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        Happy  birthday en Chuck  E. Cheese’s
          
          Por Joaquín Trujillo Silva
          En Ojoseco, Septiembre de 2013
         
        
          
          
           
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        En el  invierno de 1993 decidí que debía volverme un hombre de mundo, que era hora de  dormir en un hotel.
          En el  invierno de 1993, a  la edad de diez, llevaba dos años viviendo en el campo. Con mis tres hermanos,  mis padres, mi abuelo y mi tío, vivíamos en la casa que había alguna vez  pertenecido a la bisabuela; construida especialmente para ella en los años  sesenta, cuando los altos cielos de la casa vecina —que había sido una hacienda  jesuita— cayeron sobre su cama estando ella al pie rezando. Fue un terremoto  famoso.
          Llevaba  viviendo dos años y había conseguido una proeza. No hablaba como los niños del  campo, que, en realidad, hablaban un castellano más antiguo, con hermosos  resabios coloniales, que mis primos de la ciudad llamaban hablar mal, hablar  como huaso. Yo seguía hablando como viñamarino —o sea, conseguía comunicarme—,  e intentaba mantenerlo, pues mi abuela, de visita, había dicho:
  —Tú no  hablas cantadito, como tu primo, que cuando vivió aquí quedó convertido en un  huasito.
          Constituido  por esta descripción, yo disfrutaba de este mérito y quería profundizarlo. Para  eso era necesario salir de vez en cuando, visitar la ciudad. Además había que  experimentar mundos no familiares. Entrar en un lugar desconocido, seguir por  un pasillo de curso imprevisto, entrar en una pieza, ocupar un baño nunca antes  visitado. Dormir entre sábanas de otros aromas. Todo esto podría darse aquel  invierno, durante las vacaciones.
  ¿Pero quién  podía llevarme a un hotel? ¿Y con qué motivo?
          Mi abuelo  ciego iba y venía, acompañado por mi tío, que hacía de lazarillo. A las cinco  de la mañana encendía la radio, se bañaba, se afeitaba, se vestía, despertaba a  toda la casa y salía a eso de las siete. Tomaba un bus, pues hace años había  decidido eliminar la camioneta. Era él la persona más contactada con la ciudad  que yo conocía.
  —Tata —le  dije—quiero dormir en un hotel. Llévame a un hotel.
          Mi abuelo no  oponía resistencia. Le gustaba salir acompañado por alguien más que mi tío.
  —Bueno, hay  que ver cuándo. Si estoy en Santiago, duermo en la casa del tío cura. Si estoy  aquí, duermo aquí. Nunca voy a hoteles. Pero podemos ir a uno.
          Planificamos  en secreto la visita al hotel. Yo saldría con mi abuelo y haríamos coincidir  todo para que quedásemos atascados en La Calera, de noche, sin locomoción que nos  devolviera al campo, de tal manera de no tener otra posibilidad que irnos a un  hotel.
          Pedí permiso  a mi papá para acompañar a mi abuelo. No diría nada acerca del hotel; intuía  alguna oposición. Un par de días antes de partir, revelé mis intenciones.
          Mi papá  estaba tallando en su taller. Lo había establecido en las bodegas de la casa.  Le dije:
  —Papá,  ¿puedo ir a Santiago con el tata?
  —Sí.
  —¿Pero me  puedo quedar a alojar, si no alcanzamos a volver?
  —¿Dónde? ¿En  la casa del cura?
  —No, en un  hotel.
  —Por ningún  motivo.
          Se me  anudaba la garganta. Todo se caía.
  —Pero, ¿por  qué?
          Mi papá me  explicó. Eso de los hoteles no era cosa de gente decente y honesta. Además, mi  abuelo no veía, por tanto no sabría en dónde nos habríamos de meter.  Finalmente—ante mi insistencia—había un último argumento. Mi abuelo seguramente  no me llevaría a un hotel, es decir, no a un hotel propiamente tal, sino a una  casa. A la casa de alguna amiga suya, de esas que lo acompañaban en las  ciudades cuando mi tío se quedaba jugando a la pelota. Mujeres que no eran de  fiar.
          Mi papá sólo  besaba a mi mamá y a sus tías maternas, por eso, esta historia de esas mujeres  misteriosas no me convencía. Había conocido a un par de esas en algún terminal  de micros o en alguna librería de papelerías. Eran muy simpáticas, divertidas.  Hacían un bonito alboroto cuando mi abuelo entraba en escena. A mí también me  querían, me ocupaban como calculadora si atendían un almacén. Mi papá no sabía  nada de esas mujeres. Todo era producto de su imaginación exagerada.
  —Tu abuelo  no respeta a las mujeres. No respeta a tu abuela. No respeta a tu mamá. Cuando  ella era joven e iban a la feria de criadores la hacía andar en un camión,  entre muchos hombres. Es fundamental dar dignidad y el mayor de los respetos a  las mujeres. Y me contó:
