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Los racimos de Steinbeck

Por Josefina Trujillo
Revista Terminal. Diciembre 2013
www.revistaterminal.cl


 


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Vamos por la vida creyendo que sólo nuestras experiencias nos constituyen, buscando en el pasado razones para nuestros anhelos. En este actuar, sin quererlo, relegamos cuanto no es propio y enaltecemos aquello que –ingenuamente– consideramos nuestras conquistas. Pero si queremos ser estrictos, poco de lo que nos ha sucedido nos pertenece. Somos la consecuencia de miles de aconteceres que se nos escapan, que huyen alterados apenas intentamos alcanzarlos. La mayoría de las veces ignoramos de dónde surge tal o cuál idea, de dónde procede tal o cuál sensación. El olor a los parqués húmedos desprendidos de su lugar, me recuerda a cuando tenía un gran espejo que, por esos años, permitía la imagen completa de mi cuerpo. La humedad, el espejo y ese olor constituyen parte, en algún sentido minúsculo, de lo que constituyo. En la voluntad creadora de los escritores, podemos encontrar el origen de aquello que, aún cuando intentamos explicarnos, no aparece del todo claro.

Son justamente esas explicaciones las que indago con impaciencia cuando comienzo la lectura de una novela y principalmente cuando descubro a un nuevo escritor. El nuevo autor, se transforma a poco andar en tu amigo. Cada línea revela un poco más acerca de sus preocupaciones, sus angustias y sus alegrías.

Hace algunos meses sucedió. Su primera novela que leí fue Las Uvas de la Ira (1939). Se trata de una obra clásica de la literatura estadounidense de la que había oído hablar desde mi infancia. Mi padre, que nunca ha tenido excesivo cuidado en evitar el final de los libros, me relató un suceso que busqué a cada línea. Al terminar la novela descubrí que se trataba, precisamente, de la última escena de la obra. John Steinbeck (1902–1968) se transformó así en el compañero que he frecuentado durante estos días. 

Las Uvas de la Ira es una historia que nos permite entender con toda su fuerza que la necesidad del otro es lo que nos constituye, lo que nos mueve y lo que nos provee –en esos lapsos pequeños pero determinantes– de felicidad. La soledad no es más que la consecuencia inevitable de un mundo donde hombres y mujeres no valen en tanto personas, sino que en tanto útiles. Estoy consciente que escribo sobre cuestiones sencillas y obvias, pero el mundo pareciera moverse como si ellas no lo fueran, como si la injusticia y el sufrimiento fueran un dictado o un imperativo natural, y no la consecuencia de voluntades aunadas para el bien de unos pocos. No obstante, hay algo que me induce a hacer de estas reflexiones un texto escrito, y espero no aburrir a quien se de el tiempo de leerlo.

El relato de Steinbeck comienza cuando Tom, el hijo mayor de la familia Joad, regresa a su casa después de permanecer cuatro años en la cárcel, condenado por el homicidio de un hombre durante una pelea. Tom ha obtenido la libertad condicional por buen comportamiento. El camino de regreso es polvoriento; las montañas no se vislumbran en la distancia; estamos en Oklahoma de fines de la década del ‘20. Aunque Tom lo ignora, su familia se ha mudado hace algunos días a casa del tío John, mientras culminan los preparativos para emprender el viaje hacia California. Una papeleta color amarillo, impresa con grandes y prometedoras letras negras, anuncia que en el oeste se ofrecen ochocientas plazas de trabajo. En Oklahoma el banco les ha quitado sus tierras, el banco los ha transformado en inmigrantes. No hay alternativa, ni tampoco posibilidad de rebelión. ¿A quién debo dispararle? se preguntan los hombres a quienes se les ha privado del sustento. –Ese es el problema– contesta el representante del banco. No hay nadie a quien matar –“No. El banco, el monstruo la posee. Tendrán que irse.”– les responde. Y es que los directorios de las sociedades anónimas son los monstruos de este nuevo sistema. Los dragones, las brujas y los salvajes quedaron atrás. Hoy, el director debe proteger los intereses de los accionistas, y esa protección va más allá de la que los propios accionistas se propician a sí mismos. Al identificarnos con la tragedia de estos personajes, nos desorientamos. No sabemos quién es el adversario, el malo a que debemos eliminar. Un mundo sin malos, es un mundo sin demonio. Y si no lo vemos, porqué habríamos de temerle. Con todo, hay algo que nos mueve a ser buenos, a confiar en los otros, a esperar algo de ellos y a sufrir cuando nos defraudan.

La novela relata las consecuencias de un sistema que privilegia la eficiencia antes que la humanidad. Steinbeck construye, a través del viaje emprendido por la familia Joad, las necesidades, los apremios y esperanzas de miles de familias que emigraron en busca de mejores perspectivas, en tiempos de la gran depresión. La historia es triste. Es que ahí, cuando el ser humano deja de reconocer en el otro a uno como él, toda posibilidad de bondad es destruida.

