La importancia de los imperios ha sido tan gigantesca para la cultura emergida en el oriente medio que durante siglos la historia fue dividida según el predominio de cuatro grandes entidades: Asiria, Persia, Macedonia y Roma. Tanto es así, que lo que conocemos como Antigüedad, Edad Media y Modernidad es una distinción basada, en buena medida, en el auge, hundimiento y supuesto renacer de la cultura nacida del último de esos imperios. En su tratado en latín De la monarquía, el poeta y filósofo del Derecho Dante Alighieri llegó a afirmar que, de todos, el más legítimo era el romano pues bajo su jurisdicción, y no la de otro, Jesucristo había consentido morir para redimir a la humanidad.
Estas poderosísimas consideraciones y circunstancias, unas más racionales que otras, se olvidan, muchas veces, cuando hablamos de soberanía nacional, popular o individual. Pues, los imperios no solamente llegan lejos en el tiempo, sino que principalmente en el espacio.
La idea de la continuidad de los imperios atravesó el océano Atlántico. La conquista de América fue considerada una expansión de la (supuestamente caída) civilización romana. Recuérdese que el emperador Carlos V lo fue del Sacro Imperio Romano Germánico, vale decir, la ficción de ius publicum que prologaba el viejo Imperio Romano, ahora cristiano y bárbaro, como también de los dominios americanos y asiático. De ahí que se haya dicho que en sus reinos el sol nunca se ponía.
Para los conquistadores fueron los mapuche quienes detuvieron la expansión de la civilización nacida en Roma. Por eso que el poeta de corte y campo de batalla, Alonso de Ercilla y Zúñiga, les dedicó el poema épico más importante de los tiempos modernos, La araucana.
Poco a poco, sin embargo, el orden cosmológico, como dijo el historiador Johan Huizinga, que representaba la cuatripartita división de la historia cayó en desuso. Y no porque hayan desaparecido los imperios, sino que por su proliferación. Como recordó en su libro Orientalismo, el pensador de la cultura Edward W. Said, entre 1815 y 1914 los imperios europeos de ese tiempo pasaron de dominar el 35 al 85 % de la superficie del planeta. Mientras ese proceso estaba en curso se daba la paradoja que América se independizaba, desde las Trece Colonias, en el siglo XVIII, hasta Cuba, a fines del XIX.
De tal suerte que no dejan de tener razón los estudiosos postcoloniales que apuntan que algunas independencias fueron más bien nominales. El vacío que dejó, por ejemplo, el Imperio Español, pronto fue llenado por otros imperios, especialmente por la actividad comercial de los mismos. La lucha de los imperialismos fue feroz. A mediados de la segunda mitad del siglo XX, cuando la Unión Soviética de Brézhnev se puso a la cabeza de los países del tercer mundo lo que hacía era entender ingeniosamente el papel de un imperio. Un imperio debe dominar, de alguna u otra manera, por las vías más distintas.
La caracterización que hizo Joseph Roth del Imperio Austro-Húngaro, tan odiado por Hitler, como uno trans y pluri nacional nos da una idea de lo diversas que llegaron a ser las organizaciones imperiales, si es que se las quiere mirar con buenos ojos. Si queremos mirarlas con malos, ahí está el Imperio Belga en el Congo, con ese genocidio espeluznante denunciado por Joseph Conrad.
El intelectual martiniqués Aimé Césaire hizo ver, con punzante alarma, que el mundo necesitaba un genuino derecho de gentes, o sea, uno que respetase a los pueblos en su autonomía, si no quería repetir sus crímenes.
El problema es que las dinámicas imperiales no paran.
Para que hubiera imperio tuvo que haber conquistas. Los estilos de conquista fueron muy variados. En el mundo antiguo, por dar un ejemplo clásico, el estilo asirio fue cruel mientras que el de los persas, amigable. Conocemos en el rollo de Ester la historia de una reina persa, en realidad judía, que revela su identidad al rey Asuero y salva de un inminente genocidio express al remanente judío en el Imperio Persa (Ester 7: 3-6). Un caso improbable en el Asirio, reputado despiadado.
