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«Andrés Bello. Libertad, imperio, estilo» de Joaquín Trujillo Silva
Santiago De Chile: Editorial Roneo: 2019


Por Miguel Ángel Martínez Meucci
martinez.meucci@gmail.com
Universidad Católica Andrés Bello
Publicado en Poliarkía - Revista de Ciencia Política y Gobierno (abril 26, 2022): 107–116.


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La figura y legado de Andrés Bello constituyen un patrimonio fundamental del mundo hispánico. Esa entidad, no obstante, a menudo se ha visto menoscaba por reivindicaciones de exaltado fervor patriótico, herederas de una historiografía decimonónica que requirió establecer la identidad de un grupo de naciones recién constituidas. La pretensión de reducirle al estrecho campo de los nacionalismos hispanoamericanos, lejos de hacerle justicia, le resta algo de la universalidad que es preciso reconocerle. Y lo que es peor: contraviene el espíritu de su ingente obra, tan magnífica como sutil y tan recelosa de lo nacional frente a lo universal.

La larga y prolífica tradición de los estudios bellistas, por fortuna, nos abre las puertas a la comprensión de un legado vasto, cuyo influjo destaca por la discreción con la que sigue siendo capaz de vencer el paso del tiempo. Pero es precisamente esa discreción, esa ausencia de fanfarrias y consignas que tan abundantes y ruidosas resultan en nuestros imaginarios hispanoamericanos, la que obliga a bajar las revoluciones y afinar el oído, si se quiere escuchar a Bello con la calma necesaria para apreciarlo en su justa dimensión. 

A esta labor se ha dedicado durante varios años Joaquín Trujillo Silva, abogado chileno que recientemente ha publicado Andrés Bello. Libertad, imperio, estilo (Santiago: Editorial Roneo, 2019). Este estudio constituye ahora mismo la última parada obligada en ese itinerario ya clásico que autores como los hermanos Amunátegui, Menéndez Pelayo, Ángel Rosenblat, Rafael Caldera, Pedro Grases e Iván Jaksic, entre otros, han venido trazando con el propósito de comprender la vida y obra de uno de los más grandes referentes de Hispanoamérica.

Se trata de un volumen que supera las 800 páginas, cuya elegante presencia y factura invitan desde un principio a adentrarse en un recorrido que no por largo se hace nunca pesado. Muy por el contrario, la cuidada prosa, nutrida de referencias oportunas y argumentos bien hilvanados, conduce al lector por el universo vital de Andrés Bello, ofreciéndole siempre digresiones y espacios de recreo entre los pasajes críticos más incisivos. Las numerosas notas al pie completan un ejercicio erudito, incluso excesivo por momentos, pero al que la inteligente composición de la obra logra dotar de notable agilidad y frescura.

El carácter supuestamente diletante que, según el autor, caracteriza a este trabajo, lejos de restarle profundidad le ofrece la amplitud necesaria para acercarse a su propósito fundamental: dar con el espíritu y con el nervio central de Bello y su obra, considerándolos en el contexto de esos tiempos de transición que le tocó vivir. La perspectiva adoptada rehúye los enfoques propios de los especialistas, a menudo reñidos con el cometido de la reflexión y la divulgación, y genera en cambio una mirada capaz de articular el derecho, la historia, la crítica literaria y hasta la teoría política.

Como indica el título, libertad, estilo e imperio son los tres ejes de interpretación que propone Trujillo Silva para comprender a Bello. Si en la magnífica biografía escrita por Iván Jaksic (Andrés Bello. La pasión por el orden) es el concepto de orden el que sintetizaría de algún modo el espíritu del gran caraqueño, haciendo girar en torno al mismo sus principales sensibilidades, anhelos y desvelos, Trujillo Silva encamina su interpretación hacia el concepto de gramatocracia, aproximándose progresivamente a él mediante esos tres principios vertebradores. Principios que, como dice el autor en la introducción del libro, equivalen a «soltura, firmeza y flexibilidad» (p. 37).

