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Pequeña alegoría del Frente Popular
Por Joaquín Trujillo Silva
En Realismo Visceral
www.realismovisceral.cl
Agosto 2013-09-02
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El predominio exclusivo de los sujetos históricos colectivos es la depresión final de la ópera, los oratorios, cantatas, las misas solemnes, y todo cuanto se cante con cierto aire de cosa sublime. Los solistas, por su parte, son esas voces que se vuelven verdaderos personajes, la contrariedad interna de la unidad, que transitan la atmósfera coral y muchas veces la definen. Pese a su carta de presentación, el solista en la música casi nunca estuvo solo. No ha sido ese solitario personaje de Isaac Bashevis Singer que se sentía como un Noé al interior de un arca vacía, “sin hijos, sin esposa y sin ningún animal”. El solista estuvo casi siempre acompañado de los coros. El problema sobrevino cuando algunos quisieron erradicar a los solistas y dejar únicamente diálogos de coros, o incluso dejar a un único coro hablando solo en el soliloquio de una masa sin hornear. En la Unión Soviética, cuando Serge Prokofiev componía su monumental ópera Guerra y Paz, los sindicatos stalinistas estaban nerviosos: junto a los coros, leían en la partitura demasiados personajes solistas, nobles que habían sido además ennoblecidos por la pluma del amado conde Tolstoi, todos ellos sueltos en la trama. Los evaluadores estatales del proyecto de Prokofiev querían un coro, una inmensa masa coral patriótica y popular, es decir, preferían una cantata conmemorativa. El coro era la fórmula; lo demás era burguesa nostalgia del enemigo feudal, un sentimiento retardatario propio de seres atrapados aún en la admiración de ciertos carismas aristocráticos.
Y entre paréntesis: la de los coros casi solos había sido una antigua tendencia abandonada ya en el teatro griego. Recordemos que en la ópera de los griegos —la tragedia griega— al principio los coros eran primordiales y los solistas mínimos, casi artistas invitados. Poco a poco los solistas fueron sumándose, restando espacio al coro. Este es el tránsito del viejo Esquilo al mejor y resentido Eurípides.
Y claro —para aterrizar ahora en nuestra isla andino-óceánica—, nadie hoy recuerda a los solistas de ese coro que fue el Frente Popular en Chile.
Mi abuelo, en cambio, recordaba a un tío suyo, un primo-hermano de su madre, un tal tío Ismael.
El tío Ismael había sido un arquitecto y parlamentario. Antes que polvo disuelto en la membresía de algún partido —el liberal y, digámoslo, más allá— habría que ver en él a un factótum de los movimientos progresistas e izquierdistas de la primera mitad del siglo XX. Se hizo con el micrófono de una radioemisora para celebrar los logros del gobierno de don Pedro Aguirre Cerda, dedicando menciones explícitas y siempre decorosas a la primera dama, Juanita Aguirre Luco de Aguirre Cerda, prima-hermana de su cónyuge y agente diplomática del gobierno ante el cardenal Caro, príncipe de la Iglesia, de humilde extracción.
El tío Ismael contaba a su haber varias anécdotas. Una narrada por el magnífico chismógrafo Hernán Millas: se había batido alguna vez a duelo con Cornelio Saavedra (no el mismo, no el que andaba “pacificando” a los héroes troyanos del poeta fundador Ercilla). Ambos sobrevivieron ilesos.
El tío Ismael fue llamado el “vigía del aire”, por su programa radial homónimo en que no dejaba de aplaudir al Frente. En mi niñez, cuando me hablaba mi abuelo de tal tío vigía del aire, pensaba yo en un aviador (o sea, no en un palurdo alimentador de gallinas y pollos que encarna una acepción del verbo “aviar” sino en un piloto de guerra). Como el infante ignorante que yo era, lo relacionaba con el autor de El principito, Antoine de Saint-Exupéry, que había sido aviador, y más que un solista, un solitario, tal cual su príncipe del desierto. No sabía entonces yo que la palabra “aire” —en el vigia de eso mismo— aludía a la aérea difusión de ondas de radio.
Pero este mal conceptuado “aviador” —que quizá había piloteado algún volatín chupete— gozaba de otras aviaciones, las cuales, de algún modo, ilustran las piruetas magistrales del Frente Popular.
Resulta que el tío Ismael no pasaba desapercibido en la calle. Llevaba él un bastón. Llevar por entonces un bastón no constituía precisamente una extravagancia: muchos caballeros lo llevaban en la década del treinta. La extravagancia, empero, comenzaba cuando el tío Ismael lanzaba el bastón hacia lo alto, muy arriba, hasta hacerlo perderse en la espesura aérea, para luego recibirlo cuando el bastón volvía a él pero en busca del suelo. Era ese un espectáculo de riesgo y precisión. Si el tío Ismael hubiese efectuado estos ensayos de guaripola en mitad de un potrero en San Bernardo, hubiese pasado desapercibido. Lo cierto es que hacía sus malabares cuando iba caminando por la Alameda y entre la muchedumbre, ocasionando siempre una estampida de viejas pitucas.
Quizá con este ejercicio el tío Ismael buscaba abrirse paso entre la oligarquía —en tiempos en que su propia familia era gente más bien “bancosa” (como dijo Vicente Huidobro)—, abrirse paso, digo, sin demorarse pidiendo permiso. Su bastón al aire asustaba a mucha gente precavida. Las doctrinas amenazantes de la ciencia balística habían popularizado el movimiento parabólico. Por eso todos sabían que el bastón los golpearía con una fuerza similar a la que lo había hecho encaramarse hacia el futuro.
El tío Ismael asustó a muchos transeúntes, al punto que la gente se pasaba el dato: “váyase por otra calle, el vigía anda suelto”, mas sus audaces malabarismos nunca causaron daño alguno. No se reportan heridos… Bueno, una que otra vieja que tropezó al huir de uno de los solistas del Frente Popular.