la costumbre  local más el Derecho Romano. El papel del jurista, ese sabio, estaba dado por  la exhumación —digamos nosotros— de lo justo. Promover la soberanía de la ley,  en sentido estricto, era un acto por antonomasia revolucionario, prepotente,  iluminista, típicamente francés y, ergo, antialemán. Hay quienes han llamado a  esta percepción: “Romántica”.
          
          Para comenzar, eso por una  parte.
          
          Además Thibaut es un singular  caso de talento musical precoz en un contexto adverso. Aprendió en la infancia arduas  partituras de Bach —a quien ya mayor dedicaría parte de su tratado Sobre la pureza en la música— tocando un  piano que no tenia cuerdas, lo que nos hace pensar en una cierta sordera familiar:  en efecto, el padre de Thibaut no hallaba tanta seriedad en la actividad  musical como para proveer a su hijo un instrumento que no fuera la sola carcasa  (p. 14). Posteriormente, Thibaut presidiría en su casa de Heidelberg un célebre  coro que contó con miembros demasiado notables, al punto que cada uno de esos  nombres significa hoy planetas aparte: el compositor Robert Schumann, el poeta  Eichendorff, cantaron; el gran Hegel, asistía de oyente, aun cuando el  pensamiento de Hegel resultaba a Thibaut “opuesto y ajeno” (p. 108). Mendelssohn,  por su lado, visitó al autor de Sobre la  pureza en la música (Capítulo XV), libro en el que Thibaut promovió sus  concepciones musicales. Esas concepciones decían relación con recuperar el  canto gregoriano, la polifonía de los siglos XVI y XVII, el rescate de  Palestrina, Haendel, Bach y De Victoria. En otras palabras, fomentaba la música  sacra, la de los coros y los cantantes aficionados. Thibaut miraba con malos  ojos la “bailable” música de Mozart y Haydn. Los admira, pero jamás los pone a  “la altura de los maestros antiguos” (p. 116). Para él la ópera, por ejemplo,  era un género grotesco, impresentable, cuyas formas lamentablemente se habían  colado en la música del culto católico y el protestante, y que, obviamente,  debían ser erradicadas mediante la purificación sacra de la música y la  ecuménica codificación de un himnario común a todas las iglesias europeas,  proyecto similar al de codificación normativa, que Thibaut no alcanzó a ver,  pero que se llevó a cabo en Alemania.
          
          Antonio Pau recorre decenas de  aspectos de la persona de Thibaut. Desde la infancia y estudios (escuchó a  Lichtenberg en Gotinga y a Kant en Konigsberg). Su hijo, Carl, se casaría en  1842 con la nieta del científico autor de aforismos, Auguste Lichtenberg (p.  165)), su vida profesional, hobbys y especialmente enfrentamiento con la “arqueológica  del Derecho”. Central es el capítulo dedicado al pensamiento de Thibaut acerca de  la interpretación jurídica, para la cual elaboró una serie de reglas que  todavía hoy se ocupan. Esta no es una biografía propiamente tal. Es rica en  procesos espirituales y anécdotas representativas de algún espíritu  omnipresente. Aunque las contiene, se dedica ante todo al esbozo de una  personalidad compleja pero nítida que —y esto es fundamental— problematiza la a  veces nominal distinción que alude al enfrentamiento entre neoclásicos y  románticos por aquellos años. En efecto, en su Nota Final (p. 167), Antonio Pau  resume “Thibaut, que era un romántico, propugnó un racionalismo que tenía sus  raíces en el siglo XVIII y no suscitaba ya apenas entusiasmo en su época. Su  gran adversario, Savigny, que ni en su vida, ni por su sensibilidad era un  romántico, enarboló la bandera del pasado y del espíritu del pueblo que  arrebató a sus contemporáneos” (p. 167). Su postura sensata fue un tanto  solitaria. Como el mismo Pau se encarga de enfatizar, luego del ataque de los  juristas historicistas que lo trataron de “ahistórico”, sobrevino contra  Thibaut el ataque de los músicos “progresistas” ¡que lo tacharon de  historicista! A esto se sumó el ataque de los rigorosos pietistas que estaban  por eliminar el canto de los cultos, fuese “bailable” o “sacro” —daba igual—  para poner en su reemplazo monocordes masas de trombones (p. 126).
          