La soltura la aporta el primer eje: el de la libertad. Bello profesará su amor a la libertad a lo largo de toda su existencia, entendida ésta en términos mucho más amplios de los que establece el lenguaje propio del debate político. En palabras de Trujillo Silva, «Bello no es tanto un personaje abordable por la ciencia política como por la poética-política» (p. 91). En su interpretación, la libertad anhelada por el caraqueño emerge siempre como resultado de su doble amor por la naturaleza y por la razón. No es casualidad entonces que Bello aprecie en la agricultura el carácter pretendidamente liberador de la civilización, al incidir ésta de modo racional en el mundo natural sin atentar contra sus reglas inherentes. Libertad es entonces voluntad racional de incidir en el mundo; es disconformidad y posibilidad de progreso; es el impulso que se propone mejorar el mundo ya existente. La libertad opera así como un avance progresivo conforme a la razón. Diríase pues que, según la argumentación de nuestro autor, para Bello la libertad es esencialmente poiesis.

De ahí la semejanza que diversos autores han establecido entre Bello y figuras como Dante y Goethe, poetas cercanos al poder pero siempre precavidos y recelosos ante el mismo. Más que la posibilidad de obligar mediante la fuerza del poder político, son las facultades creadoras que éste encierra lo que acerca a estos personajes al ejercicio del gobierno, en el entendido de que gobierno es siempre propensión al orden y materialización de un rumbo [sentido] común. Dicha propensión implica un ejercicio de autoridad que, no obstante, se entiende aquí como propuesta, invitación o sugerencia a la razón. Según Trujillo Silva, «su especie de liberalismo eludía esta ultima ratio, este recurso a la fuerza […] Para Bello, la auctoritas es la fuerza de la razón sin la fuerza de la fuerza» (p. 116). Más bien, «esa influencia debe estar mediada por la plausibilidad racional de aquello que se propone» (p. 118); esto es, debe sugerir cursos de acción que no desatiendan a la naturaleza de lo real.

De este modo, el orden que conciben estos poetas-políticos se edifica en torno a las potencialidades performativas del lenguaje. Es a través de lo que Trujillo Silva denomina «el hábito gramático» que Bello, y otros como él, prefieren entender el rol de la autoridad y el ejercicio del poder. Ese constante cortejo a la razón sólo puede tener lugar mediante la persuasión continuada, a través de la clara comprensión y del sabio empleo de los recursos de la lengua; un ejercicio que en tiempos de Bello se materializaba ya, fundamentalmente, en el uso sistemático de la letra impresa. Elabora entonces nuestro autor el término de gramócratas para designar a quienes procuran este tipo de gobierno, que no es tanto —o sólo— el de la ley propiamente dicha, sino más bien el de la palabra elocuente y precisa que, al quedar fijada sobre el papel, alcanza a proyectarse de modos insospechados.

En virtud de lo anterior señala Trujillo Silva que no cabe incluir a Bello, como lo hizo Menéndez Pelayo, en la categoría mítica de los grandes legisladores al modo de Moisés, Licurgo o Solón, puesto que su obra no se circunscribe única ni primordialmente a la tarea de dotar de leyes a su pueblo. Mucho menos cabría tomarlo por quienes mantienen una ingenua confianza en la capacidad presuntamente automática de las leyes para ordenar la convivencia cívica e impulsar el progreso. Su genio de gramócrata se despliega, más bien, en esa dimensión previa, más sutil y ubicua, que constituye la lengua como forma y materia del sentir y del pensamiento.

Y es precisamente a través del ejercicio de la gramatocracia que Bello no sólo habría logrado conquistar su propia libertad, sino también ayudado a fundar la libertad política de una joven nación como lo fue el Chile decimonónico. Trujillo Silva recurre a Ifigenia en Táuride, obra de Goethe (1781) basada en Eurípides, para recrear una figura mítica bajo la cual identifica tanto al autor del Fausto como a Bello. «Ifigenia es una extranjera que sirve a poderes no suficientemente refinados» (p. 122), una hija de Agamenón que, por obra de la diosa Artemisa, termina «bajo la autoridad de bárbaros a los cuales intenta educar, pero de los cuales jamás escaparía» (p. 99). Bello, sin embargo, «por la autoridad moral y espiritual que consiguió sobre el mundo hispanohablante, no quedó sometido a los tauros» (p. 123), sino que contribuyó a establecer las bases de un orden en libertad.

