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Renta y albergue en Virginia Woolf

Por Josefina Trujillo
En Realismo Visceral
www.realismovisceral.cl




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Bien puede decirse que la buena literatura suele tratar sobre los acontecimientos más comunes de la vida. Una buena novela no dependerá de cuán novedosa o creativa sea la historia, sino de cuánta maestría haya en su narración. Indagar y exponer las debilidades que rondan al corazón y a la conciencia humana, muchas veces nos expone de tal forma, que preferimos guardar silencio, esperar que el tiempo pase, y que esas sensaciones que vivimos con tal intensidad, nos abandonen. Hay, sin embargo, algunos a quienes no les queda más alternativa que transformar esas experiencias en historias. Quizás a ellos el dolor, el remordimiento, o la tristeza, no los resignan sino cuando los han convertido en un ser ajeno y exterior; cuando la historia ha sido contada y sus personajes han guardado silencio.

Encontrar un buen libro es principalmente encontrar a un buen escritor. Hace algunos años, me topé con uno de estos. Una mujer a quien las voces de su conciencia clamaban vida; en quien las palabras constituyeron el medio de hacer esas voces audibles; una mujer a la que la vida se le fue en las letras. Pareciera que del mismo modo en que la vida perturbó su pluma, sus obras han afectado la mía. Les quiero contar de Virginia Woolf. 

Para quienes no la conozcan, Virginia Woolf es una escritora inglesa nacida a finales del siglo XIX, tributaria de una tradición literaria de notable inteligencia. Uno de los rasgos más distintivos de las escritoras que le precedieron está dado por esa permanente inclinación a la ironía y a la crítica. Las inglesas que escribieron novelas, o más bien, las inglesas que se hicieron famosas escribiéndolas, medio escondidas en sus habitaciones, unas en los campos, otras en rectorías, y unas cuantas en las ciudades, se distanciaron de aquellas convenciones que la sociedad les imponía, y más que reflexionar sobre su pertinencia, se revelaron contra ellas. Es difícil no encontrar en las obras de Jane Austen una tendencia permanente a ridiculizar a la burguesía provinciana, a burlarse de las señoras afectadas, o a erigir como símbolo de fortaleza a personajes que hablan desde la franqueza. Las hermanas Brontë –Emily y Charlotte–, en un estilo diferente, quizás un poco más oscuro –no puedo evitar recordar los desvaríos del señor Heathcliff o los sufrimientos del señor Rochester– demuestran comprender más que los intrincados abismos del corazón. Las hermanas Brontë, hijas de un estricto párroco y huérfanas de madre, al tiempo de revelarnos la miseria a la que puede llevarnos el dolor, el odio y la tristeza, iluminan con su mirada páramos ensombrecidos. Sumado a estas geniales mujeres, Georges Eliot –cuyo nombre real era Mary Anne Evans, pero que lo privatizó bajo uno público masculino para ser tomado en serio– constituye otro antecedente literario de nuestra Virginia, cuyas novelas evidencian la fuerza, el coraje y la potencia de un alma rebelde y ejemplar. Eliot olvida a las jóvenes hermosas, a las pequeñas casamenteras, y nos presenta a las muchachas secundarias. Esas que a simple vista no vemos, pero que están ahí, escuchando, observando y esperando que el río nos inunde. Virginia Woolf proviene de esa tradición, y como una poderosa y novedosa representante de esa ancestral historia, nos revela qué hay de valioso en los rincones de la Inglaterra de entre guerras.

Quizás por la variedad de sus escritos, o por lo difícil que es leer sus novelas, este texto se me ha hecho cuesta arriba. No deseaba contarles sobre los aportes de Virginia a la teorías feministas; sobre las concurridas reuniones en su casa de la avenida Bloomsbury –a las que, por lo demás, asistían grandes intelectuales de la época, como el escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein–; sobre la editorial Hogarth Press, que formó junto a Leonard Woolf; ni tampoco respecto al trastorno bipolar que según sus biógrafos la llevó a sumergirse –provista de piedras en los bolsillos– en el río Ouse. No quería referirme a los lugares comunes que se han construido en torno a esta mujer, porque considero que los lugares comunes, en tanto comunes, son la opacidad de lo obvio. Deseaba evidenciar lo que hay de genuino, de autentico y de cercano en la obra de Virginia Woolf; aquello que la convirtió en la escritora que nos asombra, que nos encandila, que nos remece. Y, tal como adelantaba, quizás todo ello se deba a que sus relatos la exponen de tal modo, que indagar en su corazón se transforma en una búsqueda de nuestros propios temores.