          El capítulo sobre la relación  conflictiva entre Thibaut y von Savigny es, según mi parecer, el mejor logrado.  Es entretenido, medio torcido, y hace saltar la risa. En todos los momentos de  la polémica, Thibaut mostró un tacto escrupuloso, una admiración por la  inteligencia —de conclusiones erradas, según él— de sus enemigos, en general,  discípulos de von Savigny, demasiado solícitos, ávidos de adular al maestro  menospreciando al rival de aquél. Aguantó con soberbio estoicismo el trato  desdeñoso del propio von Savigny, a quien tantas veces en un no escaso  epistolario se dirigió en términos leales y hasta cariñosos. Las respuestas de  von Savigny cuando las había eran de una frialdad glacial. Ni siquiera se dignó  a responder a la carta del hijo de Thibaut que anunciaba la muerte del padre.
          
          No obstante el libro de Pau se  centra en la ya tan clásica lucha entre neoclásicos y románticos en tanto la  problematiza al postular a Thibaut como un romántico defensor de los ideales  clásicos —revolucionarios, codificadores— en el Derecho, y los ideales clásicos  —sacros y polifónicos— en la música, el ensayo de ningún modo se agota  demostrando la tesis; no bien desglosa, sino que reúne, descubriendo sus hebras  comunes, una serie de asuntos que confluyen en la persona concreta de Thibaut y  en el símbolo que Pau elabora, clarificando. Nos muestra al descendiente de  hugonotes franceses exiliados que debe luchar contra un prejuicio nacionalista  que lo mira como a un agente francófilo en la asediada Alemania durante las  invasiones napoleónicas; exhíbelo en su relación con Goethe a cuyo hijo, August  von Goethe (p. 35), acogió en su propia casa (aunque, al menos en sus conversaciones  con Eckermann, Goethe nunca menciona explícitamente a Thibaut). Se detiene en  sus cercanos y discípulos, su mujer e hijos, su economía doméstica, el inmueble  que adquiere, relato de su vida cotidiana (desayunos, almuerzos)  características de sus clases (claridad suma y salpicadas de anécdotas). Invariablemente,  Thibaut hablaba bien de los ausentes y odiaba saber de la intimidad ajena. Era  el máximo enemigo del secretismo y la intriga. En esto se asemejaba a Lessing,  a quien atacaron los conservadores, primero, y menospreciaron los jóvenes  sabelotodo, después, una vez Lessing había ya colaborado en modificar el  paisaje aldeano alemán que entregó seguridad a aquellos jóvenes. 
          
          Thibaut encendía la pipa al aire  libre, sirviéndose de una lupa por cuya lente atravesaba el sol transformándose  en fuego. Este fuego, para Thibaut, tenía un aspecto genuino, de primera mano,  procedía directamente del sol y no de una combustión secundaria. El libro de  Pau es el retrato del intelecto, la sensibilidad, la existencia histórica y  doméstica de un jurista y músico aficionado que influyó poderosamente sobre  quizás la época más monumental de la música alemana, pese a haber sido tan  reacio a ver la virtud en señalados virtuosos. La misma necesidad de un fuego  puro, arrancado al mismísimo sol sin los intermediarios de la biósfera, Pau la  recrea en el derecho y la música. En el Derecho, Thibaut es un defensor de la  prosa neoclásica, ese invento de los trágicos franceses, ese fraseo nítido,  inequívoco —del que entre nosotros Andrés Bello fue heredero y promotor—,  desprovisto de toda aquella metáfora demasiado concreta o floritura rococó que  a los lectores de hoy nos resulta molestosa en algunos autores de los siglos  XVI y XVII. Aquel “hábito gramático” —digamos aquí—fue un legado de Napoleón,  de sus códigos y de la Revolución  francesa; legado por el cual todo secretismo o pliegue barroco es hoy tachado  por incorrecto, no obstante, todavía entre los académicos, impera alguna  reverencia por la ausencia de claridad que, a decir verdad, casi siempre  procede de un gesto defensivo: no administrar gradual y paulatinamente la  información a fin de no ser tachado de simplista a mitad de una lectura. La  prosa neoclásica —es decir, escribir tan claro como lo admita el tema— fue para  la codificación —o la “legislación”, que era como la llamaban por entonces— principal  a la hora de “divulgar”—no “vulgarizar”, que era lo que acusaba von Savigny— el  derecho nacido de la   Ilustración puesta en práctica. Por otra parte, la pureza del  fuego procedente del sol, en la música, significó que Thibaut resultase un  tanto reaccionario a ojos de una juventud romántica a veces atarantada y  altanera. No olvidemos que Thibaut comparte ese culto por Palestrina que  veremos renacer posteriormente en Hans Pfitzner (Moscú, 1869 — Salzburgo, 1949),  quien, como uno de los últimos representantes del Romanticismo musical, fue a  caer en manos del nacionalsocialismo, de cuyo régimen tecnológico y arcaizante  se creyó, en algún momento, era el compositor oficial. Pues bien, Palestrina es el título de la más  importante ópera de Pfirzner (estrenada en Münich, 1917), obra anegada de una  admiración reverencial por el compositor papal muy semejante —quizás  tributaria— de los trabajos de depuración inaugurados por Thibaut, trabajos  donde Palestrina es el autor de culto y la divisa. Precisamente la obra narra  la lucha de Palestrina por imponer su forma de composición musical; una obra de  una mesura neoclásica pocas veces vista en el romanticismo, que —me atrevo a  pensar— podría verse cómo, asistido de los medios de un género grotesco —conforme  a las ideas de Thibaut— ese género puede purificarse al punto de ser  transformado en expresión de los conceptos propios de su protagonista, esto es,  Palestrina.
          
