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Chile trenzado
(Sobre Ramal, de Cynthia Rimsky)

Por Lorena Amaro
Taller de Letras N° 49, 2011



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Antes de leerlo, hojeé varias veces este libro. Un placer residual, supongo, el de recorrer las imágenes, como cuando se es niño y se repasan las ilustraciones de una enciclopedia, o se viaja saltando sobre un mapa, sin sospechar aún el divorcio venidero de mapa y territorio, sin creer, todavía, que las letras se escriben, que las letras no se dibujan.

Ramal es una novela, pero también un apunte de viaje y una bitácora visual. En la revisión de sus fotografías asoman paisajes, edificios, muebles y también una primera, lógica extrañeza: no hay rostros ni gestos en este viaje. Ramal muestra árboles, caminos, puentes, ventanas rayadas que advierten, antes de la historia, sobre la opacidad de todas las historias. Con una estrategia inversa a la de Poste restante, en que breves textos describen las fotos –y con ellas los gestos y las poses– de un álbum familiar ausente, Cynthia nos ofrece ahora las fotos, pero vaciadas de rostros. No hay poses que transformen los paisajes en escenarios móviles, secundarios, de una historia humana o de la nostalgia compartida; tampoco nada extraordinario que trueque la asolada anonimia del valle en postal.

Estas ausencias visuales dialogan con el relato una historia en espiral sobre la pérdida y la restauración. El espejo de un mueble, primero cubierto con una sábana, luego descubierto, pone en abismo la poética del texto: en él se refleja un sillón vacío, pero la presencia es inminente. Se trata de tres fotos ciertamente estáticas –el mueble cubierto, el mueble descubierto, el sillón donde generaciones de Bórquez, los protagonistas de esta historia, ovillaron su humanidad–, no obstante son hitos en el viaje memorioso de Ramal, un viaje que tiene lugar entre dos restas, dos ausencias. Una se mueve en dirección al pasado, como cuando nos desplazamos muy rápido por una carretera y no alcanzamos a ver algo; nos damos vuelta pero ya se encuentra demasiado lejos. Esa resta es la de los antepasados: el padre y el abuelo, Arnoldo y Salomón. La otra corre en dirección al futuro y es imposible enfrentarla, porque no ha dejado huellas que perseguir: esa resta es un hijo. De este modo, la forma que concibo para el ramal ya no es solo la de la línea férrea, porque aparece también, fundida con ella, la forma de la genealogía, con sus propias estaciones, sus propias ramificaciones, diferencias, identificaciones y olvidos. La genealogía no persigue, no puede perseguir un origen, un secreto esencial y sin fecha. La genealogía es en realidad otro viaje, que se detiene en los accidentes, que persigue la multiplicidad de gestos que constituyen una herencia. Mapa y genealogía son dos formas que se ramifican en el espacio, en el tiempo. Dos espejos imperfectos donde aparece y desaparece el yo.

En Ramal hay un deliberado trabajo en torno a la luz. La casa de los Bórquez funciona como una cámara oscura y, si bien los rostros están ausentes de las fotos, es posible imaginar la luz atrapada por los vidrios rayados en que se perfila un viajero. La novela restituye ese rostro –y un nombre– al “que viene de afuera”, protagonista de la historia. Del mismo modo, se produce en el umbral del libro una operación análoga de nominación. La retícula del valle del Maule ocupa dos páginas en que pequeños y grandes puntos se conectan; los nombres parecen haber sido arrojados con dados pero algunos destacan entre ellos. Son aquellos trazados con lápiz, los de las estaciones y paraderos originales que antes de este libro no aparecían en el mapa: Forel, Pichamán, Los Romeros, “Estación del Poeta”.