La Señora Dalloway es quizás su novela más famosa. En ella Virginia Woolf relata un día en la vida de Clarisa Dalloway, una inglesa en apariencia convencional que está preparando una fiesta. Aunque la historia suena sencilla, la subjetividad de la narración, el sinfín de impresiones que aprieta la mente de los narradores, y las continuas retrospectivas, hacen del relato que transcurre en un solo día, una vida completa. Sucede que Virginia Woolf experimenta en esta novela con la corriente de la conciencia. ¿Estilo literario, método narrativo o posición filosófica? No es claro ni acierto a la respuesta. Lo que sí puedo sostener, es que una narración que intenta atrapar las infinitud de impresiones que recibe la mente, se opone a las convenciones literarias conocidas hasta ese entonces. La idea que fundamenta la forma de relato a que nos referimos, la podemos encontrar en un ensayo titulado La narrativa moderna, en el cual Virginia Woolf sostiene que “si un escritor fuera un hombre libre y no un esclavo, si pudiera escribir lo que quisiera, no lo que debiera, si pudiera basar su obra en su propia sensibilidad y no en convenciones, no habría entonces trama, ni humor, ni tragedia, ni componente romántico, ni catástrofe al estilo establecido, y quizás ni un solo botón cosido como lo harían los sastres de Bond Street.” A juicio de Virginia, las formas, los conceptos con que analizamos el mundo, con que le conferimos una estructura, responden a meras convenciones a las que un hombre libre, no tendría porqué ceñirse. Ahora bien, ¿quién leería ese libro? Esa es otra cosa.

Incluso, para que no quepa duda acerca de la dificultad que entraba una descripción genuina de las impresiones tratadas desde la subjetividad, que nos permita valorar cuándo un libro está bien escrito, ante la pregunta, ¿cómo debería leerse un libro? Virginia responde, a modo de consejo, que para comprender los principios de lo que un novelista está haciendo, no es preciso leer, sino que escribir –“(…) hacer uno mismo el experimento con los peligros y dificultades de las palabras.”– El intento, según ella, demostrará al lector cuán difícil y arbitrario es elegir, dentro de todos los sucesos que ocurren al mismo tiempo, lo que se elige.

En Orlando, una Biografía, la historia es distinta. Esta vez el relato es bastante más claro, y la historia más lineal. Trata acerca de un hombre, Orlando, que a medida que pasan los siglos se va transformando en mujer. La historia transcurre durante más de cinco siglos –desde la época Isabelina hasta la Victoriana– pero el tiempo subjetivo es el de una existencia común. Los críticos e historiadores del arte sostienen que las desventuras de Orlando son las devenires de Vita Sackville-West, una aristócrata y escritora con la cual Virginia Woolf tuvo una relación amorosa a finales de los años veinte. Al parecer, existirían bastantes similitudes entre la vida de Orlando y la de Sackville-West. Recuerdo un momento en la transformación de Orlando, en el cual visita a una prostituta. En tanto la mujer considera que es un hombre quien ha entrado en su habitación, actúa misteriosa y sensualmente. Intenta hacer sentir a Orlando que hay secretos que él no podrá conocer; que las mujeres poseen espacios sicológicos íntimos vedados a los hombres; que la mujer es un ser, incomprensible e inalcanzable. Sin embargo, cuando Orlando le revela que en realidad no es un hombre, sino que alguna extraña circunstancia lo ha transformado en una mujer, la prostituta se relaja, lo invita a sentarse, y evidencia que tanto misterio no es más que la convención. La convención de los sexos. La novela Orlando, constituye una tesis acerca de cómo la cultura ha condicionado el modo en que la mujer se ve a sí misma; cuestiona el rol que le ha sido asignado; y las posibilidades de emancipación.

