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            Andrés Bello 
         
        “Como la flor que  hermosea las ruinas”        
        Joaquín Trujillo Silva
          El Mostrador, domingo 27 de  diciembre de 2015
         
        
          
          
          
        
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          La sensatez, la prudencia, en  política, han gozado de buena y mala prensa. Se las ha confundido con la mera  moderación, con lo indeciso e incluso la traición. Feos personajes legendarios  tuvieron por enemigos a héroes, arrojados por excelencia.
           Una hebra clásica ha rescatado a los  prudentes y sensatos. Ahí está el poeta y político Dante, cayendo en un  solitario limbo entre güelfos y gibelinos (los beatos y laicos de su tiempo); o  el ponderado Goethe, a quien su propio amigo Schiller describió así: “mojigata  orgullosa a la que habría que dejar embarazada para humillarla ante el mundo”.
           En el número de estos poetas-sabios  que fueron además operadores políticos (si es que la expresión hoy resiste),  estuvo nuestro Andrés Bello, el que, no sin tino, ha sido llamado el Goethe de  los americanos. Hoy hablamos maravillas de Bello; los “hijos de Bello”—que  recorren todo el espectro político— hacemos de su nombre una consigna de  guerra, su sello guarece la educación pública gratuita, que contribuyó a  cimentar con su propia actividad pedagógica y la formación de los educadores de  su tiempo. Pero Bello era poco belicoso; fue una mente prudentísima y  pacifista. Se opuso a los bloqueos en el conflicto con la confederación peruano-boliviana.  Portales protestó que le enrostraba los textos legales y que a él solo le  quedaba callar. Se lo atacó desde el lado conservador y el progresista:  extranjero, hereje, autoritario, literato bizantino. Se cuenta además que se le hizo la vida imposible durante un  buen tiempo: no le pagaban el sueldo en meses, organizaban a los estudiantes  para que no fueran a sus clases y dejaran la sala vacía, le gritaban insultos  en la calle a él y su familia, le hicieron una operación de inteligencia  acusándolo en el diario de haber delatado a los patriotas venezolanos durante  la guerra de independencia, murmuraban sobre su señora inglesa porque lavaba  ropa en una artesa y en el jardín, a vista y paciencia de quienes pasaban por  la calle…
           Al cumplirse este año que se va un  siglo y medio de su muerte (1865-2015), no está demás recordarlo como un agente  exitoso de los buenos oficios, de la paz nunca sometida al mero orden violento,  del ingenio liberador y del cuidado de su juventud disidente.
           Bello fue “liberal” en ese sentido  de Cervantes, es decir, un dilapidador de sus conocimientos. Era más un  divulgador que se da a entender que un precursor que espera fama postrera. Fue  publicista en el viejo sentido de poner los asuntos a la vista del público (el  sistema de registro de la propiedad raíz, por ejemplo). Escribió una Cosmografía, un compendio de los avances  astrofísicos de su tiempo, donde aparece hasta el mismo Neptuno, planeta que en  ese mismo momento era percibido no aún por el telescopio, sino por la mente  calculante. Para los ejemplos de dimensiones, texturas, grosores recurría a los  espacios de Chile, a las frutas chilenas. Quería hacer comprensible el universo  hablando de Valdivia y la naranja.
           Se decía por entonces que, como  escritor, Bello era un viejo pasado de moda, un neoclasicista nacido y atrapado  en el siglo XVIII. Los jóvenes del XIX leían a los romanticos, muchos de ellos  cercanos al socialismo francés. Bello hizo entonces sus propias versiones en  castellano de varios poemas de Victor Hugo (el líder del romanticismo francés)  a las que llamó “imitaciones”. Una de ellas fue la famosa Oración por todos, que se leía en los liceos chilenos.
           Poco se recuerda la polvareda  levantada por el asunto de los mayorazgos en el Chile del siglo XIX. Su  abolición demoró bastante, y no por desidia. El mayorazgo no solamente  consistía en que solamente un hijo heredaba sino que heredaba los bienes hechos  una unidad. Es decir, no podía venderlos ni en conjunto ni en parte´. Esta  institución castellana tenía sustraídos “inmensos territorios a la ley general”  (Bello en el Senado) y, por lo mismo, los mantenía atados a ciertos linajes;  impedía la inversión, empobrecía familias, sumiéndolas en luchas intestinas;  generaba segundones porque elevaba a primogénitos engreídos, que además también  se empobrecieron. El mayorazgo era un monstruo patrimonial que parecía  sobrevolar la historia sin ensuciarse de ella. La Constitución de 1828 los  declaró en parte abolidos, la de 1833 remitió su tratamiento a una ley cuya  discusión podía posponerse, según algunos. La polémica se encendió varias veces  y se hizo especialmente memorable cuando Manuel Bilbao —hermano de Francisco—  argumentó con su tesis de grado que habiendo sido abolidos por la de 1828, no  podían existir normativamente hablando al tiempo de la del 33, con lo cual no  había nada más que agregar sobre los mayorazgos: simplemente ya no existían.
           Pese a que la tesis de Bilbao  pareció jurídicamente perfecta (los conservadores se solazaron descubriendo en  ella las fantasías progresistas) el ya viejo Bello, cuyo hijo Juan participaba  en cierta medida del bando de Bilbao, se las arregló para destrabar el asunto  de los mayorazgos sin dejar heridos en el camino. Hizo desaparecer la  institución poco a poco —fórmulas jurídicas mediante— asistiéndose de tal  sentido del decoro que la historiografía posterior ni les dio demasiado asunto,  a excepción de esos tres tomos que escribió Domingo Amunátegui sobre el tema.
           Por supuesto que no era Bello un  progre autocontenido. Más bien fue un conservador dado a volar a enorme altura.  Formado en el entonces envejecido neoclasicismo francés, mientras ya anciano  leía Los Miserables de Victor Hugo,  lloraba, según nos cuenta su biógrafo y protegido Miguel Luis Amunátegui. Veía  en esa inmensa novela romántica algo tan mal escrito y a la vez tan formidable. 
           Y es que como conservador optimista,  Bello predicaba que el mundo yacía en ruinas y no creía que esas ruinas  pudieran ser erradicadas por las revoluciones. Por eso al escribir “como la  flor que hermosea las ruinas” decía al mismo tiempo que las maltrechas cosas  son bendecidas desde el futuro, desde la vida, la elevación, lo abierto, desde  el decorado y no a partir de cero.
           Y acaso también decía que las ruinas  no deben arruinar las flores.