El liberalismo sui generis de Bello, tan ajeno a los encasillamientos partidistas, lo lleva por ejemplo a conducir las gestiones necesarias para eliminar la institución del mayorazgo, verdadera rémora de la etapa monárquica y obstáculo para la modernización social y económica, y lo hace, por cierto, como funcionario de gobiernos conservadores. Este hecho aparentemente paradójico sirve a Trujillo Silva para reconocer en Bello lo que denomina como su «espíritu dramatúrgico», ese sentido y respeto innato por una condición del mundo social —la de su pluralidad— que sabe emplear con pericia para «hablar a través de otros». Tal como sugiere nuestro autor, resulta notable el hecho de que Bello, pese a fungir como un verdadero demiurgo a la hora de dirigir la acción, no haya sido considerando nunca, ni por tirios ni por troyanos, como un dictador (p. 499).

El segundo de los tres ejes —el que aporta «firmeza»— es el del imperio. A tenor del autor, a Bello no se le entiende sin reparar en su vocación imperial. Pero, ¿qué ha de entenderse por tal? Sólo en primera instancia significa esto una cierta fidelidad a la idea monárquica. Educado en el espíritu de la Ilustración Indiana, ganador por concurso (1802) de la posición de Oficial Segundo de Secretaría en la Capitanía General de Venezuela, y autor de obras como la Oda a la vacuna (1804) y Los sonetos a la victoria de Bailén (1808) —en los que expresa su fidelidad a la monarquía—, el tránsito de Bello hacia el ideal republicano no es instantáneo. Embarcado luego hacia Londres en misión diplomática (1810), junto a Bolívar y López Méndez para conseguir el apoyo británico a la causa emancipadora, Bello se verá impedido de regresar a América durante 19 años, llegando incluso a solicitar la amnistía al gobierno español en 1812 y sufriendo luego las desatenciones del propio Bolívar. Y en Chile, donde desde su llegada en 1829 prefirió unirse al bando conservador, sus principales detractores no dejaron de calificarlo como un «pelucón» redomado y nostálgico de la monarquía.

Por otro lado, aunque Bello dará todas las pruebas necesarias e irrefutables para demostrar su fidelidad a la causa americanista y republicana, su aversión natural a la revolución siempre constituyó un rasgo esencial de su carácter. Señala Trujillo Silva que «Bello resumía su vida diciendo que había sido “arrojado por los vaivenes de la revolución al hemisferio austral”» (p. 100). El caraqueño es fiel al ideal americano y se convence de que la república se había convertido en la vía hacia el progreso, pero no por ello aborrece el pasado en el que se forjó, ni deja de echar en falta la unidad esencial del mundo hispánico. Por el contrario, y tal como relata Trujillo SIlva, verá en la enorme fragmentación de la América hispana (tan opuesta al curso seguido por los Estados Unidos o por Brasil) un hecho lamentable, rematado por los conflictos bélicos que a menudo se produjeron entre las jóvenes y precarias repúblicas hispanoamericanas. Bello temía que la suerte final del Imperio Español coincidiera con el destino del Imperio Romano: convertirse en una nueva Babel en la que, arrastrados por la barbarie, los pueblos hermanos ni siquiera pudieran entenderse en el mismo idioma.

