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Suerte y terror en las costas del fin del mundo

Por Joaquín Trujillo Silva
Publicado en Revista Santiago, 4 de febrero de 2022



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No hay mito que no haya sido reescrito en cada época, reconoce el autor de este ensayo, quien aborda la historia de Ifigenia desde tres miradas (Eurípides, Goethe y Alfonso Reyes), para concluir que la versión del escritor alemán ve en la negociación la forma precisa de compaginar el destino individual con la historia, comprendiendo que esta última no es una línea recta hacia el progreso o el avance, sino un camino zigzagueante que solo puede sortearse mediante el diálogo político.

La costa de un país lejano, como metáfora de una cárcel moral y política, es muy antigua. Está, por ejemplo, en una de las caleteras de la autopista que condujo a Troya. El mito de Ifigenia, tratado por Eurípides, Goethe y Alfonso Reyes, transcurre en esa orilla y ofrece, en sus distintas versiones, una moraleja sobre nuestra coyuntura.

Cuando el rey Agamenón, liderando a miles de guerreros que parecían campos de trigo ondulados por el viento, quedó con su flota inmovilizada en la bahía de Aulide, el adivino Calcas reveló que la diosa Artemisa, cuyo altar regía sobre aquellas costas, estaba exigiendo como tributo el sacrificio de una virgen, para permitir que el viento volviese a soplar. La víctima era nada menos que la hija mayor del rey, Ifigenia, que se había quedado en casa, en compañía de la madre y sus hermanos.

Como Abraham en el Génesis, Agamenón accede y manda buscar a su hija. Como Abraham, la hace venir sin decirle cuál será su destino y, con lágrimas en los ojos, se dispone a sacrificarla. Pero mientras el dios de Israel envía un ángel que detiene el sacrificio, la diosa de Agamenón… Una versión de la historia dice que ella admite la ofrenda; la otra, que impide su muerte y la traslada a una remota costa, en un país bárbaro en el que sus habitantes sacrifican a todo náufrago sobre el altar de Artemisa.

Tiene entonces lugar una excepción, porque los salvajes tauros en vez de sacrificar a Ifigenia, la convierten en la nueva sacerdotisa, con el encargo, si, de que sacrifique a los náufragos.

Sin volver a saber de su familia, un día dos jóvenes visitan aquella costa. Tras interrogarlos, Ifigenia reconoce a sus coterráneos, quienes la persuaden para que deje ir a uno, que pueda llevar noticias suyas a casa, y sacrifique al otro. En la versión de Eurípides, Ifigenia escribe en una tablilla sus datos personales y descubre que aquellos a los que iba a matar y liberar son Orestes y Pilades, su hermano y un amigo. Astuta, Ifigenia engaña al rey del lugar, se acerca junto a ambos prisioneros lo más cerca de la orilla del mar y, así, escapan los tres.

En rigor, no hay mito que no haya sido reescrito en cada época.

Mientras en la versión de Eurípides los personajes engañan a los cavernarios y escapan, en la que Goethe escribió, algo así como dos mil años después, en el momento en que están a punto de fugarse Ifigenia vuelve atrás. Mira venir al rey de los bárbaros, ese que durante tanto tiempo ha sido su captor. Hermano y amigo no saben que pasa. ¿Qué le ocurre a esta loca que desaprovecha la oportunidad precisa para escaparse?, se preguntan.

La Ifigenia de Goethe le dice a quien la ha retenido tanto tiempo que él es un padre para ella, un verdadero padre que la ha cuidado, pero que ahora necesita partir, porque así se lo exige el lejano reino al que pertenece. Además, Ifigenia le promete que cada vez que encuentre, allá muy lejos, a uno de estos bárbaros que la han mantenido prisionera, ella lo recibirá y lo atenderá como a un dios. Finalmente, Ifigenia le dice al rey que ella no se irá sin su consentimiento.

El rey, casi mudo, con un hilo de voz, le responde: adiós.

Ifigenia, su hermano y el amigo emprenden el viaje; el viento es favorable como nunca.

La obra se titula  Ifigenia en Tauris. Goethe la escribió justo cuando se empleaba como asesor político de uno de los muchos príncipes que en aquel tiempo gobernaban Alemania, país que todavía no se consolidaba como un Estado-nación al estilo de Francia, por ejemplo.

La huella política de este personaje recreado por Goethe es fundamental. Ifigenia es la mujer que educa, ilustra y, también, que negocia, que cede por momentos e impone su visión en otros. Es una princesa que debe hacer un trabajo sucio, uno que repudia, y que cuando por fin se le da la oportunidad de liberarse, su misma liberación alecciona a los que se quedan en aquella costa remota.