          Hay un punto sobre el que es  preciso detenerse. En Thibaut la pulcritud de la gramática no procede de una  mentalidad roma, enemiga del juego verbal y la agudeza estilística; tampoco de  ese resentimiento antiaristocrático que repelía figuras de dicción atiborradas  de implícitos. No es Thibaut un enemigo de lo que él no entiende. Entendía, y  mucho, tanto más que quienes se entregaron al aspecto “confuso” (F. Schegel) y  “enfermizo” (Goethe) del romanticismo en boga, desde la progresía, por un lado,  y los “obstinados”, por el otro. En suma, parece colegirse del libro de Pau lo  siguiente: Thibaut era el arqueólogo que von Savigny nunca pudo ser. Tanto  removía Thibaut el polvo acumulado que el mismo planeta desaparecía. Quedaban  entonces solos él y el sol, cuyo fuego él desenterraba a través de la tecnología  de la lente. Para esto no era tan necesario excavar en la tierra como, en  cambio, mirar al cielo, ahí donde está la luz. La luz, esa metáfora iluminista  del siglo XVIII para nombrarlo, es verdad, no tiene la fuerza del fuego pero  muchas veces procede de él.  La de las  estrellas es además una luz antigua —o sea no instantánea— como sabemos desde  que se supo que aquella viaja por el universo hacia las retinas humanas. Y, por  supuesto, esas estrellas recuerdan a Kant. El título, “Las raíces clásicas del  romanticismo” alude a la urgente necesidad, todavía hoy, de un “rigor  sensible”. En esto Thibaut es precursor y Pau recordador como pocos. El  romanticismo de Thibaut puede observarse, incluso en esas situaciones anecdóticas  rescatadas por Pau. Reproduce Pau un fragmento de la necrología de la ciudad, publicación  donde se narran los últimos momentos de Thibaut. Estaba enfermo, todos lo sabían,  pero para demostrar que no lo estaba, Thibaut se puso de pie, se dirigió al  piano y tocó varias obras maestras. Les dice a sus familiares que el piano lo  fortalece y que no hay que nunca abandonarse a la debilidad (p. 161); comienza  a estudiar un Miserere para ensayarlo  con el coro (p. 165). Acto seguido, muere. Pues bien, señala Rüdiger Safranski,  en su voluminoso ensayo sobre Schiller, que es el “entusiasmo” el gran síntoma  de ese autor, y por qué no, del romanticismo. Este entusiasmo, dice Safranski,  se manifiesta en el hecho que Schiller produce su obra hasta el final, pero, al  momento de la autopsia, todos sus órganos estaban destrozados.  Hay en este relato de los últimos momentos de  Schiller como también Thibaut, una apelación fabulosa a una existencia  voluntariosa propia del genio romántico, es verdad, pero, pese a eso, el papel  del entusiasmo en el arte hay que pensarlo. La existencia rutinaria del jurista  Thibaut es iluminada por sus actividades de otra naturaleza, es decir, las  musicales.