No solo Orlando posee elementos autobiográficos. En su novela Al Faro, según la propia Virginia Woolf nos confiesa en sus memorias, se enfrenta a los recuerdos de su madre, y la relación de ésta con su padre, el catedrático Mr. Stephen. La novela trata sobre la familia Ramsays, y se desarrolla en las Hébridas, en la isla de Skye. Trata acerca del paseo que uno de los pequeños hijos de Sra. Ramsays quiere realizar al faro ubicado a no mucha distancia de la costa. En esta novela, al igual que en La Señora Dalloway, la narración se despliega de modo similar –o al menos ese es el objetivo– a que lo hace el pensamiento. Recuerdo haber leído esta novela en un viaje por Iquitos, específicamente, en una pequeña aldea que bordeaba el río Ucayali. El contraste era tan amargo, que la novela perdía un poco el sentido. Estaba yo en medio de una naturaleza desbordante, en que mujeres y hombres se asociaban del modo más primigenio, tal cual lo hacían los pájaros; en que el número de hijos que se parían decían relación con la fortaleza y vigor de la mujer; en que los niños aprendían el nombre de cada arbusto, cada animalito, no como una forma de comprender al medio, sino que como partes del medio mismo; en que los viejos permanecían meciéndose en sus hamacas horas y horas, simplemente porque no había nada qué hacer. La naturaleza lo proveía todo: centenares de frutas, clima agradable, peces al extender una caña desde la baranda de una simple construcción de madera. La naturaleza no mediada por la cultura, me pareció, externamente, como un espacio en que la reflexión existencial, la búsqueda de la verdad, resultaba vana. Ahí, hombres y mujeres debían aprender a lidiar con “la madre”, algo así como los remolinos del río amazonas, pues debían lidiar con el mito. De esa poderosa realidad, a una costa oscura iluminada por un lejano faro, habían siglos luz de distancia. Las convenciones acerca de la mujer aparecían allí como una noción innecesaria. La belleza, la gracilidad, la inteligencia, aparecían todas como características que intentaban ocultar los desvaríos de la conciencia, como un medio de protegernos, quizás, de las tristezas que otros ya experimentaron.

La posición de Virginia Woolf respecto a la corriente modernista en que el escritor va en busca de los devenires de la conciencia, la expone con sus palabras de admiración al joven James Joyce, que encontramos en su ensayo sobre la narrativa moderna: “(…) el señor Joyce es espiritual; está preocupado por revelar a toda costa los parpadeos de esa llama recóndita que transmite como una centella sus mensajes por el cerebro, y con el fin de preservarla hace caso omiso con gran valentía de todo lo que le parezca adventicio, ya sea la verosimilitud o la coherencia, o cualquier otro de esos puntos de referencia que han servido durante generaciones para respaldar la imaginación del lector cuando se le pide que imagine lo que no puede tocar ni ver.” En sus novelas Al Faro, Las Olas y La Señora Dalloway, Virginia Woolf pone en ejercicio un estilo de narración coherente con una posición no convencional. Como decimos, las historias son sencillas, más no la forma en que ellas son contadas.

La madre de Virginia Woolf, una mujer muy hermosa, casada en segundas nupcias con el Mr. Stephen, murió cuando nuestra autora era aún una niña. Pocos años después, falleció su hermana mayor, hija del primer matrimonio de su madre, a los pocos meses de haberse casado. En algunos textos que tienen el carácter de memorias –Recuerdos y Apuntes del Pasado– Virginia relata recuerdos de su infancia, tanto en su casa ubicada en el número 22 de Hyde Park Gate, como en la casa de veraneo en St. Ives. Traigo estos relatos para efectos de este análisis, porque en ellos Virginia va desnudando, esta vez en primera persona, las debilidades y los dolores de su infancia. Virginia relata desde los abusos que cometieron sus medios hermanos, a las divertidas extravagancias que intentaba para conseguir la admiración de su padre. La mirada de la mujer respecto de su pasado, exhibe la incomodidad que hace de la pequeña joven Stephen, la escritora que hoy conocemos.

