A siete días de que la Convención Constitucional entre en acción, el abogado y escritor reivindica la “tradición de la deferencia” que habría malogrado la Constitución del 80. También plantea que el derecho necesita recuperar sus antiguos vínculos con las humanidades, y más aún, que “en las crisis reaparece la conexión entre el mundo poético y el mundo normativo”.
Erudito egresado de la Facultad de Derecho de la U. de Chile, vale decir, bicho raro por definición, Joaquín Trujillo creció en el valle de Alicahue, comuna de Cabildo. Aprendió a conocer al pueblo chileno, asegura, en los recorridos que hacía por la provincia oficiando de lazarillo de su abuelo ciego. De él heredó también una retinitis pigmentaria que hoy sólo le permite ver “como a través de un túnel estrecho y velado”, sin visión periférica.
“Lo mejor que me puede haber pasado es que ahora la gente no se salude de mano y de beso”, cuenta desde el campo, aún convaleciente del covid-19 que se contagió en Santiago –no sabe cómo ni dónde− justo antes de la vacuna. “Toda esa interacción corporal para mí era un enredo, siempre me pegaba un cabezazo o agarraba la nariz de la persona en vez de la mano”. Libros impresos ya casi no puede leer. En el computador, sólo letras blancas sobre fondo negro. “Ahora paso los libros de PDF a Word y hago que el computador me los lea. Al revés de los demás, lo que no he perdido es capacidad de concentración, así que me puedo quedar 10 horas escuchando un libro”.
Académico de la Usach y profesor invitado de la U. de Chile, además de investigador del CEP, Trujillo es celebrado por sus alumnos por su trato horizontal –aunque considera “espantoso” que profesores se involucren en paros o tomas− y por su habilidad para conectar el derecho con otros géneros, en especial con la literatura. En 2017 publicó la novela Lobelia y en 2019 el ensayo Andrés Bello: libertad, imperio, estilo, en cuyas 800 páginas ha dejado buena parte de sí mismo. Con el jurista y poeta venezolano, como se verá, comparte obsesiones de raíces milenarias: la fe en el poder liberador del texto, la utopía de fundir ética y estética en un orden justo y virtuoso, la confianza en que la delicadeza puede más que la estridencia.
—Mostrar que el derecho y la ley son un campo de sensibilidad profunda, y no de racionalidad impasible, parece ser tu causa. —Totalmente. La especialización del derecho lo ha desconectado de las humanidades y de las ciencias sociales, y yo creo que tiene que reconquistarlas. Todos los grandes filósofos del siglo XIX estudiaron derecho −incluido Marx− o tienen una filosofía del derecho y de las costumbres. Y si vamos más atrás, para qué decir. Dante Alighieri, Cino da Pistoia, toda esa gente mezcla la poesía, la filosofía, la teología y el derecho. Por un lado fue bueno que el derecho delineara qué lo distingue de la filosofía, de la sociología, de la moral, etc. Con esa autonomía tecnificada, digamos, funciona muy bien en etapas estables. Pero de repente se encuentra con problemas sociológicos o filosóficos y queda impávido, perplejo, cosa que antiguamente no ocurría. Y ahora estamos en un remezón de ese tipo, donde muchas disciplinas tienen algo que decir pero casi no interactúan, porque cada una cree en su lógica y sus lenguajes. Lo interesante es que en los momentos de crisis también reaparece la conexión del mundo poético con el mundo normativo, por decirlo así, que en la Antigüedad que era casi inmediata. El Antiguo Testamento, por ejemplo, está lleno de versículos y libros en los que es muy poco claro qué es poético y qué es normativo.
—¿En qué momento dirías que se rompió esa conexión? —A partir del siglo XIX, cuando aparece el romanticismo. Ahí la poesía y la vanguardia quedan en las antípodas del derecho y la legalidad. Lo resume esa famosa frase de Novalis: el poeta es esencialmente ilegal. Ya no puede haber una estética de la ley, porque todo se trata de desmontar el orden: el orden estético, el jurídico, el filosófico, el religioso, todos los órdenes. En cambio, el neoclasicismo del siglo XVIII era casi una reivindicación del valor estético del orden. Ni hablar de la tragedia griega, donde el heroísmo de los personajes siempre tiene que ver con confusiones o precisiones en torno a la ley. Con la imposibilidad de clausurar el debate en torno a la justicia, en el fondo.
