Proyecto Patrimonio - 2018 | index  | Joaquin Trujillo Silva     | Autores |
        
        
        
          
          
          
          
          
          
          
          
          
          Fresia en palacio
        Joaquín  Trujillo Silva
          En Letras de  Chile. 
          Diciembre de 2018
        
        
        
          
            
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“Sola murió  Ariadna en la despoblada Naxos porque nunca perdió el hilo”
          Irene Mogren
        
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          Salía a mirar  aún por la ventana una de esas patronas que, según se dijo, había de niña  jugado al luche con la santa Teresa de los Andes, y tiempo después, divisado a  dicha ave mansa, en el jardín del convento, desligarse del suelo y levitar,  mientras las carmelitas recobrábanla para gloria de la gravedad universal.
          Pero estos  asomos concitaban apenas la curiosidad de la gente más ociosa de aquella ciudad  de provincia.
          La que  enmarcaba aquella ventana, una casona de pino oregón a la que se denominaba palacio, era una de esas sombras rurales  a cuyo alero se erige un villorrio, más tarde un pueblo, y por fin una ciudad  rectilínea, y que, pese a la pintura descascarada, refulgía de blanco a  consecuencia del palomar que la salpicaba de desperdicios.
          Se la conocía  como El palacio Pérez.
          Los  concejales, los bomberos y los punks ambicionaban hacerse con el palacio. Los  primeros pretendían instalar en él una casa de la cultura, los segundos, un  casino, y los terceros, “recuperarlo” con una ocupación ilegal que nunca  concluiría y que nunca comenzó. 
          Los prospectos  para el palacio se vinieron a pique cuando, a la llamada de alguna delegación  municipal, la dama tan distinguida abrió la puerta, miró a su alrededor y la  cerró, como si nadie digno hubiese llamado a ella. 
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          Locales  comerciales rodeaban el Palacio Pérez. De un lado había uno de pollos asados y  papas fritas, del otro, una pulina a  la que en los noventa se le agregó flippers. Una década más tarde, un paradero de micros suplantó un árbol añoso. Había  siempre en las aceras vendedores ambulantes, parroquianos fijos en los tacos  del pool y los liceanos que  desmenuzaban un cuarto de pollo.
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          Un día de  primavera en el que una nube de polen sumergía al pueblo, la señora abrió la  puerta del palacio. Asomó su cabellera tomada en un tomate y salió a la acera.  Volvió a entrar y Salió otra vez trayendo un pequeño letrero que decía:  "Bazar". Este letrero que, por el olor que despedía parecía pintado  recientemente, lo instaló contra la misma ventana por la que se asomaba. Dejó  las puertas abiertas y desapareció en los pasillos de su palacio.
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          Durante  semanas la gente se detuvo ante el letrero. La casa ya no parecía más  embrujada. Nadie, sin embargo, cruzó el umbral. 
          Un día se  detuvo ante el letrero una regordeta sexagenaria. Se quedó observándolo no  poco, como habituada al tronar de las micros y a los gritos de los estudiantes.  Se acercó al umbral de la puerta, pero retrocedió y se retiró a todo tranco.
          Al día  siguiente, la mujer volvió. Se quedó de nuevo frente al letrero, revisó el  interior de su cartera, reprendió al niño que la empujó y volvió a retirarse.
          Al tercer día,  fue directo al umbral y lo cruzó. Se internó por un pasillo oscuro, llamó  tímida. Como nadie salió a su encuentro, volvió a la acera, se detuvo otra vez  frente al letrero y desapareció entre los estudiantes.
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          La mujer  regresó a una hora en que aún el comercio no levantaba sus telones de latón, y  en que los estudiantes permanecían callados en las salas del liceo. La mujer se  sentó en el paradero como si esperara una micro.
          Tras unos  veinte minutos, salió la señora de la casa, tal como el primer día, dejó  instalado el letrero que decía “Bazar” y estaba por internarse en el palacio  cuando la mujer la abordó tímidamente.
          —Señora Fresia  —le dijo.
