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Joaquín Trujillo Silva | Autores |












Locuras y corduras de la justicia en Don Quijote [1]
The follies and good senses of justice in Don Quixote

Joaquín Trujillo Silva
Centro de Estudios Públicos
Universidad de Santiago de Chile
(Santiago, Chile)
Contacto: jtrujillo@cepchile.cl


Publicado en Revista Oficial del Poder Judicial
ÓRGANO DE INVESTIGACIÓN DE LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA REPÚBLICA DEL PERÚ
Vol. 13, n.o 16, julio-diciembre, 2021, 345-361



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RESUMEN

Existe una tensión entre la cordura y la locura en el hecho mismo de la justicia, tensión que don Quijote encarna. En sus momentos de locura, el Quijote es un justiciero; en los de cordura, un jurista. Estos dos Quijotes aparecen y reaparecen a lo largo de la novela, pero cobran especial significado ante el testimonio de damas ultrajadas, como también al final, cuando el caballero recupera la cordura y resuelve sus problemas patrimoniales previo a testar. Finalmente, el artículo propone que para Cervantes la locura es una condición de posibilidad de la justicia en el mundo.

Palabras clave: Don Quijote de la Mancha; Miguel de Cervantes; justicia; derecho; juicios; jueces; cordura; locura.

ABSTRACT

There is a tension between good senses and folly in the very act of justice, a tension that Don Quixote embodies. In his moments of insanity, Don Quixote is a vigilante; in his moments of sanity, a jurist. These two Quixotes appear and reappear throughout the novel, but they take on special significance in the testimony of outraged ladies, as well as at the end when the knight recovers his sanity and resolves his patrimonial problems before testament. Finally, the article proposes that for Cervantes folly is a condition of possibility of justice in the world.

Key words: Don Quixote de la Mancha; Miguel de Cervantes; justice; law; trials; judges; sanity; madness.


 

A pesar de que don Quijote dice «doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno» (Cervantes, II, 25), ese no es su espíritu general en la novela. Don Quijote es un «justiciero». El hecho de serlo supone que sale al rescate de damas en aprietos y resuelve entuertos, y sale a pagar el bien con el bien y el mal con el mal, el cual es el sentido de la justicia clásica. Pero ¿por qué don Quijote se debe a las damas? ¿Es acaso un machista que las tiene por inferiores y en razón de ello está en deber de protegerlas? Según dice, las pone a salvo de los malhechores. Como estos son un capítulo aparte en la obra de Cervantes, contentémonos con preguntarnos: ¿han existido siempre para don Quijote?

No, no siempre. Los malhechores, dirá don Quijote, no existían en la edad de oro. ¿Qué tenía esta edad de especial para las mujeres que no tiene la «edad de hierro» (Cervantes, I, 11) en que dice vivir el Quijote? En su encuentro con los cabreros, que hallamos en el capítulo 11 de la primera parte, don Quijote explica:

No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos (Cervantes, I, 11).

El fragmento forma parte del famoso discurso sobre la edad de oro, que ha sido visto como una oda a la comunidad primitiva paleolítica, tiempo, un tanto mítico un tanto histórico, cuando todavía no se había desarrollado la agricultura, en cuya alabanza se adelanta la célebre tesis de Jean-Jacques Rousseau (1990) acerca del buen salvaje arruinado por la sociedad y sus cadenas (pp. 256-257).

Un análisis conjunto de los capítulos 1, 11, 14, 28 y 29 (de la primera parte), y 27 y 74 (de la segunda) de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha permite conjeturar el intrínseco sentido que tiene la justicia en esta novela de Cervantes, para una lectura no tan cómica. Propongo que hay un Quijote justiciero y otro jurista, cada cual asociado a su locura y su cordura respectivamente, pero que es, al final, la locura del ideal el principal ingrediente del sentido de la justicia en esta novela.


1

El párrafo citado del discurso sobre la edad de oro hace hincapié en uno de los aspectos definitivos para que esa edad fuese de oro; uno que, extrañamente, es menos mencionado en los análisis que suelen cifrarse en torno a la comunidad original. Me refiero a que en aquella edad las mujeres no fueran víctimas de abuso.

