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Crónica de Tollan, de Manuel Illanes
Piedra de Sol Ediciones, 2012, 78 páginas
Por Kurt Folch
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Todo escritor invoca a sus tutelares. Como Dante a Virgilio, Artaud, Lowry y Mario Santiago, anticiparon y guían a Illanes por los círculos del infierno que es la Crónica de Tollan, o como Illanes afirma ‘un viaje interior al abismo’. La tierra del sol es la tierra de la muerte. El luto de los rituales que cubren nuestra manera de enfrentar la muerte son arrasados por fuerzas que tiene su centro en la entropía y el aniquilamiento. Fuerzas cuyo patrón se deja entrever en la expresión orgánica más tensa del horror, del dolor y el sufrimiento hacia más dolor y sufrimiento. La fascinación que despierta la intensidad de su permanencia en la imaginación y la memoria tiene que ver, creo, con que en el fondo reconocemos esas fuerzas no como algo ajeno, sino, como se ha dicho antes, como algo intimo que quisiéramos fuera ajeno. Es nuestra la mueca del cuerpo desmembrado. Desde el horror de los cadáveres mutilados arrojados desde la gran pirámide, hasta el horror del cuerpo mutilado y disuelto por el Narco, es el mismo dolor de Cristo, por citar a Illanes, y por lo tanto el de toda la humanidad. Pero la infinita particularización y reiteración en lo individual, palpable o abstracto de ese dolor (barro, légamo, fermento de cuerpos y más cuerpos destrozados, pensamiento tras pensamiento arrastrado hasta el vórtice de la locura y la pesadilla), nos resulta insoportable. Inevitablemente intentamos compartimentar este aspecto de la existencia anulando sus códigos primitivos, despojándolos de la realidad que nombran, porque son una realidad concreta, por lo tanto, el discurso político, sociológico, antropológico, psicológico, del progreso, no podrá, aunque lo intente, evitar el repetido martillar de estas palabras, de estas visiones más exactas que toda la imaginería noticiosa de hoy. México, la tierra del sol es la tierra de la muerte que se exhibe con todas sus grotescas contorsiones a la implacable luz del día de los trópicos.
Muerte y Vida son un eclipse
que oculta con su follaje inconstante
el ámbar del sol. (p. 61)
La genealogía que establece Illanes demuestra la validez, el poder de estas fuerzas sobre el pensamiento y el lenguaje. Se trata de la búsqueda de aquello que se suele llamar ‘uno mismo’ a través de los desplazamientos de una especie de voluntad que intenta redimirse luchando, infructuosamente, contra la entropía psicológica (una Xolotl) individual hacia el abismo. México es abismarse y esto equivale a enfrentar fuerzas primordiales. La identidad de México tal como la advierte cualquier paseante que observe sus obras públicas, su arte, mosaicos, murales, frisos, arqueología, vocabulario, gira alrededor de la muerte. Esa constante en la actualidad tiene un correlato, que esta crónica sabe intercalar con precisión, el correlato de la muerte a destajo y superficial. La pesadilla bolaniana de 2666 es real, sucede, la padece gente de carne y hueso.
¿Qué infierno es este?