          La señorita  Fresia se tornó. Sus ojos eran azules.
          —¿Viene al  bazar? —le preguntó.
          —Sí —dijo la  mujer.
          Y ambas se  internaron en los oscuros pasillos del palacio.
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          Entraron en  una sala amplia de techos altos. En todas las paredes había estantes con no  cientos sino miles de pequeños objetos. La señora Fresia encendió la bombilla  que colgaba del techo. Se dejaron admirar en los estantes muchas miniaturas y  platillos de porcelana, bandejillas de plata, varias  conmemorativas, juegos de tenedores,  cucharas, cuchillos, con las iniciales grabadas, libros empastados en cuero,  marcos dorados sin sus fotografías o pinturas yal vez, utensilios de cocina,  máquinas de helados, tres de coser, portahielos, bacinicas, sillas vienesas, un  sillón Luis XIV, un respaldo de cama en pesado roble, zapatos, botas, también  de caña larga, zapatillas de ballet, un piano vertical, dos guitarras, un gong,  ceniceros de piedra, escupideras, dos baúles de alerce, peinetas, espejos  biselados (tres), una vitrola color caoba, muñecas antiguas aún presas de sus  envoltorio, dos vestidos de novia y miles de fruslerías y parafernalias de  difícil mención para quien no conoce por su extinto nombre.
          La mujer las  recorrió con su mirada, o, mejor dicho, intentó recorrerlas. Se iba deteniendo  en cada una y no se atrevía a tocarlas. Era vigilada por la señora Fresia. Esta  mirada tampoco le permitía moverse a libertad sobre el parqué. Trasladaba, sin  moverse, la vista sobre los mil objetos. De pronto se detuvo sobre un cofrecito  pequeño cuyo interior debía estar tapizado en terciopelo, de esos donde se  ocultan las joyas y con los que, a su vez, se exige la apertura de los ojos.  Fue a tocar el cofrecito, pero la voz de la señora se interpuso.
          —No, eso no,  es un detalle de familia, no está disponible.
          Contrariada,  la mujer se retiró del bazar. La señora Fresia la acompañó hasta el pasillo. Al  despedirla le dijo que volviera, si quería.
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          De vuelta en  su casa, la mujer pensaba en el cofrecito que no estaba en venta porque era “un  detalle de familia”. Recordó también un pañuelo bordado, un rosario amarillo y  especialmente un portalápices. Pensó que quizá ese noble portalápices pudiera  ofrecérselo a su hijo, un exitoso ingeniero, para que lo pusiera sobre su  escritorio y llamase así la atención de quienes entraran en su oficina.
          Volvió al  bazar. Se atrevió a seguir el pasillo hasta la sala de los objetos. La halló  resplandeciente. Si los objetos el día anterior habían estado sumergido en una  masa sombría, ahora todos sus colores vinieron a recibirla, como un montón de  nietos querendones. Todos eran íntegros, hasta el más pequeño. Cada uno parecía  una joya del uso y el decoro. La mujer buscó entre los objetos aquel  portalápices, y lo encontró. Ahí estaba, con su madera sólida, las vetas  desnudas bajo un barniz disimulado. Había una incrustación de metal,  seguramente plata, en la boca. 
          La mujer llamó  a doña Fresia y doña Fresia no apareció. La esperó mientras se deleitaba  observándolo todo, pero como no aparecía y se hacía tarde, lentamente comenzó a  buscar el pasillo.
          Cuando estaba  por volver a la acera y descendía la breve escalinata del palacio, advirtió a  sus espaldas la voz de la señora.
          —¿Me buscaba?
          —Sí, señora  Fresia, me quedé pensando ayer en un portalápices...
          —Ah, no —la  interrumpió con toda suavidad— ese no. Perteneció a mi padre, senador por  Aconcagua. Ese estuvo muchos años en  el ex congreso. Es un recuerdo de mi familia.
          —Ah, pero si  mi madre lo conoció —se atrevió la mujer.
          —¿Y eso cómo?
