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Andrés Bello: el imperio contra Babel
Andrés Bello. Libertad, Imperio, Estilo, de Joaquín Trujillo Silva
Santiago: Editorial Roneo, 2019. 860 págs.


Por
Patricio Domínguez
En Punto y coma, nro. 4
IES



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De los muchos vicios que aquejan al quehacer académico actual, el “especialismo”, no sin justa razón, ha sido uno de los más vilipendiados y combatidos en el discurso oficial. Se dice que, ante un mundo cada vez más especializado, lo que se necesita es “interdisciplinariedad”. Esta última sería el antídoto frente al académico que solo conoce su parcela y que se ve incapaz de dialogar con otros saberes. Sin embargo, en la práctica, conformar un grupo interdisciplinario o multidisplinario significa meter juntos en una sala a especialistas (neurocientíficos, literatos, filósofos, psicólogos y un largo etcétera) que hablan de un mismo objeto material pero que mentalmente corren por caminos paralelos, como caballos que galopan a toda velocidad provistos de buenas anteojeras. El resultado de estos encuentros interdisciplinarios suele ser una mera yuxtaposición de discursos, un tejido de retazos cuya unidad consiste solo en la cercanía espacial de sus trozos. Estos tristes resultados son causados, a mi juicio, por entender a la interdisciplinareidad como una cualidad de un grupo, cuando en realidad debería ser la cualidad de individuos.

Valga esta breve reflexión para presentar el opus magnum de Joaquín Trujillo: Andrés Bello. Libertad, imperio, estilo. ¿Cómo abordar a una mente tan amplia como la de Andrés Bello, el poeta legislador, el protagonista de la historia de América que descolló en las leyes, en la gramática, en la literatura? Hacía falta una mente tan “multidisciplinaria” como la de Bello. Simile enim simili intelligitur. El producto de esta larga conversación entre dos mentes afines ha sido plasmada en un libro extensísimo que consta de cuatro partes (que bien podrían haber sido cuatro libros): “Libertad” (Bello como agente político), “Imperio”(Bello como legislador imperial), “Estilo” (Bello como escritor) y “Gramócratas”(los discípulos de Bello). Como escribir una reseña del libro completo es una tarea que rebasaría los límites prudenciales de una reseña, me concentraré en el segundo libro o sección, que considero como núcleo de toda la obra.  En primer lugar, tocaré algunos temas concretos de aquella sección y finalmente concluiré con una breve consideración acerca del estilo de Trujillo.


Translatio imperii

Se dice que Bello fue un hijo espiritual de Virgilio. Creo que incluso podríamos decir que Bello fue algo así como un personaje de la Eneida. Al igual que Eneas, Bello escapa de un reino en ruinas para refundarlo en tierra extranjera y así darle perpetuidad espiritual. El libro segundo de este opus está formado por una serie de meditaciones acerca de Andrés Bello como visionario legislador de un nuevo orden político-mental: Hispanoamérica. Comienza Trujillo con algunas meditaciones sobre el origen del imperio español, avanza luego hacia la impresión espiritual del imperio en la mente de Bello para rematar en el mayor logro del exfuncionario imperial: su gramática y su código. Ambos monumentos, afirma con razón Trujillo, son empresas imperiales, pues fueron concebidos para unir espiritualmente a los hispanohablantes que habitan desde México hasta la Patagonia —y en cierto sentido lo lograron—. Su código civil es la base de numerosos códigos civiles hispanoamericanos, y su Gramática sigue ejerciendo su influencia como muro de contención, como katechon, a la potencial corrupción de la lengua (corrupción en sentido de disgregación) y a las temidas consecuencias babilónicas de dicha descomposición.

¿Qué temía Bello? Como buen conocedor de la historia, creía que, sin la conexión reguladora de la matriz España, las provincias imperiales podrían comenzar a desarrollar sus propios dialectos, sus propios lunfardos, y que al cabo de algunos años o siglos no existiera lingua franca como condición básica de comunicación, tal como se había dado entre las antiguas provincias del imperio romano. Estas, dejadas a su suerte y sin la conexión nutricia con Roma, habrían desarrollado dialectos que al cabo de algunos siglos resultaron ininteligibles entre antiguos habitantes del imperio romano. Así, probablemente ya en el siglo X de nuestra era, no existía ya una lengua koiné vulgar entre hispanos, galos e itálicos. El latín vulgar ya se había modificado lo suficiente para dar a luz a lenguas vernáculas. Bello previó esta situación con temor y temblor y quiso, mediante su gramática, ponerle un amable muro de contención.

Amable, porque la gramática de Bello no viene cargada de una pesada normatividad, sino que intenta, en palabras de Trujillo, “dignificar el castellano”. Su gramática no manda despóticamente, sino que legisla políticamente, es decir “ordena el uso”. Intenta normar la pureza del castellano “en la medida de lo posible”, de suerte que la babelización se retarde y la unidad postimperial no se haga trizas. Hay al menos una cosa llamativa de la interpretación que hace Trujillo acerca de la legislación gramatical de Bello: que la búsqueda por dignificar el castellano significó liberarla del marco legislativo latino. Para Bello, la latinidad es un marco erróneo para tratar a una lengua que ya no es latín. De modo análogo, el código civil para los nuevos pueblos americanos no es una derivación del derecho romano, sino algo nuevo, algo idiosincrático pensado para la realidad americana.