Entonces, la familia Joad emprende el viaje de Oklahoma a California por la ruta 66, que es caracterizado por Steinbeck como el “principal camino de emigración. 66…, el largo sendero de concreto que atraviesa el país, ondulado suavemente en el mapa, desde el Mississippi a Bakernsfiel (…) el sendero de los que huyen”. En la interpretación del autor, el movimiento de estos hombres y mujeres da vida al organismo que los cobija, tal cual fueran la sangre que recorre las venas y arterias de un cuerpo viviente.

Pero la ruta está plagada de dolores. Oímos, entonces, la conversación entre dos vendedores de gasolina que observan cómo los Joad cargan su desvencijado camión, y emprenden nuevamente el viaje a las tierras que les dará trabajo: –“Y… bueno. Usted y yo tenemos cabeza. Esos condenados okies no tienen cabeza ni sentimientos. No son humanos. Un ser humano no podría vivir como ellos. Un ser humano no podría soportar tanta mugre ni tantas desgracias. No valen mucho más que los gorilas”–. Lo dramático –aunque los vendedores de gasolina intenten convencerse de lo contrario– es que los okies –los inmigrantes del este– son también seres humanos, y que sus actos de desprecio, más que distanciarlos, los unen.

De quién es la culpa. Si interpreto correctamente a Steinbeck, aunque la moralidad de cada individuo ha de juzgarse en el caso concreto, las características del sistema económico son determinantes para que las inclinaciones bondadosas se multipliquen o, por el contrario, tiendan a desaparecer. No cree Steinbeck en la maldad intrínseca del hombre, por el contrario, considera que bajo condiciones de justicia e igualdad, hombres y mujeres tienden a la solidaridad y a la mutua protección. Pero en tanto el monopolio de la fuerza se alíe al monopolio del dinero, las posibilidades individuales son aniquiladas.

Sin el poder coactivo del Estado, sino fundado tan solo en la necesidad, las familias de viajeros se vieron en la necesidad de ir estableciendo formas respetuosas y solidarias de relacionarse. Así, como cada noche las familias inmigrantes buscaban un lugar donde acampar, aquellos lugares que presentaban mejores condiciones para instarse a pasar la noche se convirtieron en el punto de encuentro comunitario: un enfermo, era el enfermo de todos; el espacio que utilizaba una familia, no podía ser invadido por otra; lo que sobraba a unos, podría servir a los vecinos y, por eso, a ellos se les ofrecía. Las desviaciones del capitalismo sólo perduran mientras hombres y mujeres permanezcan aislados, pues, en tanto sus desgracias no constituyan nuestras desgracias, es decir, en tanto “yo” no se convierta en el “nosotros”, las posibilidades de lo bueno se desvanecen. La alternativa –la que es obscurecida por un sistema que se construye en base al egoísmo– es que no sólo necesitamos al otro porque algo conseguiremos de él, sino porque el otro nos constituye a nosotros, porque sin el otro, no somos lo que podríamos llegar a ser. La amistad aparece entonces como la formula primaria de esta incipiente comunidad.

Tom viaja solo en busca de su familia hasta que se encuentra con Casy, un predicador que ha perdido la fe y con quien entabla amistad. Casy le pide a John si puede unírseles en el recorrido, y la familia Joad, a quien el ex predicador les parece un gran hombre, acepta encantada. Entre estos personajes y Georges y Lennie, protagonistas de la novela del mismo autor, De Ratones y Hombres (1937), existe cierta similitud. Ambos se necesitan, ambos sacrifican su bien individual por el bien del amigo, y en ambos Steinbeck revela la esperanza de reconocimiento.

Georges es un hombre común y de inteligencia media, y Lennie, un grandulón con deficiencia mental. Ambos viajan juntos, a pesar de los grandes embrollos que este último ocasiona. Mientras a Lennie le gusta acariciar las cosas suaves (un trozo de tela, un ratón, un conejo o un cachorrito), Georges sueña con reunir el suficiente dinero para adquirir una propiedad, una pequeña granja en la que Lennie y él puedan vivir sin meterse en problemas. Georges y Lennie recorren el país en busca de trabajo, huyendo de los problemas, e intentando reunir dinero. La singularidad de estos personajes, y que los diferencia de los demás hombres a quien conocen en su camino, es que ellos viajan juntos, son amigos y conversan. Todos los demás viajan solos. Al poco andar, sus anhelos de adquirir una granja son conocidos por otro personaje –Candy– un hombre solo, viejo y lisiado a quien matan el perro– y por Crooks –un negro a quien “los libros no sirven. Uno necesita a alguien… alguien con quien estar.”–. Al principio Candy y Crooks se burlan de Georges y Lennie, puesto que sus silencios les han impedido soñar. Sin embargo, y muy pronto, Candy y Crooks –quien le reconoce a Lennie que “te vuelves loco si no tienes a nadie. No importa quién sea, con tal que esté a tu lado.”– comienzan a fantasear con las sueños de Georges y Lennie, y les piden unirse a la comunidad, del mismo modo que lo hizo Casy a la familia Joad. 

