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Tontos inmortales

Por Joaquín Trujillo Silva


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Indudablemente los seres humanos aprendemos de las caídas. Cuando niños, nos aventuramos a caminar con ese riesgo. Sin embargo, como diría el viejo Aristóteles, la ciencia que hay en nosotros, por poca que sea, nos advierte que, si damos un paso de más, podemos caernos desde un acantilado. Aunque no nos hayamos precipitado nunca desde uno, no tenemos para qué aprender que son lugares peligrosos a golpe y porrazo. Sabemos el mal que podríamos hacernos porque imaginamos, proyectamos lo que podría ocurrirnos en base a experiencias menos mortíferas. Eso si somos medianamente inteligentes. Si somos tontos inmortales, seguramente aprenderemos demasiado, en nuestro propio cuerpo.

Pareciera que en Chile hubiésemos perdido toda la ciencia de este tipo. Por eso vamos de un extremo al otro. No tendríamos que ir tan lejos en el error si previéramos qué pudiera ocurrirnos por esos lados.

Incapaces de poder medirnos internamente para poder modelar nuestras relaciones humanas, hemos estado experimentando con lo desconocido. Es como si no hubiera nada de historia qué saber, que todo lo que ha ocurrido en el mundo no sirviera de nada, pues nosotros nos creemos con el derecho a experimentarlo todo, todo nuevamente. Y peor, como si gozáramos de tiempo infinito. Eso tiene un nombre: se llama ignorancia y se paga caro. Lo demuestra la vida de los países que no estuvieron dispuestos a extraer moralejas de los percances es que afectaron a otros.

—¡Nunca hemos tenido una constitución escrita democráticamente! —¡Hagámosla!
—Oh, no funcionó.
—¡Intentémoslo de nuevo!
—Ok. Pero que ahora la escriban los adversarios de nuestra obsesión.
—¡Sí! Veamos qué resulta.

Lamento informarlo, pero eso es un poco lo que ha estado ocurriendo. La democracia es así, se dirá. De acuerdo, pero hay democracias que tienen la sofisticación de un juego de ajedrez, no de ludo.

Mientras nos quedamos atrapados en estas cuestiones elementales, el mundo sigue su curso. Los adelantos tecnológicos nos pondrán en aprietos en un futuro muy próximo. No estamos entendiendo que con la virtud pública no se juegan juegos simplones. Lo saben aquellos países cuyas constituciones se reforman, pero no se arrasan de un plumazo (valga también esta crítica para el origen de la de 1980). Para estar bien montados sobre el caballo en esta carrera que como país debemos dar, no podemos estar además a bordo de un barco y en medio de una tormenta permanente. Se objetará que, antes de dar cualquier carrera, será necesario conducir nuestra nave hacia aguas más tranquilas y que, por lo tanto, debemos pelearnos por el timón antes que nada. Eso es lo que siempre se ha dicho cuando se prefiere vivir sin foco. Lo que la virtud clásica nos aconseja es otra cosa: pese a todos los problemas que acarrea nuestra historia política, los seres humanos somos capaces, si queremos, de moderarnos y apaciguarnos. Para eso hace falta no probarlo todo, meditar sobre los buenos ejemplos e imitarlos en lo que tengan de imitables. La rueda ya fue inventada y las nuevas que debamos inventar no se lograrán sin método, paz y la ciencia que hay dentro nuestro, ciencia de la que nos han provisto los peligros propios de nuestra mortalidad.

 

 

 

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