A mi juicio, aquí se revela una genialidad bifronte en el pensamiento del venezolano. Por una parte, Bello se atreve a pensar a América como una entidad político-cultural con vida propia. Se arriesga a organizar legislativamente la singularidad de un terreno legal y lingüístico que proviene de España pero que no se reduce a España (297). Pero, por otra parte, Bello abre fatídicamente las puertas para que sus discípulos piensen en América desde una singularidad absoluta, empujando con ello a la tan temida babelización. A modo de ejemplo, el intento bellista de simplificar la ortografía del castellano americano desechando el criterio de origen (es decir, el criterio etimológico latino) y enfatizando desmesuradamente la pronunciación nos tuvo presos, hasta los años veinte del siglo pasado, a una ortografía que hoy, con toda justicia, nos parece barbárica y provinciana. Leer las revistas Zig-Zag de comienzos del siglo XX puede ser también una experiencia babilónica.

¿Lenguas útiles o lenguas muertas?

La pregunta acerca de la unidad de Hispanoamérica se puede plantear entonces en estos términos: ¿es posible una unidad inmanente? ¿O la unidad de Hispanoamérica depende de una referencia final a la madre patria? Y para extremar más las cosas: ¿no habrá que buscar una unidad más allá de España? Desechar sin más la pregunta por considerar que rezuma eurocentrismo me parece un apuro frívolo, porque pretende solucionar de un plumazo la cuestión siempre actual de la identidad y la diferencia. Bello fue un pensador sutil en este aspecto, pues sabía que de la independencia política de la América hispana no se seguía la independencia cultural. Bello quería, de hecho, funcionarios que conocieran “todas las riquezas de la cultura europea” (257).

En contra de las tendencias barbarizantes de José Miguel Infante y de tantos discípulos “rojos” de Bello (para usar las categorías de Trujillo en su dramatis personae), Andrés Bello afirmó que la ausencia de los estudios clásicos y el excesivo pragmatismo educativo supone la ruina del sistema educativo. Algunos años más tarde, Guillermo Matta, los hermanos Amunátegui o Benjamín Vicuña Mackenna se empeñaban en instalar la idea de que el latín, por ser inútil para la educación técnica, había de ser expulsado de las escuelas. Los funcionarios cultos de la república no siempre resultaron ser los clones que esperaba el moderado funcionario imperial. Un siglo después, una iracunda Gabriela Mistral haría eco de la defensa bellista del latín llamando “patrañas” a los argumentos en contra de dicho idioma y en contra de la “cultura europea, es decir, la cultura universal” (1938). Ignacio Domeyko, otro “Ifigenio entre los tauros”, esa especie de Andrés Bello polaco, hacía notar su extrañeza ante estos criollos que querían anular el latín, disparándose con ello en sus propios pies de hispanohablantes. ¿Qué salió mal? ¿Los gramócratas no estuvieron a la altura del sabio gramarca? ¿Eligió mal el gramarca a sus discípulos? ¿Truncaron los gramócratas la obra de Bello desligando a Chile de la latinitas?

Rara avis

La vasta obra de Trujillo plantea estas preguntas y otras mil más. Es barroca en alusiones, recovecos, desvíos y variaciones. A ratos es filosófica, a ratos historiográfica, a ratos dramatúrgica, las más de las veces es una genial conversación de formato inclasificable. Trujillo se considera a sí mismo un “diletante profesional” y no un “scholar” (63). Esta especie de diletantismo tiene una ventaja: no está atado al formato de rigor y puede irrumpir como un huracán arrasando con los requisitos formales algo pusilánimes del academicismo. No obstante, también tiene desventajas: puede tornarse en exceso analítica y demasiado pesada. Bello fue un espíritu mesurado, un clasicista. ¿Es Trujillo aquí un antidiscípulo de Bello, un antigramócrata? La cultura de Trujillo es apabullante, y eso a ratos lo hace pecar de incontinencia cultural. Me pregunto si acaso este libro, después de pasar un doloroso proceso de purgación, no saldría aún más bello y sugestivo.

En las últimas páginas, el autor plantea la cuestión melancólica acerca del carácter fallidamente universal de Bello. Creo que la vendetta de la historia todavía puede abrigar una esperanza. Cuando se cumpla la profecía lingüística de que Estados Unidos será, en cincuenta años, un país hispanohablante, caeremos en la cuenta de América completa hablará la lengua de Bello y no la lengua castellana peninsular. En ese momento la figura de don Andrés será, por fin, “universal”. Y la existencia de este libro podrá pasar, por ende, a la lista de los pocos libros que abandonen nuestra fértil provincia.

 

 

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Patricio Domínguez es profesor de filosofía en la Universidad de los Andes y traductor. Para el IES ha traducido últimamente
Por qué no debe haber eutanasia (Santiago: IES, 2019), de Robert Spaemann, Gerrit Hohendorf y Fuat S. Uduncu.

 

 

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