—Pongamos un ejemplo. —El más espectacular es el de Antígona. ¿Qué vemos ahí? Una guerra civil, con dos hermanos que se están peleando el trono y se matan el uno al otro. Entonces Creonte, el tío materno, asume el trono y dice: “Aquí dos personas han provocado un desastre, ha muerto mucha gente y algo así no puede quedar impune. Por lo tanto, al que defendió la ciudad lo vamos a enterrar con honores fúnebres, y al que la atacó, dejarlo sin sepultura para que se lo coman los perros y los pájaros”. Hasta ahí parece muy racional la idea: si no castigamos a los malos y favorecemos a los buenos, se desarma la vida social. Pero Antígona, la hermana que queda viva, dice: “Yo no acepto que a mi hermano, por muy criminal que haya sido, lo dejen botado a merced de los perros. Porque los dioses dicen en la ley antigua, que no es de hoy sino de siempre, que los cuerpos deben recibir algún tipo de sepultura”. Y toda la lucha de la obra es si vamos a aplicar la ley de los dioses o la nueva ley que pareciera ser más racional.
—Como sugiriendo que las leyes no escritas se pueden interpretar pero no abolir.
—Y que ese problema está en los intestinos del ser, digamos. Y lo bonito de Antígona es que ella está en una posición súper débil: es una mujer, en una sociedad machista, que se opone a la ley de la ciudad y está dispuesta a morir defendiendo la ley de los dioses. Hegel te va a decir que esa no es una ley, porque no está escrita y es religiosa. Pero en ese tipo de problemas empezamos a ver que los buenos no son buenos absolutos, ni tampoco los malos.
—Y también empieza el descrédito de la ley como fuente permanente de injusticias. Al poco tiempo, ya fuera del mito, el sistema legal liquida a Sócrates. —Claro, pero también Sócrates está dispuesto a ser sentenciado a muerte si la ley de la ciudad así lo dispone. En su famoso alegato, él entiende que la ley puede ser usada para fines contrarios a su espíritu por gente que se aprovecha de sus formas; pero que la respuesta a eso no es renegar de ley, lo que sería un desastre, sino defender la virtud, porque lo que ninguna ley puede suplir es la ausencia de virtud en los ciudadanos. Eso es algo que deberíamos tener en cuenta cuando esperamos que la nueva Constitución nos arregle los problemas de convivencia que hoy tenemos.
—A propósito de eso, has planteado que el constitucionalismo es también una “disciplina estilística”, y que la pluma de Jaime Guzmán trastornó una tradición retórica que había sido fundamental para el país. —Sí, porque había un estilo de hacer las constituciones que se rompió el año 80. Una gracia de Chile, y una rareza en América Latina, fue que siempre hubo una delicadeza de decir “aquí estamos reformando la Constitución anterior”. La de 1833, cuyos autores les habían ganado una guerra civil a los que hicieron la de 1828, dice al principio “esto es una reforma de la del 28”. Cuando Bello se refiere a ella, por ejemplo, siempre la llama “la reforma del 28”. O sea, los vencedores tenían la deferencia de reconocerse continuadores de los vencidos. Lo mismo hizo la de 1925: al inicio dice “esta es la reforma de la del 33”. Y también los textos de la época la refieren así. Pero cuando uno abre la del 80, lo primero que ve es “Nueva Constitución de la República”. Y el discurso de Pinochet celebra la absoluta novedad del texto: nosotros fundamos esto, lo que Chile siempre quiso ser y nunca pudo. Toda la justificación del Golpe era que había que restablecer la del 25, pero al final el único que la defendió fue Allende en La Moneda. Yo soy completamente anti UP, pero Allende fue muy heroico, porque él se podía ir a la URSS y comenzar una guerra desde allá. En lugar de eso, defendió la Constitución que lo llevó al poder y evitó una guerra civil. Y Jaime Guzmán, con muchos profesores de la UC, ¡aparecen diciendo que la Junta tiene el poder constituyente! O sea, terminología schmittiana de la peor clase. Y ahora, para colmar el vaso, la gente de izquierda quiere mantener el nuevo estilo que nació en el año 80, no recuperar el antiguo. Asume todo ese vocabulario soberanista de Carl Schmitt, que promovía el nazismo como un desquiciado.
