Leer a Kafka es someterse a una de las experiencias más
extraordinarias, por su intensidad y por su complejidad, que nos pueda
proporcionar la literatura moderna; y no porque se trate de un autor
que se haya propuesto envolver la realidad en el misterio,
mistificándola, sino justamente porque penetra en
ella tan profundamente, de tal modo que "hay pocos escritores —escribe
Georg Luckács— que hayan podido plasmar con tanta fuerza como él, la
originalidad y la elementabilidad de la concepción y representación de
este mundo, y el asombro ante lo que jamás ha sido todavía".
La sinceridad es de todas las cualidades
kafkianas la que, paradójicamente, se relaciona más estrechamente con
la dificultad que debe vencer el lector para familiarizarse con el
carácter difícil, "anormal" del genial escritor, pero los
especialistas de la misma tampoco se han distinguido siempre —como lo
ha puesto de relieve Roger Garaudy en De un realismo sin
riberas, colección Arte y Sociedad, UNEAC— por la corrección de
sus interpretaciones de áquella, en general unilaterales. Un amigo
personal de Kafka, Max Brodt, pudo equivocarse —Ernst Fischer insiste
en ello—, al presentar erróneamente el mundo de Kafka "como una
especie de cábala, un registro misterioso de experiencia e iluminación
religiosas". Ha sido necesario comprender que el judaísmo de Kafka
nada tiene que ver con la religión judía o con la fe en un sistema
cualquiera de creencias, y que es justamente "la búsqueda de una
verdad que no se encuentra en ninguna parte" —La de la ley en El
proceso— la que movió a Kafka a asumir, como él mismo lo dice, la
negatividad de su época a la que no se sentía con derecho a combatir
pero a la que representó poniendo en evidencia su decrepitud. "Con el
mundo, contra el mundo, por el mundo", así entendió su misión de
escritor. "Kafka —explica Garaudy— se agota en una interminable lucha
contra la alienación dentro de la alienación misma"; por la ley dentro
de un mundo absurdo que en El proceso aparece regido por un
tribunal que ignora la ley; por la humanidad dentro de un mundo
deshumanizado como al que Kafka le tocó vivir, en que "el capitalismo
es un estado del mundo y un estado del alma". Un mundo en que "un solo
verdugo puede reemplazar a todo el tribunal" como ocurrió en la
Alemania nazi de la que, como se ha repetido, Kafka presentó una
imagen anticipada en su obra.
El lector cubano de El
proceso dispone de varios de los textos esclarecedores con que la
crítica literaria marxista ha situado, en estos últimos años, la obra
de Kafka, rescatándola del "sociologismo y esquematismo vulgares" en
que la hundieron los teóricos de un realismo socialista mal
entendido. Este público puede consultar las obras de Roger Garaudy,
Ernst Fischer y del profesor alemán Helmut Richter, del que trae la
edición cubana de El proceso un magnífico ensayo. Todos ellos
participaron en el "Encuentro de Franz Kafka" celebrado en Liblice,
una reunión de los especialistas de Kafka procedentes de los países
socialistas y de los partidos comunistas de Austria (Fischer) y
Francia (Garaudy) en 1963.
La
conclusión a que se llegó en esa oportunidad puede expresarse así:
Kafka no fue ni un revolucionario ni un autor de vanguardia decadente,
nihilista, tesis ésta que expuso en el encuentro el profesor Luckács,
para el cual sólo cuenta "la conciencia de la totalidad de la sociedad
en su dinamismo, en su orientación y en sus etapas más importantes"
como aporte positivo de un escritor a la transformación del mundo. La
actitud general fue en cambio no sólo la de celebrar la indisputable
genialidad del autor de El proceso, sino la de presentar la
obra de Kafka -como lo hace Richter- bajo la especie de "un testimonio
desesperado de la absoluta deshumanización del mundo histórico que le
tocó vivir".
