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LOBELIA, de Joaquín Trujillo Silva
Santiago de Chile: RIL Editores, 2017
Adelanto
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La tierra seca era la contención, la potencia del color por obra humana. Era la tierra más humana.
Tan repentinamente como aquel primer giro había acaecido, pronto el microbús se internó a través de una pequeña planicie y, una vez se hubo estabilizado como una barca alcanzando altamar, se detuvo. Luisa recibió a Clemente, que, al bajar, casi resbaló por las escalinatas. La lluvia nocturna había dejado al cielo más transparente, pero igualmente celeste. Las nubes no lo manchaban; solo las altas montañas en rededor accedían a él como babeles aún no decididas a penetrarlo. El cielo también parecía haberse internado en la tierra. Lo que hubiera sido confundido, a primera vista, con un gran trozo de él, dominaba todo lo lejano. Un cielo contra el cielo y las montañas que impedían ver el cielo. Luisa entendió que los mapas son los enemigos del relieve. Las montañas eran gigantes vivos, pero de pasos lentos. Ese movimiento tan humano de la naturaleza comprime demasiados siglos.
Luisa preguntó por la masa de agua.
—Es un embalse —informó Clemente—. Bonito, ¿no es cierto? Nunca más habrá por aquí problemas de agua para el riego. El gobierno y el señor Lenzmann lo construyeron.
Así era. Entre las montañas aledañas había un embalse. Ellos, minúsculos, Luisa y Clemente, se acercaban a esa playa nueva en el macizo cordillerano.
—¿Y dónde está nuestro valle?
—¿Nuestro?
—El de nuestros ancestros; nuestro valle, nuestro país.
—Ah, sí, nuestro valle… —se aclaró Clemente— allí donde está esa línea blanca comienza —y señaló una especie de horizonte entre el agua y las montañas—; hay un grueso muro. A los pies del muro empiezan los potreros, las casas, los espinos y los canales.
Luisa observó el artificioso paisaje. Descubrió grandes casas estilo georgian que estaban siendo levantadas en las riberas del embalse. Había también un blanquísimo yate navegando al centro de las aguas y, con ello, el reflejo del cielo.
—Clemente —exhortó Luisa—, ¿dónde está entonces el valle completo, dónde está la casa de nuestros antepasados, los corrales, los adobes y todo eso? ¿Por qué me traes a mirar este fenómeno? Quiero recorrer la casa colonial; mama Norma me contó sobre ella. Vamos a verla de una vez y no perdamos más tiempo.
—Pero, Luisa, Luisa —rio Clemente—, no vas a poder verla… la casa está en el fondo del agua. El embalse la tapó, y tapó muchos potreros, muchas otras casas de adobe en las que vivía la gente. La gruta de la virgencita también la tapó el agua. Fue como un diluvio cuando el agua empezó a subir. Toda la gente venía a mirar todos los días, desde las cimas, cómo iba el agua subiendo poco a poco, durante muchos días, y se iba tragando todos los paisajes, todos los caminos y las huellas que ellos recorrían. Era motivo de mucha risa ver desde lo alto al mundo desaparecer. Quizás también será así el fin del mundo. Veremos desde el cielo a Dios borrando las cosas de abajo, hasta que nada quede debajo de nosotros. Ahora la gente viene a bañarse aquí porque está prohibido apozar el agua del río para bañarse. El embalse necesita toda el agua posible. Y mira, han llegado personas de Santiago a construirse casas. Ahora nuestro valle será un destino turístico. Antes nadie lo conocía. Cuando Clemente calló, buscó a Luisa. En lugar de ella, encontró una forma desfigurada, casi irreconocible. Primero no dijo palabra; luego bufó como una vaca pariendo con dificultades. Encorvada, se tiró de los cabellos en una especie de intento por raparse. Las venas de la cara se le habían levantado. Cayó de rodillas, entornando los ojos como si pretendiera hacerlos penetrar en las aguas densas, como si quisiera arrancarlas de un santiamén.