—¿No será mucho decir? Que la soberanía reside en el pueblo no lo inventaron los nazis. —Sí, estoy tirando el tejo un poco pasado. Pero lo hago para subrayar que ese soberanismo que no reconoce bordes históricos ni políticos, que se siente padre de sí mismo y no hijo de algo, en el siglo XX tiene más filiaciones totalitarias que democráticas. La tradición marxista chilena no funcionaba en esa clave de resignificar la tradición jurídica. A mí no me gusta el acuerdo del 15-N, me gustaba más la idea de retomar la Constitución del 25, reformarla desde su versión previa al Golpe, para no perder esa tradición. Pero mi idea fracasó y tengo que respetar las condiciones que se acordaron. Si digo “no, mi soberanía para trazar los futuros límites me autoriza a desconocer los actuales”, eso es lo que hizo Jaime Guzmán. Una democracia legítima es algo que se va construyendo, no se funda “ahora ya” ni desde la obsesión por lo nuevo, sin mancha del pasado. Este repudio por toda la herencia, tan típico del fascismo, me recuerda mucho a la gente de la dictadura que estaba feliz de decir “Chile es una mierda, lo tenemos que arreglar nosotros”. En ese sentido, yo diría que el desprecio de la nueva izquierda por el pasado tiene mucho de la dictadura. Y muy poco de Allende.
—La gente a la que estás criticando, en todo caso, se sometió a una elección democrática y está discutiendo las reglas porque pretende someterse a ellas. —Ya, por ahora. Pero la tentación de revolver las condiciones según lo que me convenga es muy grande en situaciones de crisis. Que el objeto de conflicto sea la Constitución habla de una cierta regulación social, eso es cierto. Pero muchos procesos autoritarios partieron con toda una polémica en torno a un texto, hasta que el texto estalla y la cosa se va por otro lado. Entonces, si ya existen quienes no quieren respetar esos acuerdos, creo que es sano mantenerse un poco escéptico, ni fatalista ni súper optimista. Esto puede funcionar bien, pero también podría no funcionar.
—¿Te das por aludido cuando se habla del “partido del orden”? —No… A ver, sí y no. Porque, por un lado, he visto en mi vida los beneficios del orden. Lo vi en el lugar de donde procedo, lo vi en la Universidad de Chile… Yo tuve una toma de una semana y creo que dos días de paro durante toda la carrera, y la Facultad de Derecho fructificó mucho en ese período. Pero, por otro lado, creo mucho en lo que dice Von Kleist: el peor desorden es la injusticia, de manera que no podemos decir “el orden primero y la justicia después”. De ese orden sin justicia se burla la famosa frase de Anatole France: la ley es tan igualitaria que prohíbe dormir bajo los puentes tanto al rico como al pobre. También es lo que muestra Victor Hugo en Los miserables, donde la miseria la ha producido el orden igualitario de la Revolución. Y si uno se fija, todos los personajes que son hijos de la Revolución, los burgueses que tienen un pequeño patrimonio, son unos carajos, incapaces de darle techo y comida a un expresidiario que sólo es acogido por los nobles arruinados. Miguel Luis Amunátegui cuenta que Andrés Bello, que no lloraba ni cuando se le morían los hijos, lloraba a mares leyendo Los miserables. Entonces le pregunta: “¿Por qué lloras tanto?”. Y Bello le dice: “Este libro está muy mal escrito, pero el problema que muestra es real”. Es muy impresionante que el autor de un Código Civil basado en el de Napoleón, llore con un libro que critica ese mismo legado. Está reconociendo que hay un problema muy profundo ahí.
—¿Y a ti también te gustaría ser, como Bello, una mezcla rara de liberal y conservador? —Soy más bien liberal. Lo que pasa es que la mayoría de mis amigos son de izquierda y a mí me gusta llevar la contra. Creo que siempre hay que tratar de ser minoría: si todos están diciendo A, decir “podría ser Z”. Encuentro que uno también se educa cuando hace eso. A mis alumnos les digo que está prohibido estar de acuerdo conmigo, tienen que buscar alguna manera de contradecirme. Ahora, obligado a definirme, tendría que decir que soy liberal. Pero un liberal criollo.