Otra dupla a la que me referiré es la de Joe Saul y Friend Ed, los protagonistas de Llama Viva (1950). En esta novela, al igual que De Ratones y Hombres, Steinbeck propone un nuevo género, del drama–novela corta. Llama Viva está escrita en tres actos, y en cada uno Joel Saul y Friend Ed encarnan diversos quehaceres. De trapecista y payaso, en el primer acto, a granjeros propietarios, en el segundo, y a marinos, en el tercero. El drama consiste en que Joel Saul, hombre que supera los cincuenta años, casado en segundas nupcias con una mujer joven, no puede engendrar un hijo, debido a que en su niñez sufrió una fiebre que lo dejó estéril. Esta pena, al principio silenciada entre los amigos, se va revelando a lo largo de las conversaciones entre Joe Saul, Friend Ed y la joven esposa del primero, Mordeen. Joe Saul sufre pues siendo trapecista, no podrá contar a su hijo las historias que su bisabuelo trapecista le contó; siendo granjero no podrá enseñar sobre los secretos de la naturaleza que el viejo Joe Saul le reveló; y, siendo marino, no podrá hace lo propio con sus conocimientos sobre el mar, los arrecifes y las maravillosas costas del Cabo de Hornos. Mordeen, que ama a Joe Saul con locura y que está dispuesta a hacer su felicidad al precio que sea necesario, pide ayuda a Friend Ed. Mordeen necesita engendrar un hijo y Friend Ed ya engendró a dos mellizos. Algo parecido ocurre con Danny y Pilón y Pablo y Jesús María Corcorán, personajes de Tortilla Flat (1937), uno de los primeros éxitos de Steinbeck, que narra la historia de cuatro camaradas –paisanos mezcla de hispanos, indios, mexicanos y diversas sangres caucásicas– que se la pasan entre borracheras, disputas y, en ocasiones, ansias burguesas de amor y estabilidad.

Pero sigamos avanzando con Las Uvas de la Ira. Y esto es lo último que les contaré. La familia Joad ha recorrido miles de kilómetros en busca de trabajo, y por fin lo ha encontrado. Lo han hallado en Hoper Ranches Incorporated, debido a que los temporeros de ese rancho han levantado una huelga para evitar que reduzcan la paga a la mitad. El número de hombres y mujeres sin trabajo rondando estos ranchos ante la promesa de las ochocientas plazas de trabajo llegaban a tal número que sin mucha dificultad los contratistas de Hoper Ranches han reunido a los trabajadores necesarios, entre ellos, a los miembros de la familia Joad. Lamentablemente, al acceder a la oferta de trabajo, han traicionado a sus iguales, lo que no deja indiferente a Tom, quien se une a la revuelta.

Y es así como para Steinbeck la historia se construye. En algunos momentos nos ayudamos, en otros nos dañamos, pero lo que constituye una certeza es que mientras estemos solos, ni los libros ayudarán. Escuchemos a la señora Joad, leamos lo que Steinbeck nos dice en su voz, al reflexionar acerca de la acción de un hombre que ha obrado con bondad: “[s]i se está en apuros, o se sufre, o se tiene necesidad… hay que acudir a los pobres. Son los únicos capaces de ayudar…, los únicos.” La señora Joad y Steinbeck tienen razón. Nadie puede comprender mejor qué es el hambre, que quien lo ha sufrido… nadie puede comprender mejor qué es estar sólo, que quien carece de compañeros, porque es en la experiencia común que se construye la solidaridad.

Finalmente, si algo podemos pedir a los escritores es que sus mundos —arbitrarios pero absolutos— no se contradigan. Steinbeck creó en Las Uvas de la Ira, De Ratones y Hombres, Llama Viva y Tortilla Flat, escenografías perfectas, en que cada personaje y cada dialogo son coherentes en su totalidad. Nos contó sobre hombres y mujeres a quienes difícilmente podremos olvidar, de aquellos que me acompañarán en cada nueva conversación. Porque la familia Joad, Joe Saul, Friend Ed, Georges y Lennie y, Danny y Pilón, estarán ahí, esperando que alguno de ustedes se empecine en revivirlos; estarán ahí, esperando hacer de sus experiencias, nuestras experiencias. Anhelo que ellos, y tantos otros muchachos y mujeres notables, renazcan en cada nuevo espíritu que decida emprender la aventura que significa un nuevo amigo. 



 



 

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