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          La dimensión desconocida del genio de Mistral
          
            Por Joaquín Trujillo Silva
            Publicado en El Mostrador Cultura, 10 de abril de 2019
            
            
        
          
            
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En 1889, cuando la República de Chile se acercaba a una lucha  fratricida que saldó miles de muertos en los campos de la civilidad por 1891,  nacía en uno de los cajones transversales, una mujer que sería criada entre  mujeres, y en la pobreza regularmente digna de los antiguos campos. 
         Su contacto con la botánica pintoresca desarrollada por Adolfo  Iribarren, un patrón de fundo que se transformó en algo así como un tutor, nos  habla de una forma especialísima de ese otro almácigo que Erasmo de Rotterdam  tituló la educación del príncipe. De ahí que el poema con que ella cantó este  episodio “tropical” de su niñez haya estado referido a la ilusión de “ser  reinas” que confidenciaba a sus amigas de infancia, y que parece haber sido un  sueño compartido. En otro, guardará distancia de estas coronaciones.
         Lucila Godoy Alcayaga, que el domingo hubiera cumplido 130 años, habitó  siempre una dimensión paralela. Lo extraordinario es que esta dimensión no fue  la de las “lunas de la locura” sino que la de su propia realidad transformada  en la realidad de tantos otros, que acaso sea la definición del genio. 
         Pero esta dimensión fue siempre muy suya, y se hacía notable por  lecturas independientes como la de la Biblia o Sri Aurobindo. Aislada de la  poesía local, no se enfrascó en las a ratos absurdas polémicas de la  masculinidad lírica, ricas en ingenio, pero de elocuencia circunstancial.  Incluso Borges la considerará, ya consagrada, una superstición chilena.  “Ninguneada”, lo suyo será la creación de una concreta dimensión internacional  en la que se las arregló para mantener un permanente contacto con la dura  realidad pedagógica. 
         Gabriela Mistral pudo afirmarse gracias en parte a los agudos  cazatalentos de los gobiernos chilenos que le extendieron la calidad de cónsul  vitalicia, el de Alessandri, entre ellos. 
         Fue también en esta dimensión donde ingresó definitivamente en el campo  de fuerza de almas afines: Stefan Zweig, Thomas Mann, Miguel de Unamuno, Romain  Rolland, Maurice Maeterlinck, aquellas que en general fueron indóciles a la  capitulación desquiciada que la intelectualidad del siglo XX hizo de los  principios fundamentales del viejo humanismo. Ella no cedió ante los intentos  elaboradísimos de proclamar la inexistencia práctica de la humanidad, de  despostarla —hasta metafísicamente— en razas o clases antagónicas. 
         Y es que en ella supieron combinarse todos aquellos principios  derogados por la astucia de su tiempo, por el lugar común o la taquilla. 
         Esta fue, en cierto sentido, la ingenuidad que la hizo sabia y  contundente, una sensatez desconfiada y a veces solitaria, muy de su  origen.  
         En su poesía misma nos contó de las oscuras dimensiones subterráneas en  las que la rosa es horrible, en que el más vital de los fluidos —el agua— no  contempla en ella más que una aberrante raíz, un algo sin prolongación.  Asimismo, observó que, del lado luminoso del mundo, el ciego ignora la realidad  de la flor, y que, por lo tanto, existen soles al margen del tendido eléctrico;  que hay una historia secreta en paralelo a las grandes extenuaciones de la  Historia, ese océano al que todas las famas buscan ir a dar, antes de  consumirse en la tierra o evaporarse en el cielo.
         Esta fuerza que pudo haberse incoado en la comunidad primigenia que  asediaba los braseros, caló en ella lo bastante hondo como para hacerla quizás la  personalidad más libre de la historia de Chile.
         Su comentado lesbianismo bien puede leerse como una extensión de su  amplitud emotiva, de su transcripción primordial del afecto; su filia fue con  nombre y apellido. 
         Muchos escritores aspiran a la pluralidad de máscaras, pocos, en  cambio, son capaces de su propio desenmascaramiento sin, a consecuencia,  esfumarse ellos mismos. Y es que la excepcionalidad tan radical de Mistral  tiene la punzante veracidad de Sócrates, la excitabilidad pulcra de Dante, la  jerarquía augusta de Goethe.
         Porque en ella hubo muy poco de derivativo. 
         En su sabiduría palpita un estado superior de la conciencia. Gabriela  Mistral es, como Andrés Bello, simbólicamente no canjeable, fuera del comercio,  pero está por sobre éste en lo que respecta al coraje de la lengua.  Nacionalsocialismo. fascismo, estalinismo,  falangismo ni otros “ismos” de franquicia tercermundista pudieron reducirla a  sus logotipos. Al menos, por esta juiciosidad de estar en el mundo sin estar en  él —como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila— es que su genio debe ser  llamado extraliterario.  
         Tal vez si Chile hubiese en el pasado reparado más en la dimensión  desconocida que nos sugirió el genio de Mistral, y menos en todos los calcos  indisimulados, los argumentos de molde, los eslóganes y banderas importadas  desde el afuera que Mistral conquistó, hubiese cometido menos errores y tendría  que hoy lamentar tal vez otras brutalidades.
         Más allá de los elogios de lo maternal, la escuela rural astronómica o  el billete de cinco mil pesos, poco sabemos aún de lo que significó esta mujer  para nosotros y acaso es posible que no lleguemos a saberlo nunca.
         En la dimensión desconocida no se entra por ningún arco triunfal, pero  a veces se regresa de ella a través de uno.