Quedaron en el camino muchos candidatos a imperios. Con gracia sublime, Isaac Asimov narró está infinita superposición de candidatos en su libro sobre la historia del antiguo medio oriente, de invasiones que iban y venían, de pueblos insignificantes que se hicieron fuertes e imperios invencibles a los que se los llevó el viento. Cada uno fue una apuesta.
Ya Tucídides hizo ver en su diálogo entre atenienses y melios que las naciones pequeñas no podían, si querían sobrevivir, arrogarse decisiones respecto de sí mismas que incumbieran a las poderosas, especialmente cuando estas últimas andaban tras el destino imperial (Guerra del Peloponeso, 5.84). Negándose a la solicitud de apoyo que les propusieron los atenienses, en virtud de una supuesta neutralidad, los melios serán arrasados por esos mismos atenienses. El historiador judío Flavio Josefo mostró la más extensa lucha de un pueblo contra el Imperio Romano. Del
propio Gandhi sabemos otro tanto de la lucha contra el Británico. Hubo conquistas exitosas y otras fracasadas. Y resistencias de las que se puede decir algo similar.
La historia comparada, a pesar de tantas dificultades epistemológicas, ilumina el entendimiento. Hoy tenemos claro que, cuando todavía no acababa de caer el Imperio Español en América, otras fuerzas imperiales llenaron el vacío que dejaba. El paso de un dominio al otro fue amortiguado por elites locales que supieron administrar la nueva tensión internacional sobre su nación, y que muchas veces abusaron (aunque con no pocas honrosas excepciones) de esa posición dominante. Esa articulación puede ser llamada saducea, pero también fanariota. Y es que el caso de los fanariotas es muy interesante. Cuando el Imperio Romano Oriental, más conocido como Bizancio, cayó a manos del Imperio Turco Otomano, las elites bizantinas fanariotas mantuvieron el control al tiempo que se transformaron en la filial del nuevo poder. El Sínodo de la Iglesia Ortodoxa alegó la continuidad del caído imperio bizantino bajo fisonomía eclesiástica y pretendió representar al pueblo cristiano sometido al musulmán. Esta tensión entre fanariotas ilustrados y la iglesia popular-tradicional la encontramos, con el siglo XX, en las novelas del pope rumano Virgil Gheorghiu, es el caso de Los inmortales de Agapia. Los dos imperios cristianos contiguos, el ruso y el de los Habsburgo, no siempre pudieron salir al rescate. Sin ir más lejos, las luchas étnicas, y los crímenes de limpieza, que vivos hace un par de décadas, durante la de los 90, con bombardeos de la OTAN incluidos, en las regiones de la ex Yugoslavia, son directamente herederas de territorios tensionados por las latencias locales y las exigencias imperiales.
Las historias de los imperios son de tan largo aliento que pocas veces una misma persona durante su vida los ve surgir y caer. De ahí que esa posta de generaciones que llamamos nación deba ser precavida respecto de las tormentas solares. De ahí, también, que sea la historia larga la mejor perspectiva para no entusiasmarse con luces de estrellas ya fenecidas.
Las repúblicas no imperiales, como la de Chile, debemos aprender a observar y, mejor, advertir las señales de los tiempos. Es responsabilidad de la academia aportar información crucial en ese sentido. El poder, a nivel mundial, es desde hace milenios una cuestión de imperios. No se equivocaba el sapiencial Andrés Bello cuando insistía, en su debate con José Victorino Lastarria y Jacinto Chacón (véase Obras completas, t, 23, p. 250), una verdad que duele: la fatalidad de ciertas naciones es que deben, más que originar procesos, aprovechar los que ya están en curso, imitando de las más preponderantes un tipo especial de independencia, tal vez la única realmente posible: la del pensamiento.
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Cuestión de imperios
Por Joaquín Trujillo Silva
Publicada en Informativo Constitucional
Facultad de Derecho, U. de Chile
6 de septiembre de 2021