—¿Cómo sería eso? —Un liberalismo distinto al de la élite, que es neoliberal, nomás. La élite cree que ella es liberal y el pueblo no, pero habiéndome criado con lo que podría llamarse el pueblo, creo que es más bien al revés. Me parece que en Chile hay una especie de liberalismo autóctono, criollo, que obviamente no es anglosajón, pero tampoco tiene ese barroquismo de la cultura hispánica peruana. Y es un liberalismo que también puede ser más conservador si hay mucho desorden, y más socialista cuando ve que la élite está yendo en contra del sentido común. Pero en general es muy moderado y sensato. En la élite santiaguina hay mucha superstición respecto de la “gente común”, creo yo.
—¿Qué tipo de superstición? —O bien piensan que esa gente es poco menos que la salvación de la humanidad, la reserva moral del país, o bien que son gente espantosa, de mal vivir. Esas son típicas supersticiones de habitación, de encierro. Como esa ruralidad que se imagina José Donoso, donde hay unos patrones bestisexuales y la servidumbre tiene cabeza de perro. En el pueblo chileno hay de todo, es muy variado. Pero hay que conocer a las personas, no pensar en una masa de gente informe y morena. En algún sentido, los que creen ser privilegiados y recibir una gran educación en colegios muy caros, están siendo un poco estafados, porque tienen una educación muy segregada, sin exposición a experiencias nuevas. Yo estudié en la Escuela G-36 Bartolillo de Alicahue y tuve profesores excelentes, con mucha vocación.
—¿Qué podrías contar de ellos? —Muchos eran comunistas o simpatizantes del PC, algunos no tenían título o lo tenían a medias, algunos eran escritores. Don Fernando Guajardo, por ejemplo, tenía un grupo folclórico en el colegio y hacíamos giras, íbamos a todos lados con ese grupo. Además investigaba leyendas y mitos rurales, publicó una decena de libros sobre eso. Pero este señor, en vacaciones, trabajaba de caddie en un club de golf de Zapallar. Y un día vienen a visitarnos unos amigos de mis papás de Zapallar y dicen: “Oye, miren qué simpático: el señor que lleva los palos nos regaló este libro escrito por él mismo”. Para ellos era el señor que lleva los palos, para nosotros un profesor y un folclorista que estudió con Margot Loyola. Esa incomunicación, esa falta de relación con los lugares del país, produce un empobrecimiento, finalmente. Si tú me dices “el campo” yo me imagino mil cosas distintas, soy incapaz de decirte “esa gente es así”. Existe un campo oscuro, violento, muy alcohólico, existe gente extremadamente correcta, existe gente muy fina en el pensamiento y el lenguaje. Y la tradición oral es muy profunda, pero también hay grandes lectores, porque el encierro de la lectura puede darse como en ningún otro lugar. Una amiga mía, la Edith, que estudió aquí y después trabajó como cajera de supermercado en La Ligua, es una especialista mundial en Agatha Christie. Se leyó todos los libros.
—También hay mucha promiscuidad entre campo y ciudad, a estas alturas. —Exactamente, el mundo rural a veces es medio urbano. Yo terminé el colegio en un subvencionado de Cabildo, que es una especie de ciudad-pueblo minera. Y ahí ves otro tipo de lógicas: los prostíbulos, el mundo de la minería, los círculos literarios de la comuna, los grupos de teatro. El teatro de Cabildo es inmenso, un poco más chico que el Municipal. En fin, hay una vida cultural en Chile que las élites santiaguinas nunca han visto, creen que es una cosa medio fantasiosa y pasan de largo. También porque es un mundo que funciona mucho en la dimensión oral, no entra en los libros. Y pocos libros en Chile han sido capaces de penetrar en eso, se han quedado en una superficie ideológica. Hay toda una tradición de siúticos en el cine, en la novela, en la poesía, que piensa al “Chile profundo” desde una antropología de vacaciones de verano. Y no hay nada más equívoco que pensar a Chile desde tus vacaciones de verano. Porque hay mucha simulación, también, el pueblo chileno es muy actor. La capacidad de saber lo que el afuerino quiere escuchar es muy grande.