De este modo, lo que Trujillo Silva entiende por vocación imperial en Bello no es la pretensión de revertir la desaparición del antiguo Imperio Español, hecho gigantesco al que una persona con profundo sentido de la realidad como él no pretendería aspirar a partir de cierto momento. A cierto punto sentencia nuestro autor que, más bien, «El imperio es la gravedad de la universalidad en la práctica» (p. 374). Y en el contexto específico de Hispanoamérica, y de «una cierta antipatía que hay en Bello por la pequeñez nacional, por el desprecio al imperio» (p. 384), se trata de un afán de preservación de la unidad heredada, un afán por el que un espíritu respetuoso del sentido del pasado como el suyo —y por ello instintivamente reacio a los modos de la revolución— aspiraba a preservar dicha unidad mediante los únicos medios que la realidad seguía ofreciendo hasta entonces. Desde su perspectiva, el ideal de la «civilización» y del avance de las «luces» no progresaría contra el «imperio», sino desde el mismo; a partir de un legado enorme que, a su vez, hunde sus raíces en la vieja madre Roma. «Hasta en las cosas materiales presenta algo de imperial y de romano la administración colonial de España», dice Bello en 1844, citado por Trujillo Silva (p. 243), quien también señala que «España era para Bello una creación propiamente imperial romana» (p. 220). La idea, por así decirlo, no era detener el progreso, sino facilitarle su desarrollo mediante un balance armónico entre pasado y futuro, capaz de conservar una herencia civilizatoria valiosa y de conectarse con lo universal desde las particularidades culturales del mundo hispánico. 

El elemento principal de dicha herencia fue para Bello, desde luego, la lengua española. Sobre el imperio de la lengua se edifica todo lo demás, y sobre el citado «hábito gramático» se establecen las bases de todo orden, entendido éste como cierta unidad de sentido. En palabras de Trujillo Silva, «La gramática es el control de la lengua, ese control que manda incluso el plan divino. La lengua es la libertad, pero la gramática su imperio» (p. 199). Con su Gramática de la lengua castellana Bello busca asentar el fundamento de una unidad con la que se aspira a preservar el pleno entendimiento de los americanos, requerimiento básico de todo progreso. Pero además, señala Trujillo Silva que  «En su gramática, Bello hace una declaración de independencia de las reglas de la gramática respecto de las reglas del pensamiento mismo. Esta es una osadía tremenda, una revolución en el silencio de sus reflexiones, una insurrección sin sangre. En algún sentido adelanta ciertos aspectos de la lingüística general. Bello distinguirá claramente “lengua” y “pensamiento”, y entre las reglas de esta y aquel, es decir, las reglas de la gramática y las reglas de la lógica» (pp. 293-294)

El trasfondo es claro: la verdadera revolución, el verdadero orden, no se imponen contra la realidad, sino que ceden ante ella y la cortejan. A su vez, la unidad de la lengua, fundamentada en la claridad gramática, permite dar el siguiente paso en la construcción (o preservación) de esa «forma precisa de poder» (p. 210) que para Trujillo Silva es el imperio: ese siguiente paso es el imperio de las leyes. Según nuestro autor, «Bello proyecta una continuidad entre Roma, España e Hispanoamérica, como entre el Derecho Romano, Las Siete Partidas y la buscada codificación de la “ley patria”» (p. 219), para la cual el Código Napoleónico constituye un ejemplo de claridad a seguir. De esa saludable digestión de influencias superpuestas, pero que no siempre se habían fundido de modo armónico, logra Bello elaborar su Código Civil y sus Principios de Derecho de Gentes.

Según la intuición de Bello, el imperio es tanto más poderoso y firme cuanto más sutiles sean sus nexos y cuanto más aferrados a la realidad sean sus fundamentos. Del Código Civil puede apuntarse, tal como lo hace Trujillo Silva en la introducción a su libro, que «ha sobrevivido a guerras civiles, revoluciones, constituciones, golpes de estado, tomas universitarias y abogados exitosos» (p. 20). Y en cuanto a los Principios de Derecho de Gentes, estos se hacen particularmente necesarios en un imperio fracturado, en cuyos mares vuelve a imperar el caos. Como colige nuestro autor, «el Derecho Internacional es requerido a falta de un imperio a la manera romana» (p. 305). Bello deja ver claramente lo que piensa al respecto cuando señala que «El Derecho Internacional o de gentes no es, pues, otra cosa que el natural, aplicado a las naciones» (citado por Trujillo, p. 319).