II
(En la revista Bohemia, La Habana, año 59, número 31, 1967)
El Instituto del Libro,
con la reciente publicación de El proceso, propone al lector
cubano una tarea especial: la lectura de Kafka a través de una de sus
obras más fascinantes y enigmáticas; o simplemente absurdas, desde el
punto de vista de un lector desprevenido. Tarea que se le propone al
pueblo —de ahí su novedad— pues si bien Kafka es, desde hace largo
tiempo, uno de "los grandes soñadores de la literatura mundial", hubo
un periódo en que la crítica seudomarxista lo consideró un autor
decadente; y en Latinoamérica, contra ese prejuicio superado, Cuba es,
obviamente, el primer país que intenta socializar su lectura.
La edición de El proceso trae la
ficha bibliográfica de Kafka y una reseña de los acontecimientos más
importantes de la época que le tocó vivir; un prólogo de Adolfo
Sánchez Vázquez y, en el anexo, un ensayo del profesor alemán Helmut
Richter, uno de los teóricos de la literatura que más y mejor han
contribuido a la valorización justa de Kafka desde el punto de vista
marxista y a su divulgación en los países socialistas.
Se recomienda a los lectores que se
interesen más profundamente en el caso kafkiano dos libros editados en
Cuba: De un realismo sin riberas, de Roger Garaudy —ediciones
Arte y Sociedad— y en la misma colección La necesidad de arte de Ernst Fischer. Este, Richter y Garudy participaron como congresales
u observadores en un coloquio consagrado a Kafka por los especialistas
marxistas de este escritor, procedentes de los países socialistas y de
los partidos comunistas de Austria y Francia, el año 1963 en
Checoslovaquia.
Para un primer
contacto con la obra de Kafka, el siguiente dato es particularmente
importante: Franz Kafka es un escritor judío de lengua alemana nacido
en Praga en 1883, bajo la monarquía austro-húngara de los
Hamburgo.
Su situación de judío
—explica Garaudy— de idioma alemán, viviendo en un país hecho bajo la
dominación austro-húngara exasperó en él el sentimiento de soledad y
de desarraigo.
El antisemitismo se
desencadenaría bestialmente poco después de la muerte de Kafka
ocurrida en la Alemania nazi; pero el escritor pudo presentir su cabal
desarrollo en el clima de exaltación chovinista y racista,
pangermanista, que lo impregnaba todo en vísperas de la Primera Guerra
Mundial, y sentir el peligro que significaba para la comundad judía de
Praga la decadencia del liberalismo. Pero el judaísmo kafkiano
subjetivizado, llevado hasta su máxima complejidad, es una de las
claves que permite explcarse en gran medida varias de las
características de la vida y la obra del autor de El
proceso.
"¿Qué tengo de común
con los judíos? —se preguntaba. Apenas tengo nada en común conmigo
mismo; debería ocultarme, contento de poder respirar". Pero a la vez
son reiteradas las referencias que hace a la necesidad de explicar sus
rasgos individuales y su carácter literario por su condición judía, y
la caracterización que hace de "la situación de inseguridad de los
judíos, a los que sólo se les permite poseer lo que aferran en la mano
o entre los dientes" es idéntica a la que hiciera de sí mismo, con el
agravante de que es el suyo un caso de aislamiento dentro del
aislamiento, pues se segregó espiritualemnte de su comunidad desde el
punto de vista de la religión en la que no creía y desde el punto de
vista de su antipatía por el capitalismo en cuya órbita giraba esa
comunidad.
La falta de relación
con la vida y el anhelo de reconciliarse con ella integrándose a un
mundo que imaginaba a semejanza de la vieja patria perdida del
judaísmo y rechazo de la sociedad en una época en que "el capitalismo
era un estado del mundo y un estado del alma", son motivaciones
kafkianas que se encuentran en la base de su fantástica vida
interior.
Como Kafka, el señor K
(K. de Kafka) busca una verdad —el Tribunal Supremo— que no se
encuentra en parte alguna. Y si Kafka se sentía incapaz de combatir al
mundo para cambiarlo, asumiendo, en cambio, "poderosamente la
negatividad de mi tiempo" (Kafka inicia El proceso en 1914, en
la atmósfera de crimen ritual —escribía Rosa de Luxemburgo— en el que
el agente de policía, en la calle es el único representante de la
dignidad humana) el señor K, por su parte, es la encarnación de la
impotencia misma del individuo ante un tribunal cuyas leyes nadie
conoce, ni los acusados ni los funcionaros de la "justicia", tribunal
que lo condena a muerte por un delito igualmente miserioso o
deconocido.
