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         LA DIFICULTAD DE LLAMARSE “AUTORA”:
          MARIANA ENRIQUEZ O LA ESCRITORA
            WEIRD[1]
        
          Por Lorena Amaro 
          Pontificia Universidad Católica de Chile
          Publicado en  
 Revista Iberoamericana
, Vol. LXXXV, Núm. 268, Julio-Septiembre 2019.
          
            
        
             
            
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        En un número de julio de 2017, la revista argentina Los inRockuptibles llevaba  en su portada a la escritora Mariana Enriquez, con motivo de la aparición de su última  novela, Este es el mar, una historia de estrellas del rock en clave fantástica, en que unas  hadas/brujas intervienen para convertir a los cantantes en “leyendas”, empujándolos a  la muerte. La novela, publicada por la editorial Penguin Random House, vino precedida  del éxito editorial de Las cosas que perdimos en el fuego en Anagrama, la famosa casa  catalana. La pestaña biográfica de Este es el mar informa que el libro antes mencionado  recibió el premio Ciutat de Barcelona y está siendo traducido ni más ni menos que a  dieciocho idiomas. La publicación de Enriquez en España constituye, indudablemente,  un hito importante en la internacionalización de su carrera, y la imagen de Enriquez  en Los inRockuptibles le hace honor a este éxito literario. También, a la temática de  su nueva novela: se la puede ver ligeramente de perfil, con lentes oscuros y vestida  completamente de negro; los botones del abrigo están cerrados hasta el cuello y solo  asoman parte de una mano y dos grandes anillos de plata, a punto de zambullirse en  el bolsillo.  La propia Enriquez bien podría ser, a juzgar por esta imagen y el título  de la entrevista en las páginas interiores –“Estrella distante”–, una cantante de rock  acosada por las hadas. La alusión a la siniestra novela de Roberto Bolaño pareciera  reflejar, por otra parte, la consistente relación de Enriquez con el género del terror,  rasgo ineludible de su imagen autorial. Una imagen con muchos vaivenes, que será  abordada, a continuación, en este artículo.
La propia Enriquez bien podría ser, a juzgar por esta imagen y el título  de la entrevista en las páginas interiores –“Estrella distante”–, una cantante de rock  acosada por las hadas. La alusión a la siniestra novela de Roberto Bolaño pareciera  reflejar, por otra parte, la consistente relación de Enriquez con el género del terror,  rasgo ineludible de su imagen autorial. Una imagen con muchos vaivenes, que será  abordada, a continuación, en este artículo. 
        Enriquez es autora de las novelas Bajar es lo peor (1995/2013), Cómo desaparecer  completamente (2004), Este es el mar (2017) y de los libros de cuentos Los peligros de  fumar en la cama (2009), Cuando hablábamos con los muertos (2013) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Ha escrito también la nouvelle Chicos que vuelven (2010),  las crónicas de Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (2013) y la  biografía La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (2014); ha participado en  volúmenes colectivos, como Los malditos (2011), de Leila Guerriero, en que aborda  la vida de Alejandra Pizarnik (“Alejandra Pizarnik, vestida de cenizas”) y escribe  periódicamente columnas periodísticas para Página/12, donde también es subeditora  del suplemento cultural Radar. Ha sido destacada principalmente como cuentista  y suele figurar en los panoramas y cartografías de los escritores latinoamericanos  contemporáneos suyos, nacidos entre 1970 y 1980, cuyas carreras se encuentran en plena  consolidación. Si bien ha vivido distintos momentos de reconocimiento, como aquella  portada consagratoria, la escritora, nacida en 1973 en Buenos Aires, suele posicionarse  en sus entrevistas muy lejos del interés por la fama. Se podría aventurar, incluso, que,  como muchas escritoras latinoamericanas, ha debido enfrentar los vaivenes del campo  literario, todavía adversos a la autoría femenina. Ser “autora” sigue siendo aun hoy, en  el siglo XXI, un camino de difícil recorrido para quienes lo emprenden. Las escritoras  suelen ser abordadas como un “caso aparte”, un fenómeno editorial; los comentarios  sexistas abundan en las páginas culturales de los periódicos. Esta marginación alcanza  también al ámbito académico, donde suelen ser discriminadas en el discurso crítico. Por  solo citar un ejemplo vinculado con el propósito de este artículo, en 2009 Julio Premat  publica el ensayo Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina,  donde dedica sendos ensayos a Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Antonio Di  Benedetto, Osvaldo Lamborghini, Juan José Saer, Ricardo Piglia y César Aira, para  establecer distintas figuras de autor argentinas. No incluye a ninguna autora y explica  en la “Introducción”:
        