          —Mi madre  trabajó en este palacio cuando era jovencita y usted también, señora Fresia.
          —¿Cómo se  llamaba usted?
          —Fresia —dijo  la mujer— Fresia Pérez.
          —Mire qué  bonito, hasta ahí nos llamamos igual.
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          Fresia Pérez  regresó a su casa con el corazón dividido. Pasó por el almacén y compró una  caluga de caldo para hacer la carbonada. Pensaba en la sonrisa de doña Fresia,  en el portalápices que había estado rodeado por el ex congreso, que podría  haber lucido en el escritorio de su hijo, ingeniero con oficina en Santiago, y  llamar la atención de tanta gente. Era un objeto precioso. Se recostó a ver la  teleserie de la tarde, después del almuerzo, dormitando escuchó que daban  noticias, en las cuales se recordaba el sensible fallecimiento de la elefanta  Fresia, hacía una década. Tengo nombre de elefante y estoy muy gorda ¿cómo me  ando metiendo en palacios? No hacía más que pensar en aquellos tesoros y en la  compra de alguna cosita, por minúscula que fuera. Pensaba además en su difunta  madre, que había trabajado alguna vez en el palacio y seguramente acariciado  todos esos detalles y recuerdos. Eran tan hermosos. Todo lo que veía en su  casa, en cambio, le parecía liviano. Su misma casa le resultaba ligera, mucho  más que el lapicero de madera que permaneció en el ex congreso, y que era  pesado, pesado como un peñón inamovible y que era tan inamovible que el senado  seguía atrapado bajo el peso de ese portalápices.
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          En la  medianoche despertó Fresia Pérez. Recordó una caja de metal, no la cajita  musical, sino una con hilos y un juego de agujas en su interior. Un costurero. Pensó  que aquello, de seguro, no debía cargar una historia de esas, como la del  portalápices del ex congreso. Se trataba de un cachivache doméstico, hecho para  confundirse en la confección de otros bienes, menos significativo para la  historia de Chile, la del palacio, la de Aconcagua y las experiencias de doña  Fresia Pérez. Ese juego de hilos de colores, al interior de esa cajita de  metal, sí, esa cajita sí. Los hombres públicos de la casa no le habrán dado importancia  y las mujeres conocemos la utilidad de los hilos, su valor de uso, no de objeto  en sí. Eso pensó Fresia Pérez y se alegró, se alegró porque por fin había  descubierto una fisura en el bazar, un algo insignificante pero significativo  para ella. Había que ir a comprar la cajita con el juego de hilos de colores en  su resplandeciente entraña. El costurero.
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          Pero encontró  el palacio cerrado. No estaba el letrero tapando la ventana contigua a la  puerta. Se preguntó si acaso el negocio habría concluido, que si la señora  Fresia habría desistido de exhibir los recuerdos de familia, pero al oír un  rumor de pasos detrás de las puertas, se atrevió a llamar. Y se entreabrieron.
          La señora  Fresia preguntó qué era lo que necesitaba. Fresia Pérez respondió, sin buscarle  los ojos:
          —Señora  Fresia, ayer vi una pequeña cajita de metal con un juego de hilos de colores.  Creo que si a usted no le molesta, me gustaría ver la posibilidad…
          —Ah, el  costurero. ¿Le llamó algún hilo la atención? —preguntó la señora Fresia, con la  puerta siempre entreabierta—. Esa cajita de metal y ese juego de hilos  pertenecieron a mi madre, a sus costuras, a sus bordados, usted sabe, pero creo  que uno que otro hilo lo repuse yo hace unos años, en tal caso, podría yo...  uno de esos hilos que repuse... sí. Pero pensándolo mejor —continuó— los hilos,  por muy repuestos que hayan sido, forman parte de un conjunto y el conjunto es  un recuerdo de familia que no puede... así que, usted me va a disculpar, pero  hoy estoy indispuesta —y lentamente juntó las puertas.