La mujer más famosa de don Quijote es su Dulcinea del Toboso, nombre de fantasía con que se conoce a Aldonza Lorenzo, pero existen otras mujeres, entre las cuales destacan las pastoras Marcela y Dorotea. Ambas han llegado a vivir en la soledad de las montañas. La primera ha rechazado el amor de un joven que, al parecer, se ha suicidado, viéndolo no correspondido; la segunda ha sido víctima de varios abusos e intentos de abuso sexual, y ha mudado su atuendo por el de un hombre, pero al reconocer sinceridad, bondad y amor en Cardenio, deja atrás su autoexilio. En estas dos mujeres aparece un alto sentido de la dignidad, la honra, la libertad y la autonomía. Pudieran ser las protagonistas de tragedias griegas con un final feliz o no tan penoso. El mismísimo tono cómico general de la novela se suspende ante ellas como para enaltecerlas; no por nada Martín de Riquer anota que la historia de Cardenio y Dorotea es «sentimental y grave» comparada con el tono general de Don Quijote.

Son ellas imagen de un alto sentido de lo correcto y lo justo. Su comparecencia como realidades —y no como fantasías de don Quijote (en la segunda, recordemos, ni siquiera está presente el hidalgo en todo momento)— demuestra que, por muy chiflado que esté el protagonista, en la novela de Cervantes las mujeres dañadas sí existen, son una realidad indesmentible, y la necesidad de que sean tratadas con justicia y admiración no es parte de su ridículo, sino de su seriedad más intrigante, lo que puede leerse, sin ir más lejos, en la descripción que la propia Dorotea hace del primer abuso que sufrió: «apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me había dejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido» (Cervantes, I, 28).

Con lo que las justicias para las doncellas que viene proclamando, proclama y proclamará don Quijote son valores reales, concretos, necesarios, justos y ejemplares. En esto, al menos, don Quijote no está loco. Exagera al decir que son gigantes los que ofenden a las damas. Sancho sabe que son personas comunes y silvestres, que no tienen nada de «descomunales». Pero junto a Marcela y Dorotea, en el capítulo 51, tenemos a Leandra, también de extraordinaria belleza y riqueza como Marcela, pero que cede a Vicente de la Rosa, el don Juan que la arrastra a la perdición. Estos personajes pueden ser vistos como una tríada. Mientras Marcela es casi un engendro que ha provocado, «un poco», la muerte de Grisóstomo, Leandra es una mujer que ha cedido a un aprovechador. Entre ellas, es Dorotea quien ha sufrido varios episodios traumáticos y, por eso, ha debido protegerse disfrazándose de hombre. Ella encarna la humanidad en que se mezclan debilidad y dignidad.

El final de la primera parte de la novela, cuando acontece la historia de Dorotea, ha dado qué pensar. Salvador de Madariaga (1926) sugirió que «Cervantes parece aquí perder un momento el hilo de la verdadera historia, y dejar de ver con los ojos de la inspiración el desarrollo de sus dos personajes esenciales» (p. 78). Pero, tal vez, más que el momentáneo extravío del hilo conductor, lo que hacía Cervantes con esta inserción pastoril fue desarrollar, en la forma de una novela paralela, esa medida indesmentible de una realidad de la cual don Quijote no estaba tan alejado.

Ahora bien, ese es el Quijote que podemos llamar «justiciero», más semejante al superhéroe que actúa por fuera de la ley sin dar cuenta de ella porque la administración de la ley está corrompida. Se trata de un tópico medieval: cuando todavía no se ha desarrollado el Estado moderno es un noble, de la baja nobleza, el que debe salir a hacer justicia. Luego, con el desarrollo de las funciones de judicatura, ese noble no quiere abandonar sus deberes. A esta etapa, como explica Paul Bénichou en Imágenes del hombre en el clasicismo francés, pertenecen los personajes bravucones de las tragedias de Pierre Corneille, nobles que resisten someterse al Estado absoluto.


2

La justicia de los tribunales —que no es la de los caballeros andantes— suele referirse a personas comunes, a daños de todos los días, a resarcimientos pecuniarios, y aprecia según estándares ya no feudales, como, por ejemplo, «el buen padre de familia» del Código Civil de Andrés Bello. ¿No es capaz don Quijote de ver este lado pedestre de la justicia? ¿Solamente tiene cabeza para las damas violentadas? ¿Tiene espacio, entre sus andanzas, para detenerse a justipreciar los pequeños daños? Parece que sí e, incluso, contra sí mismo.

En el capítulo 27 de la segunda parte, por ejemplo, encontramos que don Quijote, al caer en la cuenta de que ha destrozado la pequeña «hacienda» de maese Pedro, el titiritero, y no ha frenado (como «sabe» que se ha imaginado) la persecución que los moros de Sasueña hacían contra los personajes del ciclo carolingio don Gaiferos y «la sin par» Melisendra (Cervantes, II, 27), él mismo se ofrece a resarcir todos los daños, pagándolos en «moneda castellana» (Cervantes, II, 27), para lo cual Sancho hace de tasador.  

