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Nuestro último patriota
Por Joaquín Trujillo Silva
Publicado en La Tercera digital. 24 de Enero de 2020
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¿Quiénes fueron los criollos, quiénes los patriotas? Las palabras vivas se extinguen en la historia. ¿Y quiénes los conquistadores? Otras son fósiles en la naturaleza misma.
Preguntémonos de nuevo, ¿quiénes fueron los patriotas? Hasta hace unos días podía visitarse a uno de ellos en Santiago de Chile.
Entre sus antepasados, hubo once que llegaron con Pedro de Valdivia, y siete gobernadores de la capitanía general de Chile. Él no lo sabía, lo averiguó su hijo. “Todos somos descendientes de ese tipo de figuras, como lo somos también de delincuentes, de mentirosos, de canallas, de pecadores, de perversos”, observó Armando Uribe. Su coherencia no era la de las ideologías. Era una de su propia artesanía.
Por ejemplo:
Armando Uribe creía en la resurrección de la carne. Estas sí que son palabras mayores, cuando ni los católicos más viejos, a pesar del Credo, son claros al respecto, máxime viniendo de él, un embajador de la Unidad Popular en la China comunista, al tiempo que obstinado de misa en latín.
Armando Uribe nunca capituló de la aristocracia del espíritu a la cual pertenecía más por mérito que por herencia (aunque también por ella). Estas son otras palabras mayores en un hombre de izquierda, que no renegaba de quien era él para mantenerse vigente en el club de renegados. Se sabía miembro de una genealogía, o sea, una jerarquía: ARCE, me dijo un día al teléfono, “Uribe Arce” (pues había un Uribe Herrera, su padre, y un Uribe Echeverría, su hijo).
Armando Uribe fue un patriota rabioso, que jamás renunció a la soberanía nacional. Esto no tenía razón de ser en un cosmopolita cabal como en efecto lo fue. Pero era ambas cosas, sin traicionar ninguna y, por sobre todo, sin medias tintas.
Cual Borges, Armando Uribe admiró al señor rural tanto como al campesino que mudaba la chupalla por el sombrero de paño para ir al pueblo. Burgués integral, fue libre de las caricaturas contra el mundo de los campos, del que sin embargo no fue cómplice.
Cual T.S. Eliot, sus libros los escribió más el oficio que el entusiasmo, como uno de los neoclásicos de los que Andrés Bello fue otro. La perfección de su música trasunta al clavecín que acompañaba su factura.
Armando Uribe fue un monógamo transmundano. La recompensa a sus servicios, en la vida eterna, obvio, era su propia mujer resucitada y no un harem, ni concubinas ni odaliscas.
Pensó en la muerte como uno más de los poetas que inventaron la lengua castellana. Sin posar de hispanista sospechoso de traición, él fue uno de aquellos de plata u oro.
Armando Uribe, más que otros, talentosos pero tan sonoros, era acreedor —impago— al Premio Nobel de Literatura, pero también no al de la Paz, sino al de la Guerra Justa. Pues innegable, había en él —y él no descuido su cultivo— algo de veterano de una cruzada santa que no entró en la historia de las infamias.
Su personalidad neurótica, su trato, que combinaba pesadez, dulzura y encanto, su llaneza y sinceridad, su catolicismo de cuna, lecho nupcial y tumba, sus bravatas para el bronce, en suma, su decencia, han quedado como inscripción en la sepultura de Chile. Una sepultura que no es la muerte —¡es un largo sueño!—, recordémoslo, él sabía que las sepulturas se abrirían al llamado del cielo. Mientras tanto, cantó, como Shakespeare en Hamlet, al gran gusano que gobierna al universo, ese monstruo al que todo irá a dar, escribiendo:
somos tan transitorios como las flores,
como los perros, e iremos a dar
a los montones excrementicios o a los hoyos.
Desde joven, Armando Uribe albergó la idea de escribir un libro, un solo gran libro, uno que poder publicar cuando viejo. Puesto que escribió muchísimos, nunca lo logro… digámoslo: por ahora.