  —Cuando  estaba en la universidad, me tocó ir a fiestas donde compañeras de curso mías  servían a quienes estaban en la fiesta, entre los que estaba yo. No tenían  dinero para pagar la universidad; muchas tuvieron que retirarse. Pinochet  eliminó a mucha gente talentosa de las universidades públicas con ese sistema.  ¡Estas cosas no las permito!
          Protesté en  todos los tonos. Se sumó la opinión de mi mamá, que no quería saber nada de  esas “niñas” de mi abuelo, ni menos de supuestos “hoteles”. Se dijo que mi  abuelo me había convencido de andar en hoteles porque era imposible que yo, sin  conocerlos, hubiese sentido la necesidad de ir a uno. Finalmente, peligrando la  excursión, mi abuelo aceptó llevarme a Santiago, por el día, volver de noche y  llegar al campo aunque fuese caminando en la oscuridad siempre suya y en la  eventual mía. Ello excluía de plano el hotel.
          Para mí ir a  Santiago por el día equivalía a mero cansancio. La ausencia del hotel era  absurda en aquel programa.
          Entonces  decidí presionar: me escapé de la casa; por un rato.
          Mis hermanos  no tardaron en encontrarme. Me arrastraron a la casa con promesas de viaje. Mi  mamá iría a Santiago. Me llevaría con ella.
          No sé por  qué se insistía en que yo quería viajar, cuando en realidad no quería más que  un hotel. Quería dormir y despertar en un lugar ajeno, bajar unas escaleras,  desayunar huevos revueltos casi crudos mientras leía el diario y después salir  para no volver jamás.
          Acepté este  viaje con la esperanza de ver caer la noche y a un hotel varar en el camino.
        2
        Parece que  si vivir la vida tiene un sentido, ese sentido resulta del que los planes  vienen del sinsentido. Los planes imprevistos, en cambio, son el sentido de la  vida. Parece.
          Llegué a  pensar así cuando tuve que dormir no en un hotel, sino en la casa de una  hermana de mi madre, en Santiago. Llegamos muy tarde. Mi primo, al día  siguiente, se lanzó sobre mi cama. Venía a despertarme con una noticia fenomenal.
  —¡Vamos a  celebrar mi cumpleaños en el Chuck E. Cheese’s!
  —¿Qué es  eso?—pregunté.
  —¿No sabes?  ¡No sabes nada! Es el lugar más espectacular que hay en el mundo. Es una  pizzería, con casino para niños. O sea, los niños pueden apostar y fumar. Hay trenes  y autos chocadores moviéndose entre las mesas del restaurante. Hay un escenario  inmenso con robots que tienen un grupo de rock. Los garzones son también los  robots. Hay un tobogán en que algunos niños han muerto. Hay un río subterráneo  como en los Gunnies, con barcos piratas  también. Hay además jirafas y elefantes que se pueden montar. Al Irisarri le  hicieron su cumpleaños ahí, aunque solo comimos pizzas. Por eso lo conozco.  Ahora me lo van a hacer a mí ahí.
          Ante tamaña  imagen mi absurdo hotel desapareció. ¿Qué era una vieja subiendo y bajando  escaleras en La Calera,  entregando la llave de una habitación sombría al lado de robots meseros?
        3
        Esa noche no  podíamos dormir. Imaginábamos el Chuck E. Cheese’s. Aunque mi  primo ya lo conocía, no podía conciliar el sueño ante la expectativa del  regreso. En el alba, pude dormir y alcancé a soñar. Soñé con miles de robots  que bailaban y cantaban, conducían automóviles y apostaban en torno a mesas de  casino donde había mujeres desnudas que giraban sobre las ruletas. Los robots  obedecían a las descripciones de mi primo: eran ratones, patos, perros y gatos  gigantes pero robotizados. A veces se convertían, eso sí, en decepcionantes  animales reales, especies de mascotas sucias y ariscas. Tantos colores  consiguieron despertarme.
          No dábamos  más. Eran las siete de la mañana y necesitábamos ir a ese lugar.
  —Niños,  déjenme dormir, el cumpleaños es en la tarde.
          Mirándola  dormir a ella, la tía; a ella la indiferente, nosotros alrededor de su cama,  como si fuese una madura durmiente del bosque decidida a no despertar, la  detestábamos y mi primo quería destaparla. Nosotros no podíamos esperar más.  Tiritábamos en la tenue luz de la mañana. Era preciso ir y… ¡desayunar! ahí: en Chuck  E. Cheese’s.
        4