Se podría argumentar que don Quijote es un justiciero, pero que no es él mismo un hombre justo, que sus ideales desmesurados de la caballería lo hacen ir contra supuestos villanos monstruosos, pero que en lo que respecta a los aspectos normales del suelo, su ímpetu no le permite ser justo. Su justicia sería así un valor abstracto imposible de aterrizar. No es así.

Después de destruir «toda la hacienda» de maese Pedro, explica Sancho:

—No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón; porque te hago saber que es mi señor don Quijote tan católico y escrupuloso cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha hecho algún agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas.
—Con que me pagase el señor don Quijote alguna parte de las hechuras que me ha deshecho, quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia, porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueño y no lo restituye (Cervantes, II, 26).

En tanto, así se explica don Quijote y asume la deuda:

—Ahora acabo de creer —dijo a este punto don Quijote— lo que otras muchas veces he creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno: por eso se me alteró la cólera, y, por cumplir con mi profesión de caballero andante, quise dar ayuda y favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis visto; si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana (Cervantes, II, 26).

Es más, en este mismo capítulo hallamos una noción comparativa del debido proceso, en el cual don Quijote demuestra tener conocimiento de este principio. Dice el trujamán, tras contar que el rey Marsilio de Sansueña había hecho latigar y llevar por la calle al moro que osó besar a la sin par Melisendra: «—Y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay “traslado a la parte”, ni “a prueba y estése”, como entre nosotros» (Cervantes, II, 29). A lo que don Quijote corrige el estilo narrativo del trujamán en favor de la misma idea de fondo: «Niño, niño [...] seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que, para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas» (Cervantes, II, 29). Y el trujamán responde: «No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio» (Cervantes, II, 29).


3

La novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha está repleta de «juicios»: de realidad, literarios, históricos, estéticos y morales. ¿Qué realidades son las que debate don Quijote y ante las cuales cede o calla? Exigir que se declare la hermosura de Dulcinea sin que se la haya visto es síntoma, sin duda, de su locura. Pero ¿cómo se puede creer en la justicia si no se la ha visto nunca, se la ha visto apenas o mezclada con la injusticia? ¿Hace sentido tener que verla para creer que es posible? Esto es lo que llama Miguel de Unamuno (2000) «el ejemplo de lo inasequible» que hace a las personas «poner su meta más allá de donde alcancen» (p. 219).  

Don Quijote formula juicios históricos: asevera que la dichosa edad es una era pretérita, sabe que ya no vive en ella. Sin embargo, es, a la vez, optimista, y cree posible replicarla, volver a ella, que el mundo no es puro declive de la dichosa edad: la caballería ha sido fundada para corregir, tanto como sea posible, el tiempo histórico.

Don Quijote, además, es moderno: es un hijo de la imprenta, un invento no tan viejo por entonces, pues se ha vuelto loco de tanto leer libros de caballería. La célebre advertencia del archidiácono de Notre Dame de París contra la mala influencia de la imprenta —en la novela de Victor Hugo— se hace más plausible por esta simple información que hallamos en el primer capítulo y que lleva a la quema de libros por el ama, la sobrina y el cura en el tercero de la primera parte (Fuentes, 1976).

El libro, en general, es por entonces un objeto de confusión. Quienes se han hecho fanáticos de las novelas, y especialmente las de caballería, no saben a ciencia cierta dónde acaba la realidad y comienza la ficción, confusión a la que se llama locura. Siguiendo The Gutenberg Galaxy de Marshall McLuhan, el cervantista Stephen Gilman (1989) explica que el «hombre tipográfico», del que es reflejo Alonso Quijano, fue un lector que comenzó a leer en silencio, y no en voz alta, que era como se hacía con los manuscritos (p. 18). Es decir, se trata de un lector ensimismado, que se «sumerge» en la página impresa, por lo que no es raro que ese lector tan comprometido, tan silencioso por fuera y bullicioso por dentro, hiciera surgir de manera acendrada una realidad de adentro hecha para afuera, ante la cual no hay vuelta atrás. Cervantes escribe:

gozamos ahora en nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no solo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios de ella, que en parte no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia (I, 28).  

El libro, especialmente el de caballería, hace posible la esperanza de los justos en la justicia objetiva del mundo. Dorotea dice que debe hablar con Don Quijote «porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros» (Cervantes, I, 29). Es esta la compatibilidad secreta de los lectores, aquella por la cual forman parte de un mismo tipo humano moderno. En la lectura, don Quijote ha conocido los infortunios de una Dorotea, y en la lectura, Dorotea ha sabido de la esperanza de justicia que significa don Quijote.