          Era temprano  pero ya se oían los gritos del liceo. Fresia Pérez abordó un taxi y regresó a  su casa. Una vez ahí se decía: al final los recuerdos se van recomponiendo con  cosas nuevas, es obvio, y la señora Fresia, recompuso esos recuerdo a pesar que  no todos los hilos hayan sido auténticos del costurero de su madre. Claro,  tiene lógica. Y yo, qué bruta he sido de querer llevarme conmigo ese conjunto  reconstituido por la delicadeza de la mente. Mira, Fresia, cómo vas aprendiendo  a esta edad de las sensaciones humanas, que son como vestidos con sus encajes,  con sus pliegues. Soy poco cuidadosa, soy como la elefanta Fresia en ese  palacio, destrozo todo con mis movimientos, mis pensamientos, no sé, con todo  lo que soy. Así se decía mientras se recostaba, se acomodaba, se acurrucaba y  se dormía.
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          A las ocho de  la tarde del día viernes, apareció su hijo. Su hijo, sin avisar. Sintió el  motor de un vehículo que no era el de él. Salió a ver. Era un convertible,  reluciente. Él venía acompañado de una mujer que Fresia nunca había visto.
          —Mamita —le  dijo él— ella es Belén y este es mi auto nuevo.
          Fresia miró a  Belén junto al convertible y pensó que ambos asuntos pertenecían a un mismo  asunto, pero luego recordó que debía distinguir los distintos asuntos que hay  mezclados en un mismo asunto. Recordó las lecciones recibidas del ejemplo de la  señora Fresia. Besó la mejilla de Belén. Su hijo le besó la frente a Fresia.
          —Y mira —le  dijo— para ti.
          Abrió una  cajita al interior de la cual había un par de aros de perla.
          Fresia se  probó las perlas. Su rostro se iluminó. Belén sonreía en el mismo espejo. Era  rubia y bronceada.
          —Mamita —le  dijo— voy a llevar a la Belén al restaurant.
          Desapareció  con ella. Se quedó Fresia mirando las perlas que había devuelto a la cajita.
          Viéndolas ahí  pensó que, al menos, uno de los hilos podría vendérsele y que un bazar donde,  hasta el momento, todo era recuerdo de familia, de ex congresos, de costureros  sagrados, le parecía una contradicción. Si los objetos estaban ahí a la vista,  tras la palabra “bazar”, ¿por qué negarle su venta? Era entendible que la  señora Fresia decorara su bazar con sus recuerdos, pero ¿hasta dónde podía  entorpecer el negocio y el tiempo de sus clientes ofreciendo artículos que en  realidad no estaban disponibles, sin aclarar cuáles? Estaba un poco molesta,  miraba y miraba las perlas, se las ponía y se las sacaba, las devolvía a la  cajita y las volvía a sacar. Era ya muy tarde y su hijo y la tal Belén no  regresaban del restaurant. Decidió volver al bazar, al día siguiente.
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          Despierta,  recordó que entre sueños había oído la voz de su hijo que le besaba la  frente y le decía que regresaba a Santiago. No le importó tanto. Se  levantó, tomó desayuno, se puso las perlas y se dirigió al palacio, bazar,  museo o lo que fuese.
          Encontró las  puertas abiertas de par en par y vio salir a una mujer. La detuvo y le  preguntó:
          —Y usted ¿qué  compró?
          —La señora no  se atreve a vender —dijo la mujer casi sin detenerse.
          Fresia Pérez  entró, siguió el largo pasillo, llegó hasta la sala. Ahí estaba la señora  Fresia, sentada en el sillón Luis XIV. Cuando vio entrar a esta sombra, se puso  de pie, pero volvió a sentarse inmediatamente.
          —Señora,  Fresia —le dijo— quiero comprarle uno de los hilos de la caja.
          —Bueno —dijo  ella—  habría que averiguar cuáles fueron los que repuse yo.
          Abrió la  hermosa caja metálica. En su interior estaban los hilos de colores, como  golosinas prohibidas.
