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"la tristeza de la no": La novela melancólica y feliz de Claudia Apablaza

Por Lorena Amaro
Publicado en Revista Laboratorio, N°3, Primavera 2010

 




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RESUMEN
Esta nota reflexiona sobre la novela  EME/A. La tristeza de la no historia, a partir de dos constataciones: no es posible reducir su lectura a la palpable experimentación literaria que su autora, Claudia Apablaza, lleva adelante en sus páginas; por lo mismo, es necesario comprender su melancolía argumental, que conecta dos grandes historias: la de la construcción de la “no historia de la literatura” y la no literatura misma y, por otra parte, la de una frustrada relación amorosa, en un relato inteligente e irónico que juzga y cuestiona el quehacer literario y la imagen del Chile bicentenario.

Palabras clave: Claudia Apablaza, novela chilena, metaliteratura, melancolía, historia literaria.

ABSTRACT
This note ponders about the novel  EME/A. La tristeza de la no historia. The sadness of non history, starting from two findings: it is not possible to reduce its reading to the palpable literary experimentation that its author, Claudia Apablaza, carries on throughout its pages; therefore, it is necessary to understand its argumentative melancholy, which connects to great stories, that of the construction of “the non history of literature” and non literature itself, and on the other hand, that of a frustrated love affair, in a clever and ironic tale that judges and questions the literary toil as well as Chile’s image on the bicentennial.

Keywords: Claudia Apablaza, chilean novel, metaliterature, melancholy, literary history.

 

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Ahora bien, la pérdida, por cruel que sea, no puede nada contra lo poseído: lo completa, si se quiere, lo afirma: no es,
en el fondo, sino una segunda adquisición –esta vez toda interior– y mucho más intensa.
Rainer Maria Rilke

 

Abro esta reflexión con un comentario melancólico, porque me parece que el libro de Claudia Apablaza lo es. Melancolía de la literatura y las palabras, mal de la literatura tantas veces aludido en esta novela, mal también de la “no literatura” homenajeada en EME/ALa tristeza de la no historia (Altazor 2009 / Cuarto Propio, 2010). Poder poseer todas las Literaturas y todas las Historias de la Literatura, poseerlas y luego quizás destruirlas, o perderlas, u olvidarlas, quizás no se compare con el anhelo del ejército de editores de la no historia de Apablaza, quienes desean aprehender y reescribir, permanentemente, lo que no es escribible de una sola vez, lo que ninguna institución literaria puede clasificar ni analizar: las intensidades, los ecos de una literatura inaudible y secreta. Sin embargo, intentando generar un equilibrio, una ecuación justa para la literatura y su doble (o sea, la no literatura, entrampada en un espejo proteico y oscuro), “S” y sus temibles ayudantes acaban protagonizando solo una farsa.

En el primer bloque de la novela, se presenta la utopía de ese personaje, “S”, su búsqueda de un ayudante que lo asista en la organización de una gran, infinita biblioteca de inéditos; que lo ayude a localizar y archivar manuscritos no publicados y a tejer la posterior historia de traiciones y violencias con que parece urdirse (también) la no literatura. No es de extrañar que esta parte de  EME/A dialogue con la segunda parte –donde se dan a conocer fragmentos robados de la biblioteca de inéditos– y con la tercera, donde la narradora escribe desde el centro cultural Manuel Rojas la verdad de la no historia, porque tanto en una como en otra parte hay un segundo relato, una historia de amor o enamoramiento, la de Satori, un hijo no concebido, porque los protagonistas “dejaron de estar”, dejaron de ser “ese único pájaro” (92). Y no es extraño el diálogo, porque ambos proyectos, construir la no historia de la literatura, construir una historia de amor, son en esta novela igualmente disruptivos y condenados al fracaso, amenazados por pérdidas y traiciones. De ahí la cita de Rilke, que pienso primero en relación con el tema de la literatura, desde la mirada de un lector contemporáneo que, como sugiere Peter Bürger en  Teoría de la vanguardia, se encuentra en un lugar desde el cual puede repasar el camino recorrido por la institución literaria, despedirse y negar, sentir los derrumbes y las tachaduras. Esta posición privilegiada o catastrófica, según se mire, le permite a ese lector sentir las pérdidas, pero sobre todo le permite afirmar,  reafirmar, del modo en que se puede reafirmar lo que ya no existe, lo que desesperadamente ya no existe; por otra parte, lo que digo para la literatura también se predica de aquella otra historia de la novela, no sé si más íntima, pero quizás más común a la experiencia de todos, una experiencia llena de lugares comunes que en realidad  nunca son comunes: la historia de amor, la historia de  EME/A. Una historia que se vuelve a poseer, con más intensidad, en la medida que la narradora repite “sus rutas, sus mapas”: en la medida que es escrita. Solo una vez escrita, la narradora podrá por fin, como dice al final de la novela, salir a celebrar.