Pero el juicio de don Quijote a veces también es prudente:

Cuando el valiente huye, la superchería está descubierta, y es de varones prudentes guardarse para mejor ocasión. Esta verdad se verificó en don Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas intenciones de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa, y, sin acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto le pareció que bastaba para estar seguro (Cervantes, II, 28).

Y es que la cobardía es un signo de buen juicio, una inequívoca señal de cordura que no es del todo rara en don Quijote, al punto de que en el citado episodio, Sancho se queja: «yo pondré silencio en mis rebuznos, pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen, y dejan a sus buenos escuderos molidos como alheña, o como cibera, en poder de sus enemigos» (Cervantes, II, 28). Esta vez él ha sido más arrojado. Don Quijote rebate:

—No huye el que se retira —respondió don Quijote—, porque has de saber, Sancho, que la valentía que no se funda sobre la base de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo. Y así, yo confieso que me he retirado, pero no huido; y en esto he imitado a muchos valientes, que se han guardado para tiempos mejores, y desto están las historias llenas, las cuales, por no serte a ti de provecho ni a mí de gusto, no te las refiero ahora (Cervantes, II, 28).

Es significativo que, antes de eso, al llegar a la venta a la que también se arrima maese Pedro, su mono adivino y el niño trujamán, don Quijote no la ha confundido con un castillo[2]. Dubitativo, además, le pregunta al mono si acaso lo que ha visto en la Cueva de Montesinos fue verdad o sueño, y durante la narración que el trujamán hace de la historia de don Gaiferos y Melisendra, otra vez presenciamos la prudencia de don Quijote. En el teatro de títeres, cuando al rescatar a Melisendra don Gaiferos, el niño trujamán canta que «la ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan», don Quijote interrumpe exclamando:

¡Eso no! [...] En esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate (Cervantes, II, 29).

Maese Pedro replica:

No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no solo con aplauso, sino con admiración y todo? (Cervantes, II, 29).

Don Quijote, entonces, permite que prosiga la narración y solamente se sale de sí cuando cree real lo que ocurre con los títeres.

La exultante narración del trujamán no logra «sacar de juicio» a don Quijote. Con todo, la cordura (es decir, lo que muchas veces Cervantes llama «el juicio») viene y va, traicionándolo, pero otras veces viene y va, salvándolo. Así, por ejemplo, en el maravilloso discurso de Cardenio, ante el cual la desconfiada Dorotea, cuyo honor se ha visto tantas veces ofendido, se quita la coraza, se expone al daño y es recompensada por el amor, es un loco a ratos quien habla. Cardenio se describe a sí mismo diciendo: «y lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio» (Cervantes, I, 29), y continúa: «mas [la vida] no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros» (Cervantes, I, 29).


4

En el último capítulo de la segunda parte, cuando parece recuperar la cordura, don Quijote se muere. Es la certeza de la muerte la que lo convierte de justiciero en jurista. Pudo vivir mientras fue loco, muere cuando se hace cuerdo. Sus cuentos: «los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho» (Cervantes, II, 74). La debilidad escéptica de don Quijote convence a sus amigos de que ha vuelto a la cordura:

una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo (Cervantes, II, 74).

De ahí que la pregunta obligatoria sea: ¿es la locura la fuerza de la vida? ¿Es la manera de no estar en ella como un tonto descreído y cobarde? Y, por lo tanto, ¿es la falta de juicio la condición de posibilidad del juicio?

¿Qué significan estas misteriosas palabras: «De cuyo nombre no quiero acordarme» (Cervantes, I, 1)? Palabras que son de las pocas que inserta el narrador acerca de sí mismo. ¿Por qué no «quiere»? ¿«No puedo» habría dicho si hubiese sufrido de desmemoria? ¿Qué problema tiene el narrador con La Mancha que no «quiere» acordarse? Estas son palabras muy importantes para nosotros y no porque describan el estado anímico de Cervantes. En el capítulo final de la segunda parte, el narrador aclara este «olvido»:

Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero (Cervantes, II, 74).

¿Por qué estos malos deseos? ¿Qué es eso del mundo que tanto molesta a Cervantes? ¿Será el hecho de ser manco, que le saca en cara Avellaneda en el Quijote apócrifo? A lo que Cervantes responde en el prólogo al lector que la «manquedad» no había nacido en una taberna, sino «en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (Cervantes, II, prólogo al lector).