—Pero… —dijo Clemente— ya no creo que esté la casa allá abajo. Como era de barro, el agua tiene que haberla disuelto. Digo yo…
—Imbécil —le escupió—, fuera de mi vista. ¡Sal de aquí!
Clemente se retiró. Luisa quedó unos minutos en posición fetal junto al agua. Clemente pudo verla dibujando figuras en la arena, sirviéndose del palito de un helado.
—¿Qué hicieron, qué les hicieron, qué nos hicieron? —le escuchó decir— ¿Qué pecado tan horrendo se cometió? Hay un diluvio acá abajo, es un diluvio que tapó este mundo. Diosito prometió que no mandaría otro diluvio. Tan malos, tan malos fueron que los sepultó con agua. Yo maldigo esta agua. Ojalá que nada de lo que riegue crezca. Maldigo el río que llena este valle; maldigo este valle lleno de agua. Maldigo las plantas y las flores que hay por estos cerros y maldigo las piedras; también maldigo el cielo y los días que en este lugar viajan por el cielo. Maldigo el cielo de aquí. Maldigo las montañas, los caminos que van entre ellas, los animales, los perros guardianes, las gallinas y los huevos que vayan poniendo: que estén llenos de veneno. Las vacas, la leche que cae de ellas, las maldigo. Que la leche sea sangre. Porque no honran a sus antiguos señores y se dejan pisotear por nuevos, por gente que nunca han visto, que miran sus campos plantados desde helicópteros en el aire. Maldigo el aire, que sea mortífero. Maldigo todas estas lanchas que están sobre el agua, como si bajo el agua nunca nada hubiera pasado. Allá, bajo el agua, está todo lo pasado… es una confabulación contra la sangre. El agua del lago quiere disolver tu sangre como la sangre, quiere mezclarse con la sangre desconocida.
Así hablaba Luisa.
Clemente la vio entrar corriendo en el agua. Chapoteaba, pero porque le era difícil avanzar más aprisa.
—¿Qué haces? —le gritó— ¿Para dónde vas?
No respondió. Siguió hundiéndose en el agua, que ya le alcanzaba los hombros. —¡Luisa! —gritó, llamándola otra vez. Se quitó la ropa hasta quedar en calzoncillos y entró también en el agua. El nuevo fango le succionó los pies inmediatamente.
Avanzó todavía llamándola, sin respuesta. Bajo el agua la tomó por la cintura cuando a Luisa el agua le borlaba el cuello.
—Estás loca… y le estás mojando la ropa a la Milady —y desesperado, procuraba interponerse—. ¿Quieres cruzar el embalse?
—No —rugió forcejeando—. Voy al fondo.
—¿Al fondo? —rio Clemente, nervioso.
—Voy a visitar la casa. Nuestra casa. La casa llena de agua, por todas las habitaciones. Voy a verla, voy a verla, déjame, déjame… —logró sacarse a Clemente de encima, pero este pudo otra vez interponerse— Voy a visitar la casa, como si el agua en verdad no estuviera, porque estoy en todo mi derecho. Yo no reconozco el agua… no debería estar aquí. No, no, no… —A cada paso te hundes más; te ahogarás… —quiso explicarle.
—Eso quiero, entonces.
Clemente la miró una fracción de segundo a los ojos. Quedó turbado, mudo frente a un rostro sanguinolento.
—Ah, ¿sí? ¿Eso quieres?
—Sí, sí, déjame seguir. Voy a morir, pero voy a visitarla… —Permíteme ayudarte… —y le hundió la cabeza a la fuerza, impulsándose con todo el cuerpo sobre el de ella. Al cabo de unos segundos, regresó la cabeza de Luisa Manso a la superficie.
—¡Ah! —consiguió decir, medio muda— ¡Imbécil, desgraciado, infeliz! Quisiste ahogarme… me hiciste una china, estúpido —y comenzó a retornar a la orilla, enfurecida.
(Fragmento de la sección 6 del capítulo Hijo del padre, hermano, salvador, págs. 372-375. Dibujo de Vicente Matte)