En un verso clave de Goethe, antes de intentar escapar, Ifigenia se dice a sí misma  tanta suerte, tanto terror, vale decir, lo bueno que me está pasando seguramente traerá aparejado un mal. Porque mientras más feliz se siente, mayor será la amenaza que presiente. Seguro, los psiquiatras podrán elaborar una interpretación más adecuada, pero políticamente esta sensación que invade a Ifigenia es la raíz de su deferencia. Es el miedo a arruinar todo lo que hasta ese momento ha logrado, aquello que la hace preservar eso que llama su buena suerte. En el fondo, su suerte y sus méritos están tan mezclados, tanto se hallan enredadas esas dos madejas, que no puede tirar de ninguna hebra.

En un pasaje de sus colosales memorias prematuras,  Poesía y verdad, Goethe relata su experiencia de niño ante la ocupación que tropas francesas hicieron en Frankfurt. El conde invasor respetó a tal punto la vida de sus rehenes que el pequeño Goethe no disimula una especie de gratitud. Por otro lado, en sus conversaciones con Eckermann, no escatima alabanzas a su patrón, el gran duque de Weimar. Pese a las muchas críticas del progresismo de aquel tiempo, Goethe se las arregla para no expulsar al príncipe de ese campo simbólico que en toda época puede llamarse los dominios de lo correcto.

Artista, científico y político en un país cultural, institucional e industrialmente atrasado, como era la Alemania de fines del siglo XVIII y principios del XIX, fue un maestro de los procesos de modernización a destiempo. Esta manera de comprenderlo, que puede considerarse un tanto reduccionista, se entiende mejor a la luz de su personaje Ifigenia. Él fue una Ifigenia, como lo fue Andrés Bello entre nosotros, también en una costa lejana.

El mexicano Alfonso Reyes reescribió el mito en  Ifigenia cruel, poema dramático donde los rescatistas de la princesa vienen deliberadamente en su búsqueda, pero ella los repele. Prefiere quedarse entre los tauros, ejerciendo sus funciones como sacerdotisa de Artemisa. No habrá manera de convencerla. Ella ya pertenece a su cautiverio, tal vez abducida por el terror.

Las consideraciones por el captor hoy nos resultan prácticamente absurdas. ¿Por qué Goethe construyó una de sus principales obras instalando esa tensión como asunto principal? Acaso intentaba justificar sus propias opciones moderadas, apelando a los asuntos del clasicismo.

Tal vez la lectura que Alfonso Reyes hizo de la lectura que Goethe hiciera de Eurípides pueda, si bien no desenredar, si abrir la madeja.

Porque no hallamos en esta trama la estricta necesidad de las tragedias griegas, nada parecido a un final “obligatorio” o fatalista. Ifigenia puede huir como quedarse. El paso del tiempo podrá haberla mantenido extranjera como convertida en taura. Su pertenencia ya es un enigma. Su cárcel tal vez sea su coraza, como las costillas al corazón.

De tal suerte que entre la Ifigenia de Eurípides (que se fuga con trampas de por medio) y la de Alfonso Reyes (que se queda a seguir matando) está la Ifigenia de Goethe (cuya fuga será acordada por ella misma).

He aquí el punto. En política, como en cuestiones prudenciales, requerir de suerte o de terror es una forma de menospreciar la praxis. Pues es común que lo que primero aconteció por suerte, luego haya que lograrlo mediante el terror. Lo que de primera tiene la soltura de lo espontaneo, luego soportará la tensión de lo forzado.

De ahí que la propuesta de Goethe haya sido que ni la suerte ni el terror deberían apartarnos del hábito de la negociación. El caso de Ifigenia es primordial, porque en su deliberación con el rey ella se decide contra el miedo.

La Ifigenia de Goethe ve en la negociación la forma precisa de ir compaginando la historia consigo misma. Si para los entusiastas del avance, del progreso, la historia no es más que la trama rectilínea de la emancipación hacia un horizonte alcanzable, según Goethe la historia —personal o política, individual o colectiva, privada o social— es la manera de aprovechar la suerte y el terror, sin cederles espacio, pero en líneas zigzagueantes, ondulantes, hasta circulares, al punto de reducirlos a su mínima expresión, sin jamás olvidar que son ingredientes imprescindibles del teatro del mundo.

Si en lejanas costas desconocidas el viento puede ser motivo tanto de suerte como de terror, la praxis que propone la Ifigenia de Goethe convive con fuerzas internas y externas sin dejarse arrastrar por ninguna. Más que teatro: un diálogo político.


 

Imagen superior de Anselm Feuerbach: Iphigenie (1862)

 



 



 

 

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