        A las seis  de la tarde se desató una estampida. Los flippers parpadeaban; sus ojos  ciclópeos cambiaban de color como la faz de un planeta bajo soles de distintos  compuestos. El olor hizo a los niños reunirse alrededor de una mesa vacía, como  ansiosos espiritistas que aguardan el descenso de un buitre blanco. Luego  descendió entre ellos algo parecido: la pizza. Los trozos de cadáveres entre el  queso reverberaban. Tan calientes parecían revivir, pero el solo calor no da  vida suficiente. Volvían a morir tal una resurrección pagana.
          Ya comidos,  todas las emanaciones luminosas eran ídolos que se peleaban a los niños. Los  recibían, y maquinales se dejaban estimular por esas vidas.
          Mi primo  dijo: ¡Mira!
          Se levantó  un telón.
          Ahora  estaban los robots. Eran una banda de rock. Eran animales antropomorfos, robots  roqueros. Sonrientes estaban los roqueros. Sonrientes estaban los animales. Los  niños eran una sola sonrisa. Había un robot mesero: era una pollita, también  sonriente. La felicidad había detenido su rostro. Pero su cuerpo lamentablemente  era torpe como el de una humana.
          Uno de los  niños gritó:
  —¡No es un  robot, es una humana, es una estafa!
  —¡Helen Henny es una galla!
  —Está lleno  de humanos. Esta mierda es peor que Mundo Mágico.
  —Están todos  disfrazados.
  —¡Todos a  ella!
          Se lanzó una  jauría sobre Helen Henny. La pobre pollita  andromorfa sostenía la bandeja. La última pizza amenazaba con morir contra el  suelo. Su disfraz de plumas era tironeado. Sus piernas de polla mórbida eran  pateadas. Uno de ellos se subió a la mesa. Se colgó de su cuello por la  espalda. Ahora la pollita se ahogaba.
          Vino un  ratón gigante:
  —No molesten  a Helen Henny —nos  dijo—. Ella y yo nos vamos a New Jersey.
          El ratón  también era humano. Era una maldita rata humana sonriente. No era un robot. Los  empleados estaban por todas partes. Escondidos indeseablemente. Era  decepcionante percibirlos bajo los disfraces. Solo los flippers eran honestos;  ellos seguían siendo máquinas. Quizá no se movían, como las lentas plantas en  los jardines, pero al menos no mentían. Eran tan simples al lado de un robot.  Eran, en cambio, verdad.
          Fui a ver a Helen  Henny. No dejaba de sonreír. Quizá la mujer que había bajo el  disfraz también sonreía. Quizá nos había perdonado. Quizá ahora la máscara no  mentía.
          Entonces  recordé. Las palabras de mi padre, internándose con la gubia en la madera,  golpe tras golpe: las mujeres, las universitarias, los milicos, el dinero, las  universidades, etc… y principalmente: la dignidad.
          Entonces  escuché. La banda inmutable de animales roqueros tocaba una balada lenta. Una  especie de bolero de Kenny Rogers.
          Me acerqué a  Helen Henny. Tomé su mano o su ala, no sé, pues tenía forma humana, como los  dioses egipcios con cabeza de animal y cuerpo a imagen y semejanza. Al  principió casi me rechaza. Mi mano en su abdomen la tranquilizó.
          Comenzamos a  bailar. Frente a la tarima de los animales roqueros. Frente a los niños y los  flippers. Bailábamos Helen Henny y yo. El ratón Chuck también miraba, hundido  hasta la cintura entre sus pequeños enemigos.
          Helen se  movía con dificultad. Era muy rígida. Parecía como si un árbol intentase  bailar. Había un movimiento natural en ella, pero era forzado, como la rama  flectada por la alegría de un columpio. Participaba y se resistía. Una  respiración de mueble viejo había más allá. Una tos le emergió. Sonreía. Era la  tos un eco de caverna.
          Me retiré.  Reí, reímos. Helen Hennny se quedó junto a las mesas, toda llena de gracia. La  música ya no acompañaba.
        5
        Señor. Tú  que cortaste tu testa de animal como un noble que se hace guillotinar para así  dejar de dominar con la mente, escucha esta oración. Tú que has sido animal  semejante. Un buen hombre es el niño que vive en un hombre, lo sabes.
          Cuida a la  polla Helen Henny, donde sea que esté, en la micro que vuelve a su casa, y en  su casa, donde quizá estén sus hijos y su mujer, si goza de compañía creada por  el amor, el deseo y el pacto.
          Recuerda que  los niños no saben lo que hacen. Ellos patearon y escupieron a la polla como  los inocentes que mataron al cordero, con ello a ti, y que sin embargo van hacia  ti.
          Cuida estas  flores que a pesar de verse débiles crecen con la fuerza de la tempestad. Sobre  ellas la vista se enciende sin causarles daño. Ahora que regreso también a  casa, llévame rápido al inicio, sin hoteles mediante. Amén.
        
        *Este  texto es un adelanto de un libro de crónicas que el autor, Joaquín Trujillo,  está preparando.