El proceso puede
parecer absurdo, pero es que se trata justamente de presentar lo
absurdo y de un mundo desprovisto de leyes y a la vez centrado en un
tribunal abominable que puede ser reemplazado —como observa K— por un
solo verdugo. ¿No ocurriría otro tanto con las víctimas de la
"legalidad imperialista?". "En un mundo en que la ley ha dejado de ser
algo viviente —explica Richter—, el tribunal sólo puede aparecer
terriblemente deformado". En ese mundo —y son numerosas las ocasiones
en que el escritor judío que no parece haber sido afectado, en lo
inmediato, por la guerra, prefigura el carácter perverso, irracional
del "nuevo orden germánico" y la suerte que correrían ulteriormente
sus hermanos de raza—"los inocentes —observa K— se ven deshonrados
ante asambleas enteras en vez de ser interrogados normalmente. Sus
pertenencias les son arrancadas y conservadas en depósitos en los
cuales se coloca lo que pertenece a los acusados" y "donde la
propiedad penosamente amasada se pudre sin fruto mientras espera a que
la roben funcionarios criminales".
Las correspondencias entre el mundo subjetivo, irreal, fantástico de
Kafka y la realidad histórica objetiva de su época son tantas que bien
puede decir Garaudy: "El mundo de Kafka, el mundo que lo rodea y su
mundo interior son el origen de las cosas sino en una situación social
determinada. En este sentido, El proceso es, por ejemlo, un
cuadro expresionista, minuciosamente objetivo, de la alienación
burocrática". "A fuerza de pasar día y noche —así presenta K a los
funcionarios de la justicia— sumidos en sus reflexiones, terminaban
por perder el sentido exacto de las relaciones humanas y se notaba la
falta de esos sentidos en los casos a que nos referimos". Pasajes como
éste han sido empleados correctamente para ilustrar la antipatía de
Kafka por el capitalismo y la teoría marxista de la deshumanización y
cosificación del hombre en un mundo en que, para decirlo con palabras
que Kafka emplea para describir, en su diario, una empresa
capitalista. "Sólo el odio mutuo logra el equilibrio, y concede
perfección a la empresa".
Pero el
esencialismo kafkiano (análogo al intento paralelo que hacía el
objetivismo abstracto en pintura) supone lo que llama Richter "la
errónea tesis de que el esfuerzo humano es totalmente inútil". "Kafka
—explica Fischer— no creía fundamentalmente en el progreso sino en la
eterna repetición de las mismas cosas". Una concepción estática de la
historia, ahistoricismo o suprahistoricismo, más bien,
antidialécticos. Distanciamiento del individuo respecto de la
sociedad, del que Kafka era consciente como un médico puede serlo de
su enfermedad, "... mi miedo, por otra parte, aumenta constantemente,
porque significa un alejarse del mundo, por lo tanto un
recrudecimiento de su presión, y por lo tanto un recrudecimiento del
miedo".
Palabras como éstas son
las que parece tener inmediatamente presente el profesor Georg Luckács
cuando afirma que Kafka "es la figura clásica de esta actitud inerte
de miedo pánico y ciego a la realidad". Sólo que el proceso que le
sigue Luckács a Kafka no tuvo éxito en el encuentro de Praga cuyo
espíritu fue —así se lo definió en la sesión inaugural— el de honrar
en Kafka al hombre que en el caos luchaba por la grandeza del hombre,
por la ley verdadera de la vida. Kafka asumió el caos en la nostalgia
indecible de un orden humano, nunca demasiado
humano.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Leer a Kafka.
Por Enrique Lihn. (1967)
En El circo en llamas: una crítica de la vida. Enrique Lihn
Edición de Germán Marín. Santiago. Lom, 1997.