          
            El autor es un concepto diacrónico y relacional: autores son los otros, los que preceden  la propia creación, ante los cuales el texto que surge se sitúa. Escribir es enfrentar  al padre, es marcar la hoja con una marca transgresiva. Es inscribir, por lo tanto, al  personaje que se crea en el juego de las influencias, de las filiaciones, de las rebeliones  edípicas, de los parricidios y las expiaciones –en todo caso, así es para los escritores  hombres estudiados aquí–. (27)
          
        
         La aclaración (“hombres”) pareciera apuntar a la conciencia del crítico sobre la  exclusión que está operando en su texto. Por otra parte, podría desprenderse de este  párrafo que es el autor varón, fundamentalmente, quien se construye, como indica  Premat, en una “red relacional”. No dice nada sobre las mujeres, aunque es patente  que intuye diferencias. Las críticas Aina Pérez Fontdevila, Meri Torras Francés y Elena  Cróquer proponen un análisis que explica este tipo de omisiones y exclusiones. En la  introducción de un reciente dossier titulado “Género y autoría” (2015), y a partir del  análisis de Nathalie Heinich del denominado “régimen de singularidad” de la autoría en Occidente –que hace de la misma algo excepcional, fuera de lo habitual, irrepetible–,  observan cómo las escritoras han sido excluidas de ese paradigma de la construcción  autoral, fundada en la oposición a lo común y lo comunitario (espacio en que se sitúa  habitualmente la producción cultural femenina):
        
          
             el artista devendrá una figura-espejo de la supuesta singularidad irreductible o  irrepetibilidad de cada ser humano, situándose entre dos posibles paradigmas: el del  sujeto (o Autor) construido a imagen y semejanza del Dios cristiano, cuya creación  se asemejará a la creación divina en tanto que responderá a la ficción de la creación  ex nihilo; y el del sujeto inspirado, que producirá obras originales en virtud de su  relación con una fuente exterior suprahumana […] (19-20)  
          
        
        En el otro extremo de la balanza se situará la producción femenina, la cual nunca  es desvinculada de su relación con lo corporal y lo colectivo, estableciendo de este  modo formas específicas de autoría que no compiten con las de los autores varones:  
        
          
            De este modo, pues, las exclusiones en que se fundamentan las posiciones-artista  deslegitiman como productores de arte a todos aquellos sujetos que no son  conceptualizados como corporal o culturalmente transparentes, es decir, que no pueden  acceder al estatuto de “autor de la obra”, representante de su “poder singular”, porque  su ligazón al cuerpo o a la colectividad los sitúa del lado de la (re)producción material  o simbólica: el suyo será el ámbito del producto manufacturado, de la transmisión  folclórica, de la repetición tradicional del artesanato; o, en otro orden de cosas, será  el ámbito de la confesión, el testimonio, el ejemplo o el portavoz. Pero no el ejemplo  de la idiosincrasia de lo humano (la irrepetible individualidad) o el portavoz de una  instancia singularizadora que se manifiesta en soledad, sino el portavoz del colectivo  al que pertenece, de sus inscripciones corporales o culturales, que es incapaz de  trascender […] (22)
          