—A fines del siglo XX, Sloterdijk decía que la modernidad se había sustentado en el dominio de los letrados sobre lo no letrados, y que la crisis normativa en curso se debía a que los medios audiovisuales desbloquearon las inhibiciones que hacían posible ese orden. ¿Crees que el momento histórico tiene que ver con eso? —Sí, mucho. Sloterdijk dice que en algún sentido el letrado era un mago, que ejercía una influencia esotérica sobre la población por su acceso exclusivo al texto. Y ese dominio se está perdiendo hace rato, claro que sí. Los libros quedan convertidos como en sarcófagos por el poder de lo audiovisual. Pero esa tensión es cíclica, no creo que esté resuelta a favor de la imagen. La puedes retrotraer a la tradición judaica en contra del ídolo y a favor del texto. O sea, la Torah es un gran ejemplo de cómo el ser humano se confía en el poder del texto para orientarlo, para salvarlo. Las mismas constituciones son un intento de traspasar la legitimidad del rey a un texto, para reemplazar un orden carismático por uno republicano. Y en otros momentos, como en la Edad Media católica, de alguna manera el gobierno teopolítico era a través de la imagen. Las pinturas de las iglesias, la arquitectura de las catedrales, todo ese fenómeno visual era una forma de gobernar al pueblo analfabeto. Luego la reforma protestante alfabetizó a la gente y le entregó el Libro. Y no hay que olvidar que la historia de las letras es la de dibujos de cosas –los jeroglíficos, los ideogramas orientales− que se transformaron en códigos. Y la codificación no ha perdido poder, al contrario. En el ciberespacio, quienes consumen imágenes se relacionan con puras interfaces, son receptores. El que maneja el código es el que pone las reglas. Así que no daría por sentado que hoy manda la imagen.
—En un artículo previo al estallido ponías el foco en otro problema: la figura del tercero imparcial, condición de posibilidad para que exista justicia, está perdiendo piso en las relaciones sociales. —Sí, ese problema es fundamental y está preciosamente explicado en la Orestíada de Esquilo. Cuando Orestes mata a Egisto, amante de su madre, eso se admite, porque está vengando al padre asesinado. Pero también mata a la madre y quizás por justas razones, pero eso ya es un matricidio. Entonces surgen las famosas Erinias, estas diosas infernales que persiguen a Orestes y lo vuelven loco. El problema ahí es que estos nobles son descendientes de dioses, entonces no hay un tribunal que los pueda juzgar. Y la única manera que tiene Orestes de descansar, de adquirir alguna paz interior, es que lo juzgue un tercero. La existencia del tercero imparcial, nos está mostrando Esquilo, es indispensable para estabilizar la sociedad y tranquilizar la psiquis. Por eso la idea que se ha estado imponiendo de que uno puede juzgar sin procedimiento imparcial, donde yo soy el guardián de mí mismo, es muy peligrosa. No quiero ser catastrófico, es una tendencia incipiente, pero cuando eso se deja crecer se producen cadenas de vendettas, como en las mafias italianas, donde ya no hay manera de calibrar responsabilidades. Lo que hace el procedimiento probatorio y el tercero imparcial es romper esa lógica de la vendetta, para evitar también que la sociedad se divida en facciones, como pasó en la época medieval, que fue un tiempo de venganza y no de justicia. Un mundo faccioso no admite tercero imparcial, son todos víctimas o victimarios.
—Se te anima el espíritu al citar tragedias griegas. ¿Crees que se requiere un cierto sentido de la tragedia para amar el derecho? —Y para entender la vida, diría yo. Lo que enseña la tragedia, contra los que nos quiere enseñar la tecnología, es que el mundo está lleno de límites y que si uno quiere transgredirlos tiene que ser en forma creativa, inteligente, no puede ser cualquier tontera. Hay, por así decirlo, una ley oculta en la creatividad que hace que tu transgresión tenga sentido. Virginia Woolf decía que los personajes de la tragedia están como atados a unas columnas y el problema viene cuando se desatan, porque se desatan mal. Lo bonito de la comedia es que sus personajes sí se saben desatar, son creativos y por lo tanto rehúyen el golpe del destino. Por eso el mundo romano, que es más cómico y le cargaban las tragedias, descubre en el derecho soluciones que tienen mucho ingenio, mucha ingeniería. En la tragedia está todo cerrado, las culpabilidades son casi objetivas. Cuando Edipo se automutila por una transgresión que trató de evitar toda su vida, es lo más ridículo que hay. En nuestro sistema de corresponsabilidad actual, Edipo no podría ser culpable. Pero allí se está viendo cómo surge la necesidad biológica de tener derecho.