          —Veamos —iba  diciendo— el rojo estaba en la caja original, el negro también, el azul, claro  que sí, el verde estaba, el amarillo estaba, estaba el gris... Esta fábrica de  hilos ya no existe... Estaba también este, cómo se llama este color, bueno, no  importa, me acuerdo que estaba. ¿Cuál repuse?, no sé, quizá el blanco.
          —Me llevo el  blanco —dijo Fresia. ¿Cuánto sale?
          —Mira —le dijo  la señora Fresia—, estas cosas no las... me entiende. Antiguamente uno decía te  cambio este por eso. Eso hacíamos,  nada de meter... eso entre medio. Eso es de los árabes, gente que lleva liviano  en el camello. Las cosas pesadas se intercambian, es lo que se hacía.
          Fresia  entendió que aquel hilo blanco, blanco más imposible, no tenía precio. Que  debía ser permutado por algo suyo.
          —Este hilo  blanco parece que es también original, pero no sé, siendo sincera, ante la  duda…
          —¿Ante la  duda? —preguntó la otra Fresia.
          —Se lo podría  cambiar por algo parecido, algo blanco.
          Y las dos  perlas en las orejas de Fresia se volvieron tan blancas como el hilo.
          —¿Esas son  fantasía? —preguntó la señora Fresia.
          —No creo —dijo  Fresia.
          Se los sacó.  Se los entregó a la señora Fresia.
          —Fantasía  —concluyó Fresia—. Porque las perlas son lo más pesado que hay en el mar.
          Fresia sintió  que la señora Fresia estaba dispuesta a intercambiar el hilo por las perlas de  fantasía. Por muy de fantasía que fuesen, el trato le pareció descabellado.  Para no tener que decirle que no, dijo que estaba apurada, que otro día  volvería y comenzó a retirarse.
          Cuando salía  ya a la acera, escuchó la voz de la señora Fresia que la llamaba por su nombre.
          —Fresia —le  decía— estoy muy ida, pero ayer, ¿sabe? me acordé de su mamá.
          Fresia se  volvió.
          —Pero claro,  si yo me llamo Fresia por usted, porque mi mamá a usted la conoció —dijo Fresia  toda reconfortada.
          —Sí, sí —dijo  la señora Fresia mirando hacía la ventana— me acuerdo de ella, me acordé ayer,  mientras miraba la caja con los hilos, porque ella parece que sí, parece que le  ayudaba a coser a la mamita.
          La casa tembló  bajo el motor de una micro. Fresia no supo qué decir. Caminó hasta su casa, y  mientras caminaba iba imaginando a su madre, junto a la madre de la señora  Fresia, en remotos tiempos, con la caja de hilos abierta, enhebrando agujas,  bordando. Quizá llegasen a ser buenas amigas. Esos hilos significaban tanto,  entonces, era un recuerdo para Fresia, el recuerdo de su propia madre. Ese hilo  blanco, ese hilo blanco era el único objeto que podía ser extraído de esa casa,  ese palacio abierto en que nada se hallaba disponible porque todo tenía un  enorme peso, ese hilo estaba bordado en los sentimientos humanos más delicados.  Solamente ella, Fresia Pérez, que se llama Fresia por doña Fresia, había  descubierto aquel único objeto entre el mar de ellos, que no estaba a la venta  para todo el mundo, sino que exclusivamente para ella, pues podía serle  permutado, permutado por esas perlas, esas perlas que su hijo le trajo de  regalo, pero que quizá no fuesen tan valiosas, quizá valían lo que valía la tal  Belén (originalmente adquiridas para ella), o sea, quizá pesaban poco, o acaso  menos que el hilo blanco, el hilo que unía a esta Fresia con esa Fresia, a  estos Pérez con esos Pérez, lo único que había salido a flote.
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          El hilo blanco  me volvió reconocible, nos reintegró al palacio. Qué se cree esa Belén, toda  rubia y bronceada, para acaparar a mi hijo y sus recursos, y de paso  contentarme con perlas livianas, que se las lleva el viento, en vez de hundirse  en el fondo del mar. Perlas regaladas al pasar, por cumplir, elegidas sin  ningún esmero, en un local donde todo está a la venta, nada se intercambia,  nada forma parte de los recuerdos.