Y claro, ese «no querer acordarse» son palabras importantes, pues la justicia «no quiere» y nunca cree que «no puede». ¿Qué significa esto? Ante los problemas del mundo la justicia dice «no quiero este mundo», que es una forma tímida de decir «quiero otro mundo». La justicia no se somete por entero al mundo, no lo quiere «tal como es». Las disciplinas que se las arreglan con el mundo tal como es (la economía, la metafísica y la sociología) no dicen esto a la primera (sí, tal vez, más tarde). No es que, muy en el fondo, lo quieran tal como es, o lo aprecien así, sin escudriñar en él. Pero la justicia no necesita indagar tanto para saltar a decir «no lo quiero tal como es, lo quiero distinto». Este narrador es el secreto cómplice de don Quijote, el que le sigue narrando sus aventuras. Don Quijote sabe que ha llevado por mal camino el ánimo de este narrador, y le pide perdón en su testamento: «perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos» (Cervantes, II, 74).

El epitafio que le pone Carrasco expresa:

Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco (Cervantes, II, 74).

Pero en su momento de «juicio», de «cordura», don Quijote quiere realizar el acto jurídico que por antonomasia permite manipular la realidad cuando ya no se está vivo: el testamento. Lo más propio de un sentido de jurista. Don Quijote se da cuenta de que no ha tenido juicio, y ahora que sí lo tiene, quiere testar:

Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco, que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos: al cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás, el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento (Cervantes, II, 74).

 El derecho es el momento de la cordura, no ya de la justicia. Nada en lo jurídico está menos relacionado con la justicia que el testamento de un soltero. De este testamento se presumen puras asignaciones que no tienen por qué estar motivadas por la justicia. Dice el cura: «Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento» (Cervantes, II, 74). Con el testamento don Quijote ha «ordenado su alma». Sancho debe ser excusado de ciertas deudas que pagará don Quijote. Ahora más que nunca, el realismo de Sancho merece gobernar:

y, si como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece (Cervantes, II, 74).

En su cordura final, don Quijote reniega de la caballería, reniega de su justicia, incluso reniega de la lectura, esa distinción de ser moderno:

que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino (Cervantes, II, 74).

Reaparecen las pequeñas contabilidades, las deudas impagas, todo eso que el hidalgo no recordaba en su locura de justiciero: «y la primera satisfación que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido» (Cervantes, II, 74).

Su declaración in mortem es que no es posible la justicia, es decir, el acto que hace a los caballeros, y por lo tanto, don Quijote entiende que no existen tales caballeros. Le dice a Sancho: «Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo» (Cervantes, II, 74).

Entonces (redoble de tambores porque este pasaje es uno de los más altos de la literatura universal), en aquel momento de renuncia final de la justicia en la tierra, es el escéptico Sancho quien la vindica, no tanto en su forma de caballería, pero sí al menos pastoril y amorosa:

—¡Ay! —respondió Sancho, llorando—: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana (Cervantes, II, 74).

Y es que el mismísimo amor de don Quijote dependía de esta locura, de este autoengaño, que él mismo en algunos episodios rompe, y que reconoce cuando le dice a Sancho, refiriéndose a Dulcinea cuando quiere que le lleve la carta: «yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre y que falta nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad» (Cervantes, I, 25). Porque si viésemos realmente la realidad más cruda, ¿podríamos combatirla? ¿Podríamos siquiera pretender ser justos? ¿Podría haber un derecho que no sean meras contabilidades? ¿Es posible, acaso, una justicia que no sea también una fantasía?

 

 


 

 

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NOTAS

[1] Una primera versión de este texto fue presentada en la conferencia «La justicia en Don Quijote», que se realizó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago de Chile el miércoles 4 de octubre de 2017. Agradecimientos a Emilia Jocelyn-Holt por los comentarios.

[2] Martín de Riquer (2003) observa que esta es una señal de que Cervantes modificó, en esta tercera salida, la percepción de la realidad que tiene don Quijote, más ajustada a la misma (p. 191).


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REFERENCIAS

-Cervantes, M. de (2016). Don Quijote de la Mancha. Real Academia Española; Alfaguara.
-Fuentes, C. (1976). Cervantes o la crítica de la lectura. Joaquín Mortiz.
-Gilman, S. (1989). La novela según Cervantes. Fondo de Cultura Económica.
-Madariaga, S. (1926). Guía del lector del Quijote. Espasa-Calpe.
-Riquer, M. de (2003). Para leer a Cervantes. Acantilado.
-Rousseau, J.-J. (1990). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Alianza.
-Unamuno, M. de (2000). Vida de Don Quijote y Sancho. Cátedra.  

 


 

Imagen superior: Don Quijote se encuentra con Dulcinea. Grabado de Paul Gustave Doré (1832-1883)

 

 



 



 

 

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Locuras y corduras de la justicia en Don Quijote
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