Uno de los factores que tal vez expliquen el declive de las sociedades es el deterioro de la capacidad de imaginar. La imaginación cumple un papel primordial entre los seres humanos. Las consecuencias de nuestros actos pueden predecirse gracias a la imaginación. Quienes necesitan experiencias para enterarse de las consecuencias son los que la carecen. Si no las viven, no saben nada de ellas. El ver para creer es su condena. En su mejor versión es esclavitud de la historia, entendida como acumulación de hechos. Un amigo me decía: si fumas marihuana imaginarás más. Yo le respondí: no, gracias, me lo imagino.
Por eso el cultivo de la imaginación quizás sea lo esencial de una cultura. Una cultura es tal pues se protege a sí misma. ¿Gracias a qué? A su imaginación. Si no la ejercita, basará su defensa en meros prejuicios. Y los prejuicios son la parte precaria por cuanto temerosa de la imaginación, aquella que no atina sino a defenderse de algo, que no sabe qué es, precisamente porque no se lo imagina, o imagina siempre exactamente lo mismo (casi idéntico a no imaginarse nada).
La lectura es el gimnasio de la imaginación. Ella encuentra en la literatura recursos mínimos y aprende a completar el resto. Los medios audiovisuales, en cambio, no diremos que la deterioren, pero sí cuando no aprendemos a leerlos y simplemente nos dejamos interpretar por sus discursos.
Desastres políticos, morales y económicos se suscitan a consecuencia de una imaginación apesadumbrada. Puesto que la realidad siempre supera a la ficción, la manera de seguirle un poco el tranco es brincar hacia adelante con la imaginación.
Nada tiene de casual que la literatura se haya adelantado a acontecimientos históricos. Ha ocurrido con la ciencia ficción y las utopías y distopías, que no son otra cosa que política ficción.
Pero esos ejemplos son los más evidentes, obvios, explícitos, o sea, los menos imaginativos Curiosamente, el exceso de imaginación ha sido desacreditado por los propios literatos, que han alegado inverosimilitud en sus contrincantes. Fue el caso de Oscar Wilde. Si es verdad que algo, por improbable que resulte, no tiene que ser necesariamente inverosímil, lo cierto es que la incredulidad tiene su cuota de responsabilidad. Que sea más fácil imaginarse a muchos dioses que a un único dios significa que logramos imaginarnos nada más que a comunes y silvestres seres humanos.
La literatura transformada en un espejo exacto de lo que alcanzamos a imaginar que realmente ocurre en el mundo, es su propia ceremonia fúnebre. Ahí la imaginación acaba sepultada y su nombre se ha borrado junto con la lápida misma. Si nos detenemos a pensar, sucede que muchos problemas del mundo son efecto de pura falta de imaginación. Y bueno, no es que ella sirva para adelantarse solo a lo que hay que hacer. También prefigura tantas posibilidades, que por ella aprendemos a no apresurarnos. Absortos de infinidad de caminos, dudamos, pensamos, revisamos: eso que nos hace falta, en no pocas ocasiones, para que tenga lugar algo muy importante.
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Por Joaquín Trujillo Silva
Publicado en La Tercera, 23 de noviembre de 2022