          Así se decía  Fresia mientras se preparaba para salir al palacio Pérez, donde su madre alguna  vez había bordado a la par de la señora Pérez, señora del senador bajo cuyo  portalápices no se movió el ex congreso nacional.
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          La señora  Fresia estuvo a punto de afirmar categóricamente que aquel hilo blanco  pertenecía a los hilos más originales de la casa, del costurero materno, que  era un recuerdo de familia, pero Fresia le recordó que, el día anterior, habían  estado a punto de intercambiar ese hilo por las perlas blancas. Que todo era  blanco en ese asunto. Se lo recordó y la señora Fresia pareció recordarlo.
          Al despedirse,  celebrado el negocio, Fresia le dijo:
          —Ha sido un  gusto. Ambas nos llamamos Fresia Pérez.
          —Un mismo  sonido, pero no una misma sangre —dijo la señora Fresia volviendo al pasillo.
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          El hilo blanco  no hacía peso extra en la cartera. Ni era tan blanco. Fresia lo puso sobre la  mesa, el velador y se veía tan solitario. No era tan distinto de otros hilos  que había en su casa. Se repetía Fresia que ese hilo tenía historia, una  historia que ella debía ser capaz de contar e imponer. Pero no había nadie a  quien contarla, nadie la visitaba. Su hijo no llamaba, estaba muy ocupado en  Santiago. Haber permutado esas perlas preciosas por un común y silvestre carrete  de hilo “Cadena” era una estupidez inexcusable, su hijo jamás la perdonaría. Él  había ido a la universidad, se había esforzado, logrado ser profesional, y  ahora la colmaba de regalos, esos aros de perla entre ellos, y ella, ¿qué hacía?  Iba y los cambiaba por hilo de coser, que se compra en cualquier paquetería.  Decidió ir al palacio. Caía la tarde, lo halló cerrado. Golpeó las puertas,  también la ventana. Se entreabrió.
          —¿Qué  necesita? —preguntó la señora Fresia.
          —Quiero  deshacer el trato. Le devuelvo el hilo blanco y usted me devuelve las perlas.
          —¿Qué hilo? ¿Qué  perlas?
          —-El hilo de  su madre.
          —Ah... las  perlas de mi madre. Esas son un recuerdo de familia, es imposible.
          —Esas eran  mías hoy en la mañana.
          —Dios mío,  esas son un recuerdo de familia, vienen desde mi tatarabuela, desde la colonia,  son finísimas —susurraba— y no se diga más. Me estoy enfriando.
          Fresia cerró.
          —Falta el hilo  blanco en la caja —quiso alcanzar a decirle Fresia, pero el palacio se había  transformado en un castillo, en una fortaleza inexpugnable, y ya anochecía.  Volvió a la casa, cabizbaja, con el hilo entre las manos.
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          Soñó con un hombre  vestido de buzo en cuyos ojos creyó ver a su hijo. El buzo se sumergía en un  océano repleto de seres acuáticos violentos que intentaban retenerlo. Supo  entonces que aquel héroe acuático se sumergía hasta el fondo del océano entre  aquella multitud, en busca de sus perlas y que ella se quedaría ahí esperando,  a la orilla del inmenso dios Neptuno.
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          A las una de  la madrugada repicó el teléfono. Era su hijo. Por la voz, estaba ebrio.
          —Manuel,  ¿bebió? ¿Por qué?
          —La Belén.
          —La tal Belén.
          —Sí, eso, es  una tal Belén.
          —Manuel, usted  no habla así.
          —Es una puta y  una ladrona.
          Fresia se  sonrió y se sobresaltó, todo a la vez.
          —¡Pero cómo  dice eso! —actuó.
          —Solamente le  interesa mi plata. Y le encontré una boleta. Los aros de perla eran falsos.
          Fresia volvió  a sobresaltarse. Sonrió más.
          —¿Falsos? ¿Qué  tanto?