—En Chile tenemos el “peso de la ley” muy asociado al “peso de la noche” de Portales. Tú has tratado de remarcar que el legalismo de Andrés Bello no fue una continuación de Portales. —Esa relación que se quiere hacer entre Portales y Bello como caras de la misma moneda, no es cierta. Coinciden en un momento de ordenamiento post Batalla de Lircay, pero respecto de Portales hay una confusión: él no es una metáfora ni un representante del orden legal, sino del orden fáctico. Y la apuesta de Bello y sus discípulos es que el orden no sea fáctico, sino legal. En medio del conflicto con la Confederación Perú-Boliviana, cuando Bello es de los pocos que se oponen a los actos de agresión, hay una famosa queja de Portales en una carta: “Bello me enrostra los textos”. O sea, Bello pesca los tratados vigentes y dice “oye, esto no se puede hacer”. Bello es amigo de Portales, en algún sentido su mano derecha, pero es como un mayordomo que no se rebela incendiando el palacio, sino llevando las cosas a su molino muy de a poco, por la buena. Pero son muy distintos. Portales es un chucheta, sería mucho más interesante como personaje de una película. Pero para conseguir un orden democrático, o la igualdad ante la ley, yo diría que la propuesta de Bello es todavía una utopía vigente para el país. Por algo sus discípulos fueron los grandes liberales del siglo XIX, jóvenes que iban a su casa a leer los libros, muchos de ellos muy pobres, los Amunátegui eran miserables. También fue muy amigo de Javiera Carrera, que en ese tiempo era considerada una vieja terrorista, la tenían casi en el ostracismo en su casa y él iba a juntarse con ella y conversaban en el jardín. Ese señor Bello tiene muchos pisos, muchos subterráneos debajo.
—En tu libro lo homologas con Gabriela Mistral: ambos habrían ejercido, en sus respectivos siglos, un “reinado literario” liberador. —Y es una especie de reinado subterráneo, precisamente. Porque mientras los bravucones de su época −que se creían mucho más geniales que ellos− eran líderes más partisanos, ellos supieron ejercer una influencia ecuménica sobre las conciencias, por decirlo así. Y es muy bonita esa especie de extraterritorialidad que tienen ambos, siempre buscan las relaciones exteriores. Ahí Gabriela Mistral es impresionante: no puede ser más local, no puede ser más de la Cuarta Región, pero al mismo tiempo no puede más de cualquier parte. La internacionalidad de Neruda es muy válida, pero le debe mucho a ese espectacular manager mundial que fue el Partido Comunista. ¿Cuál es el manager de Mistral? Se mueve en un mundo de relaciones epistolares, con Maritain, con Thomas Mann, con Stefan Zweig, personajes que tampoco tienen una identidad de tribu. Esa fue la gente que no transó los principios del viejo humanismo cuando estaba mal visto defenderlos. Después dicen “no, es que todos se encandilaron con los proyectos totalitarios, de un lado o del otro”. Mentira, hubo gente como Mistral dijo “no, no y no, esto no se hace”. Realmente creo que es el personaje más impresionante de la historia de Chile. Me llega a dar vergüenza hablar de ella, siento que todavía no entendemos nada de esa señora. Estamos muy perdidos, como esos griegos que después de tres siglos trataban de entender a Platón. Algo pasó que el personaje se nos fue. Pero no se nos fue como Matta, o como Raúl Ruiz, ¡se nos fue algo que estaba completamente aquí, que no podía ser más de aquí! Y que después de irse siguió hablando de aquí.
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Joaquín Trujillo:
“El desprecio de la nueva izquierda por el pasado tiene mucho de la dictadura
y muy poco de Allende”
Por Daniel Hopenhayn
Publicado en La Tercera, 26 de junio de 2021