Caminarás entre el frío y la oscuridad sólo para contemplar a los dioses del Mictlán, señor y señora de la Muerte, darse un festín con las manos y pies de los descarnados. Tu comida será el pus, los escarabajos rojos, las astillas de los pedernales. Tu compañera será la miseria. Habrás de estrellarte contra el horizonte, contra las piedras marchitas, con un silencio de niño agonizante hasta que ya no tengas memoria de quién eres y olvides tu patria. (Mictlan, tierra de los muertos, p.36)
Hubo una vez que una mirada calcinada por el sol, azotada por la furia de los elementos derivo o enloqueció hacia la fascinación por el horror e hizo del infierno la única alternativa para su imaginación y su memoria. Se trata de un clímax de fuerzas. Charles Olson escribió desde Lerma, México, a Creeley afirmándole que su experiencia del lugar le confirmaba allí la puerta ‘hacia el centro’ a saber ‘el hombre como objeto de un campo de fuerzas declarando al yo como fuerza porque es una fuerza en una relación’. El libro de Illanes, se nos presenta como algún anillo de los infiernos que son esas fuerzas en pugna. El desplazamiento hacia el centro, como dice Olson, es el viaje hacia uno mismo. En esta crónica se define de forma precisa como danza macabra, es una ‘escalera de sombra/que siempre desciende en su ascenso’ (p. 18). El libro de Illanes es la percepción y expresión de un paisaje a través de las fuerzas primordiales de su historia que desde los orígenes hacen al hombre pagar con sangre y dolor el conocimiento o sabiduría, por mínimo que sea, que pueda obtener. El conflicto es realmente antiguo y desde una perspectiva literaria el poeta, como creador, lo que hace es medirse contra la entropía. Lo que se revela en esta Crónica de Tollan, a través de vocabulario, imágenes y descripciones que repasan los terribles mitos de Mesoamérica y el eco en que se perpetúan hasta hoy con la violencia Narco, es precisamente ese conflicto. Illanes, como Olson, es el objeto de fuerzas que han escrito este libro que nace de la noche del alma que a un famoso historiador del arte británico, cuyo nombre no recuerdo, tras ver la muestra de arte Azteca en el Museo Británico, le hizo exclamar, ‘si ha existido una civilización más perversa que esta prefiero no saberlo’. Parece que el viaje a uno mismo en México está indisolublemente atado a la pesadilla. Los relieves describiendo sacrificios, torturas y mutilaciones, finalmente parecen venir talladas en la mirada misma de los dioses primordiales de Mesoamerica, los del ‘barro del origen’ que es uno sanguinolento y desde el cual la existencia surge como maldición, la maldición del sufrimiento y soledad, sin excepción. Oráculos del charco clamando aniquilación, los vivos hunden sus cabezas buscando el calor de caídos en contorsiones de puro dolor, agotamiento y decrepitud. La lluvia pudre.
Esta percepción de la vida como un ininterrumpido carnaval de pellejerías sin nombre, no es nueva, lo sobrecogedor es la imaginería que aquí cobra, literalmente, grados inconcebibles de desolación sin consuelo alguno. No hay descanso en este descender al centro de uno que es el infierno. Podría ser que se trata de uno de los niveles de la existencia. No lo sé, no soy experto en culturas mesoamericanas y desconozco si después de todas estas capas de experiencias infames existe algo así como la redención y la paz. En repetidas ocasiones la teología occidental ha sugerido que en el infierno solo arde el ser, pero se trata del ser encapsulado por el yo, es decir del ser en cuanto la suma de sus agregados e imperfecciones atrapado en el tiempo, el ser atrapado en el yo cartesiano. ¿O se trata del ser como totalidad? No parece haber respuesta clara. Illanes ofrece lo que el hombre puede saber, como es ese ‘arder’ en los infiernos a través de sus elementos esenciales, la muerte para verla cosechar de entre lo engendrado en su propio seno, esos charcos sanguinolentos. En el vórtice de estas fuerzas los sueños son asaltados por los murciélagos y el día un prepararse para el castigo. Sin paz, el horror transforma ‘. . . nuestras cabezas una huella / de sangre depositada en las escalinatas.’ El cielo de la mañana se abre cruzando ese umbral que son las fauces de una actividad caníbal. Las premoniciones intuyen ‘desastres’, y la imperturbabilidad del tiempo. La muerte alimenta la permanente actividad de dar cuenta de ella. La muerte alimenta al lenguaje que es barro del instante que naufraga. Pero también, como la antigua advertencia griega, el lenguaje miente o, más exactamente, el poeta miente, cantando a inexistentes generaciones resistentes al tiempo, que el agua será generosa, que el sol será luz sin sequia. El poeta miente: ‘Mira, engáñate: / porque la muerte es una escalera de sombra / que siempre desciende en su ascenso.’ Cantar por ‘un sol que jamás decae’ es hundirse.
En esta situación entonces Illanes denuncia que ‘La palabra es un ángel traicionado / que busca en el umbral de la mirada /un cobertizo donde guarecerse del huracán.’ (p. 33). Esta línea es fundamental pues como todo mito el proceso de descomposición está marcado por un problema lingüístico. El hombre, o el poeta, el pastor, el cazador, el hombre jaguar o el sacerdote, chamán, brujo, sacerdotisa, el propio dios quizá, ha expresado primero algo distinto a la realidad y al intentar enmendar ha expresado algo distinto a lo que quería decir. La civilización, la cultura es una hebra de ese proceso en que la entropía se sitúa floreciendo en infinitas progresiones inabarcables. Las ciudades de Mesoamérica nacen del error en el nombre en la imagen que el nombre de Tlollan pone ante los ojos. Este error genera capas de relato primitivo que a su vez espejean en los acontecimientos de hoy apuntando a la profecía del fin del árbol de la vida por el aerolito sonado (p. 34). Entonces el hambre de la muerte, el hambre de los muertos desde los comienzos, pasando por la revolución y hasta el narco actual alcanzará su cúspide clavando una estaca en el pecho de ‘El Capital’, el chupasangre.