La primera parte  EME/A, su obertura  (y digo obertura porque aparte de melancólico, el libro de Apablaza es musical, aunque decir obertura quizás sería convocar una música distinta a la que tengo en mente, con frases cortas y muchos ritornelos) es un relato en sí misma, divertidísima, irónica, un poco brutal. Sé que sobre esta primera parte, como sobre el resto de la novela (como ocurrió también con su novela anterior,  Diario de las especies), se ha dicho que es experimental (ninguna novedad del género) y, en suma (como si con esto se pudiera decir todo, cuando a estas alturas no se dice nada): “metaliteratura”. Pero hay buena y mala metaliteratura, supongo. Y la de Apablaza está llena de buen sentido: buen sentido de la locura. Buen sentido de cómo funciona eso que llamamos literatura y que Pierre Bourdieu, como se quejan los alumnos de Literatura, describe tan aburridísimamente en su teoría de los campos, pero aquí aparece parodiado y rasgado, asesinado, con tanta jovialidad: “Me da mucha vergüenza tener libros editados en casa” (12), le confiesa “S” a “S1” en un momento  alto  de su relación, para luego constatar, como lo hace también la dolida narradora de la tercera parte, que se encuentran acosados ambos por “Judas”, “ladrones” y “arrepentidos” (20). No parece para la risa, pero Claudia Apablaza lo hace nietszcheanamente risible, como lo es también el momento en que “S1” piensa en las lloronas escritoras chilenas de noveluchas románticas, o el modo en que va modelando al personaje EME/A, o más bien, los personajes, o ese único personaje hecho de tantos personajes, cuya identidad equívoca desfila por fragmentos, escabulléndose y guiñando, divertidamente, a lo que la narradora llama, en la tercera parte, la “Realidad” (61). Así, con mayúscula. Así, sin expectativas.

EME/A es, en primer término, “el discípulo amado” (23-24) de una conocida crítica literaria chilena, condición que se reitera a lo largo de la segunda parte. Se dice que es, también, un músico post-minimalista y, “a veces, escritor” (24). Es varias identidades de un video juego. Es también la narradora y un parapsicólogo. Es una sigla. Es un músico que toca para Bolaño y Mallarmé en la Antártida, mientras todos beben mezcal. EME/A es también una compositora musical fascinada por estructuras repetitivas, que ha publicado las mismas novelas y cuentos que Claudia Apablaza. Es también un grupo: “el de la M y la A” (44), y un entrevistador de escritores, que le hace preguntas a Valérie Mréjen (45). Es un rut. Es un caligrama. Es, finalmente, ese único pájaro que se lamenta de no haber sido. Apablaza inventa una nueva forma de decir el amor en los tiempos del videojuego: “Yo era su personaje. A veces, él el mío” (30). Y llegamos aquí a una tercera constatación: este libro es íntimo y es íntimo porque es doloroso: “Hay también una tristeza de la no historia, aquí, que tal vez es lo principal de todo esto” (91), dice la narradora de la tercera parte, cerrando su no historia. Y pienso en Enrique Lihn, y vuelvo a EME/A y a la intimidad: “Los recuerdos que no pudimos tener/ Nada más difícil de olvidar” (Lihn 59). Eso, también, es EME/A y es necesario llegar hasta el final de la novela y no distraerse solo en su ludismo para entenderlo.

Los manuscritos robados que aparecen en la segunda sección son textos perdidos para la historia de la no literatura: podemos leerlos. Se trata de manuscritos chilenos (así parece indicarlo su clasificación), catalogados y numerados. Por efecto de su sustracción, aparecen como textos desclasificados, y la literatura desclasificada revela siempre ominosos secretos. Sin embargo, son textos espurios, que han sido catalogados como no publicados y desnaturalizados en la publicación que es  EME/A. La narración anuncia que debemos renunciar a ellos, ¡así es imposible escribir la verdadera no historia! Sin embargo, esta es la proeza que anuncia realizar la narradora del tercer y último segmento, en que el fantasma de Manuel Rojas la asistirá y acompañará en su relato. Quizás sea ésta la parte que más me gusta de  EME/A. Otros personajes y escritores chilenos son convocados por Apablaza: una llorona, hilarante Gabriela Mistral, que llama a gritos a su papá y se traspone en la figura de Iluminada, la protagonista de  Lumpérica; ciertos detectives helados que ya forman parte de una saga de meditaciones de Apablaza sobre la literatura bolañeana y sus consecuencias; la literatura “real” (76) de Nicomedes Guzmán, entre otros. Pero nadie como Manuel Rojas,  este  Manuel Rojas.

