Ya no entendemos las bondades de la adaptación. Estamos atrapados entre dos modalidades equivocadas. Malas épocas son aquellas en las que los inadaptados y los sobreadaptados saturan demasiados espacios sociales. Los primeros, porque a menudo exprimen alguna forma de mero privilegio. Los segundos, porque explotan la más ramplona del mérito. Así, ninguna creación logra consolidarse. Unas, por falta de forma; las otras, por exceso de ella. A este desequilibrio se lo puede llamar contaminante. No conforme con acelerar su propia ruina, se encarga de contagiarla al resto. Decir que no vive ni deja vivir es poco, pues tampoco deja morir en paz. Es una preservación de la mediocridad que, curiosamente, madruga para proseguir su empeño.
La educación moral, que ha sido tan desacreditada, estaría en el origen de este problema. Hay una mala educación que consiste en no hacerse responsable de nada y no darse el trabajo de deslindar las responsabilidades ajenas.
Y como la educación es entrenamiento, el desastre de la educación moral sea tal vez definitivo. Hace mucho tiempo ya que las palabras de buena crianza eclipsaron cualquier posibilidad de moraleja, o sea, claridad y síntesis. Nada de raro, entonces, que los gritos de mala crianza ahora dificulten cualquier persuasión. Lo que llamamos caza de brujas, en buena medida, es eso: intentos desesperados por restaurar saludables conductas, pero cuando ya se ha perdido el hábito misterioso que las solventaba y que, ante todo, sabía mesurarlas.
Los canjes de culpas —esos que en política se los llama "empate"— nos hundirán cada día más en las arenas movedizas sobre las que han sido erigidos. Los que crean, como el barón Münchhausen, que podrán salvarse de ellas jalándose a sí mismos de la coleta o los propios suspensores, seguirán tan confundidos como los que cifren sus esperanzas en el rescate de la grúa.
Mientras tanto, las suplantaciones de la genuina educación moral continuarán sus simulacros. Cada representante de alguna profesión o algún oficio que intente colocar en el centro de su trabajo la plenitud de ese quehacer, o algo que legítimamente se le asemeje, constituirá otro buen ejemplo que haya pasado inadvertido o, peor, se hará motivo de escándalo.
Y, en ese ambiente disoluto, el inadaptado se congratulará creyendo no haber sido valorado, mientras que el sobreadaptado alegará haber hecho exactamente lo que se esperaba de él, sin obtener la prometida recompensa.
Las investigaciones acerca de cómo se desata este nudo gordiano siguen desarrollándose. La antigua política regia según la cual había que amenazar cortarlo, curándolo del susto, para que se desanudara por sí solo, pudiera ser contraproducente, volviéndolo más ciego. Es la inteligencia práctica que florece en la educación moral la que sabe reconocer las condiciones de adaptación. Sin ella, la frustración pretenciosa continuará envileciéndonos.
Tal vez suene a la prédica de un fanático, pero debe decirse.
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Por Joaquín Trujillo Silva
Investigador Centro de Estudios Públicos
Publicado en La Tercera, 1 de marzo de 2023