Las imágenes de estos lugares me resultan cercanas, porque otras memorias trabajan en mí. Lolol, Angostura, Puente Negro. Otros valles. Los lugares de los que huyeron mis abuelos y mis padres. La casa de Grumete Bustos, en el barrio Vivaceta, donde ellos vivieron antes de que yo naciera, a cuadras de Maruri, donde habitaron, donde permanecieron también Arnoldo y Salomón Bórquez, sin cruzar jamás el umbral de la ciudad. Así llegaban las familias, pienso. Varios textos narran estas mudanzas, algunos lejanos en el tiempo, otros muy recientes. Mudanzas que fracturan para siempre. Pienso en Alhué, donde “nadie tenía idea del porvenir” y en que, cito, “los días no traían angustias, pero tampoco eran portadores de mensajes alegres. Llegaban y se extinguían sin ningún suceso. Y los meses, por su índole más abstracta y arbitraria, se hubiera creído que transcurrían de noche”. González Vera, él mismo un trasplantado, escribe sobre el imposible regreso de los hijos a este pueblo tan parecido a los del ramal: “Y cuando retornaban a sus hogares, agotada la primera alegría, veían a sus padres pequeños como insectos. Y éstos, aunque estuvieran entontecidos por la pereza y la vida animal, no dejaban de comprender que entre ellos y sus hijos el lazo familiar desaparecería inexorablemente”.

Aquí hay otra genealogía, la de los relatos desgajados de la línea principal que vertebran nuestra literatura. Chile se encuentra muchas veces por caminos secundarios, por recovecos en que los tiempos físico, psíquico y lingüístico se estiran, lentos, al unísono. Junto a la línea del tren siempre ha habido quien salude el paso fugaz del progreso en un tiempo casi igual. Oscar Castro escribía, sobre el tren de los mineros a Rancagua: “Esto sucede todos los días. Siempre hay rostros asomados a las ventanas a las tres y quince de la tarde. Siempre hay manos que saludan y manos que responden”.

Por qué Castro o González Vera: se ha dicho suficiente, y de manera muy hermosa, sobre el camino de los paseantes europeos en el camino de Cynthia. Ellos han andado por ciudades destruidas. Los planes inconclusos del ramal son también una forma de destrucción, o los barrios a medias construidos en los extrarradios de las ciudades latinoamericanas, semejantes a ciudades bombardeadas. Hay, ciertamente, una memoria devastada en las dos orillas. Pero en el paseo de nuestros paseantes, anida una memoria robada, una frecuente promesa no cumplida. Los trenes corren como dinosaurios fantásticos, recordándonos esa promesa, nuestra insularidad, la condición incompleta de nuestros proyectos.

Una pesadilla persigue al protagonista de Ramal. Cito: “Durante los nueve años que estuvo fuera del país, varias veces soñó que caminaba por la calle Maruri y que, al llegar al lugar donde debía estar la casa de sus abuelos, se encontraba con otra”. Se trata, aquí, de recuperar la casa extraviada, del mismo modo en que el protagonista recupera nombres, rescata libros de cuentos rusos que imagina legados por los padres a los hijos u ofrece describir, detallada, perequianamente, cosas y lugares ausentes a sus “clientes”, proyecto que ellos rechazan por pesimista. En la infancia se encuentra, quizás, la posibilidad del arraigo: un niño de la misma edad de su hijo aparece dos veces en el relato: “en sus dedos sostiene un cordel, del cordel cuelga una llave”.

En la “Sexta vuelta” al Ramal, sin embargo, la experiencia del dolor irrumpe en la novela. La palabra experiencia, en alemán, contiene la idea del viaje. El que aquí se narra es el viaje del hijo del hombre que viene de afuera, quien se encuentra con su reflejo. La narración, que hasta aquí aborda la memoria de los padres, revela ahora el horror de parecernos a ellos, de llevar “algo” en la sangre, algo definitivo, algo como una enfermedad.

Leo a Valeria Luiselli, que lee a Joseph Brodsky, que escribe sobre la infancia: “la verdadera historia de la conciencia empieza con nuestra primera mentira”. El hijo les miente a sus padres porque trata, sobre todo, de poner un velo sobre el reflejo que lo aflige, el reflejo de un origen. La historia de la conciencia ha empezado, pero él se equivoca cuando cree ver la amenaza en una verdad demasiado definitiva, verdad fantasmagórica con la que muchos lidian a lo largo de una vida y, algunos, también en la literatura. Este peligro de un Otro inapropiado, escondido en la sangre, a orillas de un tren, lo resuelve dramáticamente, en una confrontación individual, mínima, que es la antesala de otro enfrentamiento, histórico, colectivo: el que trenza –otro sentido para la palabra ramal– al Chile de hoy con el que pudo ser, con el que quizás todavía sea.



 


 

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