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Una rara flor
Lobelia. Joaquín Trujillo Silva. RIL Editores, 2017, 448 pp.
Por Patricio Domínguez
Ruleta Rusa
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Si tuviéramos que decir de qué trata Lobelia de Joaquín Trujillo, diríamos que se trata a grandes rasgos de la vida de una niña en una ciudad perdida de provincia en busca de la vindicación del abandono sufrido a manos de su madre. Luisa Manso, una niña cuyo genio y apariencia atestiguan un destino superior, es criada por una “tía” (la entrañable Lorena Carrasco) en la polvorienta San Estanislao, donde transcurre su vida enmarcada en el prosaico y a la vez estrambótico paisaje de provincia. Cual heroína griega, Luisa va tomando conciencia de una misión: a través del conócete a ti mismo debe remontarse a su origen y restablecer la justicia violada en épocas pretéritas. A través de la amistad, la religión, el amor, la historia, los viajes y el arte (estadios de la Bildungsroman trujillana) Luisa es capaz de armar una bizarra expedición, junto a su hermano perdido, para conocer a su verdadero padre y enfrentar a su madre.
Sin embargo, ésa es sólo una de las capas de la novela de Trujillo. En realidad, el autor nos advierte ya en el título de que esto no es una novela común y corriente: Lobelia es más bien una Pseudo-fábula, un ejemplar de un género que a su vez evade la clasificación y que se esconde, se falsea, en la imitación, quizá incluso en parodia. Lobelia es también una alegoría, una narración que remite, en sus personajes, acciones y parlamentos, a una cierta cosmovisión barroquísima de la historia de Chile, ese país, que, como toda Hispanoamérica, ha intentado demasiadas veces cambiar identidad sin salir de la adolescencia de ninguna de sus identidades. Como lo han mostrado magistralmente tantos escritores hace varias décadas, el producto de esta juguera de indios, españoles, frailes, masones, mercachifles, dictadores y mendigos, es un escenario que no puede sino describirse como mágico.
En la alegoría trujillana, Chile -Cristina Manso-, producto del mestizaje inveterado de viejos hispanos, portadores de esa vieja Europa de conquistadores rudos pero nobles, vive la tragedia de haberse hecho criolla a sangre para caer en los brazos de una falsa primavera, el mundo del bussiness y la eficiencia devastadora (el mundo de Lenzmann, ¿“el hombre primavera”?). El capitalismo salvaje lo arrasa todo, hasta lo más sagrado: la inocencia de los niños y los conventos. Luisa es aquella nueva generación chilena, que habiendo sido relegada al oscuro mundo de la Quinta Religión, al mundo de los profesores jubilados de francés, de comerciantes árabes calerinos, de testigos de Jehová cantando en la plaza, lejos del contubernio dinero-política de la capital, constituye una esperanza para acabar con el enmarañado entuerto de nuestra historia.
La prosa de Trujillo es hábil, y no hay página en donde el lector no pueda sacar alguna perlita o una pequeña alegría. Las atmósferas de la Quinta Región están retratadas con maestría. Siendo llaillaino, puedo decir que Lobelia me ha traído a la memoria personajes que creo haber conocido en sueños de infancia: el inspector Sabag, las vendedoras de los catálogos Avon, las parvularias de San Estanislao. Los diálogos fluyen con agilidad, aunque no siempre. Aquí entra la cuestión del género de Lobelia (¡Pseudo-fábula!). No siendo una novela a secas, su carácter puede desperfilarse ante los ojos del lector. Se diría que a veces uno está leyendo una novela escrita desde la dramaturgia o el ensayo. A veces Luisa Manso habla como la joven original que es, a veces habla en frases marmóreas de heroína griega, y a veces, lamentablemente, como una delirante opinóloga de historia universal.
A algunos lectores les parecerá que Lobelia gana en densidad con sus pobladas reflexiones y excursos históricos; otros se impacientarán ante estos obstáculos a la acción y a la poesía. Me cuento más bien entre los segundos. Para mi Lobelia se eleva en los momentos de narración (por ejemplo, el episodio del caballo nadador o el doloroso encuentro de Clemente con Ramón, la seducción a Juan Hipólito) y desciende en notablemente en los diálogos enigmáticos de la madre superiora, los delirios filo-habsburgo, las teorías estéticas de Fidelio. Probablemente el autor metió inconscientemente en Lobelia el peso de su enorme universo intelectual y espiritual, y así lo que ganó Lobelia en páginas lo perdió en ritmo y agilidad. El resultado: una obra sui generis que entretiene, conmueve, pero también atosiga.