Esa incomodidad que Virginia Woolf va mostrando en sus novelas y en sus memorias, adquiere el tono feminista por el que es conocida, en su famoso ensayo sobre la mujer y la novela. En Un cuarto propio, Virginia Woolf sostiene que si bien las condiciones materiales restringieron durante siglos las posibilidades literarias de la mujer ­–comienza el ensayo diciendo que las mujeres necesitan al menos una renta de quinientas libras anuales y un cuarto propio para poder escribir– una vez que esas limitaciones desaparecieron, es decir, cuando la sociedad ya no les impuso que procrearan catorce hijos (dos o tres a lo sumo), cuando la universidad ya no les restringió el ingreso, ni la ley el derecho a elegir a sus gobernantes o a administrar sus bienes, de cada mujer dependió que los límites a su existencia se ampliaran, y que lo que alguna vez no pudieron llegar a ser, lo llegasen a ser hoy.

Woolf nos revela la génesis de sus contrariedades: ¿acerca de qué debe hablar cuando la invitan a exponer sobre la mujer y la novela? Será acerca de las mujeres y lo que parecen; o sobre las mujeres y las ficciones que han escrito; quizás sobre las mujeres y las novelas que se han escrito acerca de ellas o, quizás, de todos esos temas al mismo tiempo. Ninguna de esas alternativas satisface a Virginia, pues, además de no estar segura de que podrá obtener una respuesta, esas preguntas no le permiten resolver sobre los temas principales que plantea la relación entre la mujer y la novela: por qué el hombre ha escrito tanto más que la mujer; por qué el hombre ha escrito con tanta más libertad que la mujer; por qué la mujer ha escrito lo que ha escrito; dónde radica la necesidad, la fuente y la voluntad de crear para las mujeres por medio de la escritura y, específicamente, a través de la ficción.

Son preguntas que entraban respuestas complejas, y V. Woolf se dedica a esclarecerlas. Investiga en las novelas sobre mujeres, pero escritas por hombres; en las novelas escritas por mujeres sobre los hombres, y en las escritas por mujeres sobre las mujeres mismas. Virginia constata que, de algún modo, las primeras escritoras, lo hicieron o en oposición a la hegemonía de los hombres, o al menos condicionada por ella. Otras lo hicieron a pesar de ello, pero condicionadas a lo que de ellas se esperaba. Estas escritoras –Austen, Charlotte y Emily Brontë, Eliot– escribieron en un mundo de hombres, en contra de los hombres y a pesar de ellos, pero escribieron como mujeres. En sus novelas, las mujeres son a veces sensatas, otras orgullosas, sentimentales, beligerantes, hermosas, feas, prejuiciosas, pobres, ricas, inteligentes, poco instruidas, talentosas, ridículas, superficiales, burlescas, bondadosas. Esas mujeres escribieron, a pesar de no contar con quinientas libras anuales, a pesar de no tener un cuatro propio. Las condiciones materiales de sus existencias, hicieron de sus creaciones lo que hoy sabemos acerca de ellas. Ni más ni menos.

Pero la Sra. Woolf no se detiene ahí. Para Virginia las posibilidades creativas de la literatura femenina superarán la de sus antecesoras, sólo cuando las novelas ya no se escriban desde la mujer y en contra de los hombres, sino bajo la comprensión de que hombre y mujer no son las mitades contrapuestas, sino la armonía. Así, en el año 1929, año en que escribió El cuarto propio, Virginia se pregunta si acaso en cien años más las mujeres habremos cumplido el objetivo. Si acaso en cien años la superación de las limitaciones materiales y los condicionamientos históricos habrán liberado a la mujer de sus ataduras creativas. Falta poco más de quince años para que eso haya sucedido, y quizás sea preciso intentar responder a la pregunta.



 



 

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