El tercero de los ejes de interpretación —el que aporta «flexibilidad»—es el del estilo. Trujillo Silva entiende por tal «un orden flexible y que aparece especialmente en la literatura» (p. 41), «una modalidad muy exacta de la fuerza» (p. 433). El orden y la fuerza que se encierran en el estilo son particularmente relevantes en este caso porque, para nuestro autor, «Bello es el nombre de una época y de un estilo de ser americano, el cual tal vez sea el mayor sentido político que conocimos y que conoceremos» (p. 63). Ese estilo está marcado por la «paz-ciencia» (p. 429), la moderación y la precisión, y se mantiene en «permanente lucha» contra «las definiciones exageradas, unilaterales de la existencia» (p. 424). Así como en política Bello resultaba liberal para los conservadores y conservador para los liberales, republicano para los monárquicos y monárquico para los republicanos, también en los predios literarios fue romántico para algunos clasicistas y neoclásico para unos cuantos románticos. Dice Trujillo Silva que «Esta fina articulación de las contradictorias tendencias humanas es, en Bello, el pie forzado de su estilo» (p. 408).

En todo caso, como buen ilustrado de sensibilidad educada en el siglo XVIII, todo en su espíritu y labor propendía al cultivo de la simplicidad. Después de todo, de la claridad y de la transparencia es más probable que nazcan la concordia y la unidad a las que aspira siempre un espíritu imperial. El talante clasicista de la mayor parte de su poesía, así como su propia pasión por la codificación jurídica, dan perfecta cuenta de esa inclinación general. Sobre este punto se extiende nuestro autor, llegando al punto de calificar a Bello de «espectricida» (p. 607), enemigo de enredos, confusiones y supersticiones. Esa tendencia general, unida a su inclinación ante las realidades concretas y a la ajetreada vida de servicio público a la que se dedicó, posiblemente haya pesado en el declive de su vocación poética y en el cultivo de la claridad pedagógica. Apunta Trujillo Silva, refiriéndose al Código Civil, que «Su prosa flota en una neutralidad que hace pensar en que se escribió a sí mismo. La ley debe escribirse sola, para que así no suene a imposición de un tercero» (p. 300). Toda la influencia que el caraqueño logró ejercer con hábil sutileza se debió al cultivo de ese estilo, reflejado en su característica «prosa medida» (Trujillo, pp. 183-186) donde la forma era el fondo. En palabras de nuestro autor, «Bello parece más amigo de las “apariciones del ser” que del “ser” mismo» (p. 475).

Sugiere también Trujillo Silva que la vasta curiosidad de Bello hizo de él un diletante en numerosas áreas del humanismo y de la ciencia. Sin duda, su genio no se redujo al manejo erudito de cierto número de disciplinas, sino que se amplió también a la capacidad para ver más lejos y desde mayores alturas. Bello llegó a comprender, como muy pocos en su tiempo, las relaciones existentes entre las diversas cosas y dinámicas que componían su mundo. Su vocación divulgativa y pedagógica, tan típicamente ilustrada, devino sello indeleble del estilo bellista, luego reproducido por sus numerosos discípulos. Y dentro de esta pasión por comprender, la indagación constante en las raíces de cada cosa fue también un rasgo característico de su estilo. En ello se detiene Trujillo Silva al analizar el interés que siempre profesó Bello por el Cantar del Mío Cid y por la figura legendaria de Ruy Díaz de Vivar. Incomprendido por su «señor natural», exiliado como consecuencia de dicha incomprensión, pero siempre leal y apegado a la ley, en el Cid seguramente veía Bello una inspiración para indagar en el sentido de su propia trayectoria vital. Pero más allá de esto, en el Cantar buscaba la fibra íntima y original de la lengua castellana y del espíritu hispánico. Según Trujillo Silva, estas investigaciones «buscaban conseguir una mirada de la Edad Media española como un escenario de libertades, de deliberaciones, un espacio, por así decirlo, espiritualmente liberal» (p. 525), en el que «Bello encuentra un tesoro: el de la individualidad» (pp. 527-528). El Cid recogía, para Bello, el origen y lo mejor del espíritu hispánico, aquello que era necesario preservar y a lo que hacía falta retornar. Más que de épica, se trataba de arrojo, nobleza y liberalidad.