          —Le pasé plata  para que los comprara, en señal de confianza, porque las mujeres saben las  cosas que gustan a las mujeres. Compró unas porquerías y se dejó la plata.  Además de ser una puta. Perdóneme, mamita.
          —Eso estaba  claro desde un comienzo, pero lo de las perlas…
          —Perdóneme.
          —Mire, Manuel,  lo que pasa es que en el palacio Pérez...
          —¿Qué palacio?
          —El que está  frente al liceo.
          —Esa cagá es  con suerte una casucha de perro, que no está pintada con pintura, sino con la  caca de las palomas que la tienen reluciente de tan sucia. A usted tengo que  llevarla a Estados Unidos para que conozca palacios de verdad y se deje de  hablar así, de mirar boquiabierta vertederos de basura.
          —Bueno, si  hasta usted me engaña con aros de perla que no son perlas, ¿qué queda para los  palacios?
          —Perdóneme,  mamita.
          —Eso le pasa  por no hacerme caso.
          —Lo que usted quiera.
          —Venga a verme  mañana.
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          Fresia y  Manuel bajaron al centro en el convertible. Fresia iba repitiendo.
          —Yo me bajo a  tomar un helado, usted va al palacio y entra, mira lo que está en venta y le  pide la cajita. Cuando usted abre la cajita, le hace notar que falta un hilo  blanco y usted dice que está todo incompleto. ¿No se le va a olvidar?
          Pero cuando  iban acerándose, vieron volviendo el carro de bomberos, a los estudiantes, a  los punks en la acera y a la gente comentando.
          Un concejal  decía:
          —La  responsabilidad es del alcalde, porque se le dijo mil veces en el concejo que  se necesitaba una casa de la cultura para la juventud, para que la juventud no  se vaya hacia la droga, y se propuso este palacio, pero no hubo voluntad  política para adquirir el palacio estando los recursos. Y ustedes ven ahora que  la señora hace unas semanas empezó a hacer como que tenía un bazar.
          Fresia vio que  donde había estado el palacio había ahora un esqueleto negro y humeante.
          Un hiphopero  cantó:
          —Ahora es la  casa de la incultura.
          —No se rían  —dijo el concejal—. La señora que la habitaba no sabía lo que tenía y ahora la  comunidad paga las consecuencias.
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          Las risas se  agriaron y se hizo uno de aquellos silencios de los que en todos los tiempos se  han servido los pensamientos en voz alta. Mientras en torno suyo las palomas se  inclinaban, dijo: 
          —¿Quién  responde por esto, por esta invaluable pérdida? ¿Cuándo volveremos a lucir un  palacio, si ya no se edifican estos recintos del antiguo orden? ¿Quién cuidará  del futuro si nadie cuida del pasado? Los pájaros emprenden el vuelo, los  árboles abandonan las aceras, la droga los reemplaza, mientras los gases y los  polvos envenenan el agua y el aire. ¿Por qué somos incapaces de limpiar la  pecera en que tenemos hundida la cabeza? ¿Por qué desaparecen los palacios? Me  acuerdo de un verso de don Calderón de la Barca, que memoricé en el liceo.  Decía: “un palacio tan breve”, y no me acuerdo qué más... Ahora pienso que el  palacio puede ser breve. Siempre me llamó la atención que mi abuela bordara con  hilos cuya marca era “Cadena”. Qué pena y qué alegría invadíanme al hallar los  carretes sin sus cadenas de colores. Todos bordamos con el mismo hilo de la  vida, y el que se jura libre porque tiene su costurero propio, no reconoce sus  cadenas, no en razón de que no las cargue, sino porque no las agota en los  bordados. Y si toda casa es un bordado, todo palacio es una casa también.
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          Pero ya nadie  lo escuchaba. Solo las palomas merodeaban a su alrededor, como pretéritas hadas  grises que al igual que el resto de los animales ya no sabían hablar la lengua  de los locos, menos consultar a cuál calle se había trasladado el viejo  palacio, el blanco palacio en que habían venido a este mundo.