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          El agua de la fiesta
                    Por Joaquín Trujillo Silva
          Publicado en El Mostrador, 30 de Enero de 2019
          
          
          
        
        
          
            
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Entre las muchas  tragedias políticas de Shakespeare, hay un par cuya tensión conserva una  actualidad preocupante.
          Es este: o Hamlet o  Macbeth. 
          Se trata de un  problema fundamental, tal vez el más importante de todos los problemas  políticos vigentes.
          El verdadero asunto  político que resumen estas dos tragedias de Shakespeare es uno y puede ponerse  así: El agua de la fiesta. 
          Para entenderlo,  primero, despejemos algunos espejismos: 
          En ambas tragedias  la presencia de seres paranormales desata el conflicto. Mientras en Hamlet es el fantasma del padre  asesinado; en Macbeth es el trío de  brujas.
          Pero este no es el  centro del problema.
          Mientras en Macbeth es un amigo el testigo, y, por  lo tanto, el enemigo; en Hamlet, el  amigo es el testigo y, por lo tanto, el soporte.
          Pero Banquo y  Horacio no son el centro del problema.
          Mientras en Macbeth es su mujer la que primero  exige el crimen y luego sufre las culpas; en Hamlet dos mujeres cumplen ese papel: Gertrudis soporta tanto la  culpa al punto que pareciera no cargarla, mientras que Ofelia no soporta la  culpa en nadie.
          Pero no son Lady  Macbeth, Gertrudis ni menos Ofelia el centro del problema.
          Los reyes  asesinados Duncan y Hamlet Padre son las grandes figuras de la legitimidad  tradicional quebrada. Pero ambas figuras no alcanzan a explicar el problema.
          Más cerca están la  de Duncan y Claudio.
          Sin embargo, mientras  el rey Duncan muere al principio, Claudio no muere sino hasta el final. Uno es  un heredero incauto, el otro un usurpador cauto. Pero el tiempo reina más que  ambos.
          Y, por lo mismo, no  son Duncan ni Claudio el centro del problema.
          Por fin, mientras  Macbeth, una vez decidido, actúa y actúa hasta el final. Hamlet apenas se decide y, cuando actúa, actúa en el final.
          Pero tampoco es esta  temporalidad de la acción el centro del problema.
          ¿Cuál es, entonces,  el centro del problema?
          Repito. El problema  es el agua de la fiesta.
          El agua de la  fiesta puede ser dos aguas: el bebestible y el aguacero, o mejor dicho, el agua  bajo control y el agua sin control.
          ¿Control de quién?  Control del poder.
          Sabemos que, en  realidad, el bebestible es en muchos casos un agua sin control, y el aguacero,  en otros tantos, un agua enteramente controlada.
          Por eso, el agua de la fiesta conserva la  ambigüedad del problema.
          Tanto en Hamlet como en Macbeth los banquetes son casos políticos. Ambas tragedias son  marcadas por banquetes caídos en desgracia, fiestas que se aguan.
          Pero mientras en Macbeth solamente Lady Macbeth sabe de  qué va el aguacero, en Hamlet lo sabe  alguien más que Gertrudis: lo sabe Hamlet. Pues él es el aguafiestas.
          Es este Hamlet que  escudriña la escena política, al interior mismo de la escena política, y que,  además de planificarla en buena parte, la hace agua, es él quien piensa y hace como ningún otro sobre los otros. Al lado suyo, Macbeth es un  niño de pecho que no sabe mirarse en ningún espejo ni de agua calma.
          Claudio y Macbeth  son asesinos de reyes. Lady Macbeth y Gertrudis cómplices más o menos comprometidos.  Todos estos personajes son viejos consolidadores, festejeros de todo tiempo y  lugar.
          Pero Hamlet es una  nueva forma de príncipe, uno cuyo placer ya no está en los banquetes, ni en las  esgrimas, ni en las seducciones. Hamlet es un príncipe cuyo mayor placer  consiste en aguar la fiesta, desconsolidar la acción de las viejas fuerzas. No  es que Hamlet sea un guardián de la tradición, de la legitimidad del poder, una  Electra.
          No.
          Hamlet es la  primero dubitativa, después enteramente decidida pasión por impedir que la vida  siga su curso, que la muerte se convierta en vida, es decir, Hamlet es el  sepulturero del mundo político hasta entonces conocido.
          O, por decirlo de  otro modo, el contrapeso de los contrapesos.
          Por eso, su diálogo  principal es el que mantiene con los sepultureros y, como el lo repite una y  otra vez, su dios único es el gusano necrológico que, tarde o temprano, habrá  de comerse todo, hasta el mismísimo universo.
          Mientras tanto,  como el asesino que es, Macbeth envía presentes al gusano, pero personalmente  espera celebrar hasta el final.
          Mientras uno busca  aguar la fiesta, el otro no perderá la esperanza de beber en ella.
          Esta oposición  controla los intestinos de la política. Y, ciertamente, el hecho que Macbeth  sea un igualado, mientras que Hamlet  un igualador, marca la suministración  de los líquidos en la fiesta, o sea, la inyección del combustible —excesivo o  escaso— al poder.