Rojas tomó uno de sus títulos más hermosos de un poema de José Martí:  La oscura vida radiante  llamó a una de las novelas sobre Aniceto Hevia, personaje móvil, andariego como la narradora de esta última parte pretende desesperadamente ser. Y en  la oscura vida radiante  pienso al leer estos pasajes, los más dolorosos de la novela, en que apenas ocurre nada, más que la movilidad inmóvil de la protagonista de la no historia. La mirada anclada en una cordillera hostil, que me recordó mucho a la mirada finita y angustiada del niño Eugenio en  La infancia, de Luis Oyarzún, una mirada de valle, de encierro, de impotencia. ¿Dónde irradia la vida? ¿En sus negativas? ¿En el dolor que se arrastra después de la traición y la pérdida? ¿En los espacios más insignificantes de una ciudad y un país que corren delirantes, entre el ansia de fijar un origen y, del otro lado, una nada ruidosa y bicentenaria?

Cuando se habla de metaliteratura pareciera que se aludiese siempre a una forma de esteticismo extremo, que renuncia a otro tipo de reflexiones que las que emanan del propio quehacer escritural. A mi modo de ver, esta es una mala premisa y en el caso de la novela de Apablaza, claro que no se cumple. Ella reflexiona de modo muy fino sobre lo que ocurre en Chile. Varios de los fragmentos que ocupan la segunda parte, algunos de ellos textos de crítica literaria, ayudan a construir una mirada sobre el problema de la “literatura nacional”; el texto convoca, de hecho, a huir de los “falconeros” –enfermos del nacionalismo literario– que buscan representar un modo de ser, una representación nacional o continental. La novela de Apablaza se instala en un lugar difícil, “muy cerca de EME/A”, que es, al fin y al cabo, una entelequia, una ausencia, un no lugar. Y hace literatura que, parafraseando, invirtiendo los textos de Georges Perec o Joe Brainard, no se acuerda. Pero señala, toca, duele. En un tren “que une Rancagua-Barcelona vía express-way” la narradora dice no acordarse de su propia muerte, pero  se acuerda, como se acuerda de años, de nieblas, de amigos que ya no la saludan. Y en la tercera parte nos encontramos con una escritora que ha regresado a Chile y que decide comprar zapatillas en el mall del centro para “andar a pata”, circular por la ciudad, recorrer el país entero si es necesario: “el fantasma de Chile que vaga por carreteras y puertos de Latinoamérica y el Caribe, desde que somos parte de todos los grandes tratados de libre comercio con el cono sur y con el gran cono americano”. Chile “neoliberado”, Chile del cuchillo y la “cerveza envenená”. Chile de lo que no fue.

La heroína de la no historia no encuentra su lugar. Parapetada en la ventana del Centro Cultural Manuel Rojas cree que debe estar allí para escribir la no historia, que es la de un país aludido puntual, inteligentemente, en distintos momentos del relato, donde hay visos de traición, o como escribiera Nicanor Parra: “formas extrañas en el aire”, “carreras locas”, “risas, conversaciones criminales” (Parra 53), además de almuerzos en el patio, y servipags, y padres que desean lo mejor para sus hijos. Un país escrito críticamente, con aparente distancia, con doloroso rigor.

En los últimos meses el gobierno de Piñera ha hecho patéticamente actual el título de esta novela:  La tristeza de la no historia. Tanto la edición peruana como la que hoy aparece bajo el sello de Cuarto Propio, declaran visualmente esta tristeza: la silueta alargada de Chile, un Chile vacío, una memoria ahuecada que la narradora voluntariosamente procura escribir. Desde su rincón en la casa de Manuel Rojas, la casa del obrero y sus utopías quebradas, nos ayuda a descubrir que tal vez no hay que estar en un lugar para “despertar del sueño de la historia” (67) y escribir. Quizás sea el lugar del desacomodo el más libre. El de Internet, el del blog, el de ninguna parte o varias partes a la vez, como suele trabajar Claudia Apablaza, como suele vivir, escribiendo para sellar lo que no fue en el acto mismo de la escritura. Para adquirir por segunda vez lo que fue, pero aun con más intensidad. Y celebrar. Esa es la felicidad de su novela.

 

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Bibliografía:

- Apablaza, Claudia. EME/A. La tristeza de la no historia. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2010. Impreso.

- Lihn, Enrique. “Raquel”. La pieza oscura. Santiago de Chile: Universitaria, 1963. Impreso.

- Parra, Nicanor. “Autorretrato”. Poemas y antipoemas. Santiago de Chile: Nascimento, 1954. Impreso.



 



 

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