Yo no veo más que furor en el horizonte,
el cuerpo del Cristo sumergido en un tonel de ácido,
desmembrado, hediendo a su asesino.
Veo los crepúsculos azotados por las llamas
y el grito de la multitud aprobando
el juicio a una mujer lapidada.
p. 35
El lenguaje de Illanes, construye ‘con horror y destrucción y polvo’ (p. 63). Pero ¿por qué entonces uno lee o publica algo así? pues porque uno intuye o comprende que este proceso monstruoso no es ficticio, es real, todos o casi todos, hemos tenido al horror mezcla de culpa, vergüenza, impotencia y violencia ejercida contra uno, en algún momento de nuestras vidas. El poeta toma, por nosotros, el rol del guerrero jaguar en el plano del pensamiento, de la imaginación y el intelecto, sin embargo esta es la orilla más cercana a la descomposición permanente y la percepción se nubla constantemente en la profusión tropical, ecuatorial, de la descomposición. La lucha de la serpiente y el águila, la fuerza de la muerte en movimiento, es un símbolo que traspasa la carga hereditaria de nosotros los que cargamos con lo precolombino, queramos o no, en la sangre. ¿Y es esa sangre la derramada durante siglos para edificar esta pesadilla? ¿Y qué más? Solo el abismo, a través de cinco desplazamientos que van desde el Tamoachan, el árbol herido de la creación (la creación, el acto creativo, como herida); el fin de Tlalocan o del paraíso de la fertilidad y las lluvias; la visión de Tenochtitlán la cuidad fundada sobre el águila devorando a la serpiente, la imagen sagrada del dios de la guerra es una de violencia y muerte sobre un escenario inhóspito; Tollan la ciudad mítica, arquetípica, la ‘de caminos hirvientes de huesos’ y Fin del Camino, el árbol de oro, quizá la única imagen positiva de regeneración ‘Soy el triángulo de misterio / donde la serpiente emplumada se refugia,/ Venus invencible que renace tras el sacrificio.’ (p.67), el único momento de pausa para la muerte, su semilla, pero antes de brotar a su expresión en la existencia, algo extremadamente tenue, sin lugar fijo ‘Soy la frase que el viento arrastra’ dice ese signo al decir de Illanes, sin lugar fijo inevitablemente permanece y determina la espiral en el tiempo. Illanes antes de decir nada ha escuchado, y ha escuchado esa frase. La poesía comienza en el oído. Llegar a escuchar el sustrato de lo que vemos toma un tiempo espantosamente largo y tiene un costo, creo que Illanes expresa ese costo en este libro. Una voz muy antigua nos habla. No es difícil reconocerla, es parte de la familia pero de una manera u otra nos las arreglamos para echarle tierra y cal encima, pero entonces su irrupción se hace más cruel, más horripilante. No se trata de la muerte a secas, se trata de sus mecanismos a nivel casi celular. El arco que cubre la Crónica de Tollan, va desde la ciudad mítica regida por la Serpiente Emplumada (Quetzalcóatl), la ciudad como calzada de los muertos, hasta su trasvasije en la imagen opuesta en Xolotl, personificación maligna. Lo que se desprende de Tollan es su reflejo negativo, la cultura, lo que el hombre hace es la traición de Tollan. La imagen que identifica las fuerzas primarias de la naturaleza y que la poesía define como el abrazo de los contrarios, es transformada por el abrazo (la batalla) entre el águila y la serpiente. El lugar de la imagen no parece ser mucho más que una llanura de espinas. Esta es no la paz de la muerte, sino su angustia. Esta angustia, en todo caso, ha sido también el proceso demencial en que algunos han accedido a un encuentro consigo mismos. Y en Mesoamérica significó la inconcebible fundación de culturas basadas en esa visión, la del águila cruel luchando, matando, a la serpiente venenosa entre las espinas.