Asimismo, forman parte de este estilo bellista el cultivo de la reflexión original, genuina, arraigada en los contextos históricos y geográficos de Hispanoamérica, y la aversión por fórmulas de repentina importación y malograda digestión. América hispana, nacida del movimiento imperial hacia el oeste (ver Trujillo Silva, pp. 219-234), es empero una realidad distinta, derivada como todo lo que existe, pero portadora de una dignidad particular. En esto, como en todo, Bello se mantiene en una posición de sensato apego a la realidad que, de puro evidente, pasa a menudo desapercibida. Frente a la obsesión extranjerizante o la mitificación indigenista, sin caer en chauvinismos y abierto siempre al mundo, Bello no cesa de reivindicar el valor de la perspectiva que naturalmente corresponde a nuestra mirada, razón y posición en el cosmos. Particularmente simbólico resulta el hecho de que, tal como lo señala Trujillo Silva, en su Cosmografía y otros escritos de divulgación científica «Bello propone no solamente comenzar a pensar el universo desde la Tierra —como resulta problemático después de Copérnico—, sino que además propone hacerlo desde su lugar personal de trabajo, esto es, el hemisferio sur» (p. 370). 

El libro de Trujillo Silva cierra con una sección que, según el autor, bien pudiera ser tomada por un anexo: «Gramócratas». El autor realiza allí un recorrido por el legado de Bello, al cual identifica con la idea de gramatocracia: el ejercicio del poder mediante el prudente empleo de la letra escrita y desde la confianza plena en sus posibilidades. Un concepto, por cierto, con el que casi se pudieran establecer, si nos apuran un poco, los primeros fundamentos de una interesante teoría del poder. Los gramócratas son aquí, esencialmente, los discípulos de Bello, la mayor parte de ellos grandes exponentes del liberalismo romántico del siglo XIX chileno y de otras partes de Hispanoamérica. Gramócratas son los hermanos Amunátegui –discípulos aventajados y primeros biógrafos de Bello– y sus descendientes, así como Diego Barros Arana, Eusebio Lillo, y en cierto sentido incluso el cubano José Martí, por citar a algunos de los más destacados y fieles; también los hubo que tomaron otros rumbos, como Francisco Bilbao y José Victorino Lastarria. 

En suma, el libro de Trujillo Silva sobre Bello es una obra monumental de ineludible lectura para quien quiera saber algo más sobre el mayor humanista de Hispanoamérica. Se reúnen en él múltiples perspectivas, todas ellas pertinentes y necesarias para acercarse al espíritu y legado de un hombre cuya dimensión no ha alcanzado aún el reconocimiento de la universalidad que le caracteriza. Bello no es sólo una figura referencial del genio hispanoamericano, o un manual para comprender los errores y aciertos que llenan la historia común de nuestros jóvenes países; es también una guía para comprender lo universal desde lo particular hispánico, y viceversa. Pocos libros hay como éste para mostrarnos todo lo anterior.


 


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Miguel Ángel Martínez Meucci: Profesor de Estudios Políticos, Universidad Austral de Chile. PhD en Conflicto Político y Procesos de Pacificación, por la Universidad Complutense de Madrid (España).

 

 

 

 



 

 

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«Andrés Bello. Libertad, imperio, estilo» de Joaquín Trujillo Silva
Santiago De Chile: Editorial Roneo: 2019
Por Miguel Ángel Martínez Meucci
Publicado en Poliarkía - Revista de Ciencia Política y Gobierno (abril 26, 2022): 107–116.