        
        No es extraño, entonces, que un libro como el de Premat, dedicado a la construcción  autoral en la literatura argentina, desdeñe a las importantes autoras del siglo XX. La  mujer aparece desprovista de “soberanía” (Pérez, Torras y Cróquer 20), la que se  construye por su soledad, propiedad y control hermenéutico de la propia obra: “Su  vinculación al cuerpo también la condena en otro sentido: en tanto que sujeta a sus  particularidades, lo que ella produzca no alcanzará la universalidad que se atribuye  también a la verdadera obra de arte” (21). A esto habría que añadir otro punto, que  Premat deja insinuado en su texto: si la  construcción de la autoría se produce en una  “red relacional”, la producción femenina halla la doble dificultad de remontar no solo  el desdén hacia una subjetividad supuesta y exclusivamente afincada en su biología y  la indistinción de su sexo, sino que además es difícilmente ubicable en términos de la  construcción del campo literario. Si la autoría masculina se produce en el constante enfrentamiento con el padre y en el quehacer edípico que cierra e inaugura modos  discursivos tensionados por el edipismo de la “angustia de las influencias”, ¿qué ocurre  con la construcción de la autoría femenina en lo que respecta a sus relaciones y redes,  su rechazo o adhesión a lo que llamamos la “tradición”?
construcción de la autoría se produce en una  “red relacional”, la producción femenina halla la doble dificultad de remontar no solo  el desdén hacia una subjetividad supuesta y exclusivamente afincada en su biología y  la indistinción de su sexo, sino que además es difícilmente ubicable en términos de la  construcción del campo literario. Si la autoría masculina se produce en el constante enfrentamiento con el padre y en el quehacer edípico que cierra e inaugura modos  discursivos tensionados por el edipismo de la “angustia de las influencias”, ¿qué ocurre  con la construcción de la autoría femenina en lo que respecta a sus relaciones y redes,  su rechazo o adhesión a lo que llamamos la “tradición”?
         La autoría femenina debe confrontarse, entonces, con ese doble desafío: 1) remontar  el rechazo de lo colectivo y lo corporal, diseñar estrategias que tampoco tienen por qué  volver a la autoría/origen cuestionada por la postmodernidad; 2) conseguir inscribirse  en un diálogo literario con el pasado y el presente, algo que las propias escritoras han  transformado en su tarea cuando construyen sus genealogías literarias, a veces verdaderas  arqueologías en que logran sacar a la superficie textualidades enterradas e ignoradas.
         He planteado anteriormente que autoras como Mariana Enriquez aún enfrentan  –y sobre todo hoy– la escritura discriminadora de la crítica y la prensa cultural, que  encasilla la producción femenina –por lo general con significativos comentarios sobre  su corporalidad, su belleza, sus modos de vestir o sus poses–, generando imágenes de  ellas que perpetúan su inclusión en una suerte de ghetto cultural.[2]   En el caso particular  de Enriquez, desde luego que hay una serie de estereotipos que la escritora ha debido  enfrentar y superar para poder construirse como autora y resistir las lecturas e imágenes  reduccionistas, que por supuesto pueden marcar la lectura de su producción literaria. 
        Para abordar la construcción de su “figura autorial”, definida esta como un  “producto en sí mismo textual (es decir, como un corpus conformado por un conjunto  de textos heterogéneos: biográficos, académicos, visuales, autográficos, etc.)” (Pérez  Fontdevila y Torras 2), se utilizarán conceptos provenientes de los llamados “Estudios  Autoriales”, los que consideran al autor “más allá de su realidad fáctica, como sujeto  real, para retomarlo como producto textual e histórico” (3), una figura caleidoscópica  particularmente en este siglo XXI, en que tantos textos e imágenes circulan virtual  y mediáticamente. Se trabajará con el concepto de “imagen de autor”, delineado por  Dominique Maingueneau (2015), figura inestable que emerge de la “interacción entre  participantes heterogéneos”, lectores, público y otros agentes del campo literario que  producen este verdadero “artefacto” (véase Cróquer) de la autoría. Maingueneau procura  superar, con ese concepto, los análisis que distinguen o separan tajantemente el texto de  su contexto biográfico, o lo que se ha distinguido como un “ethos discursivo” focalizado  en la enunciación del escritor, y la “postura”, que privilegiaría sus estrategias como productor para posicionarse en el campo literario. El concepto de “imagen de autor”,  sin embargo, debe enfrentar las dificultades que entraña la definición de la propia  “autoría”. Maingueneau define, en efecto, dos “zonas de activación”, estrechamente  ligadas: la que concierne al texto y la que concierne al actor literario. Este último,  explica, se libra en un doble trabajo de “configuración” y “figuración”:  
        
          
            La “configuración” está orientada hacia el ajuste de la obra; pasa por varios géneros:  manifiestos, debates, escritos sobre otras artes, prefacios a obras de otros escritores,  obras sobre otros escritores… Permite reorientar la trayectoria en la cual se inscribe  cada obra singular: ser escritor es también gestionar la memoria interna de sus textos y  de sus actividades anteriores, y reorientarlas en función de un porvenir. A este trabajo  de “configuración” se mezcla el trabajo de “figuración” a través del cual el actor, en  cierto modo, se pone en escena como escritor: viaja o no, vive retirado en el campo o en  el centro de una gran ciudad, sale en televisión o esconde su cara, concede entrevistas  a la prensa escrita, etc. (21)
          
        
        Con estas formas de “configuración” y “figuración” por supuesto se entremezcla el  discurso de los otros: las palabras de todos aquellos quienes contribuyen a modelar la  imagen del autor. En el caso de Mariana Enriquez, la “configuración” está dada por una  gran cantidad de textos en prensa que abordan cuestiones artísticas, principalmente los  breves ensayos que escribe para Página/12, reflexiones en que aborda series televisivas,  cómics, música e incluso las circunstancias en que escribió algún texto suyo (por  ejemplo, la columna a pedido “El cuento por su autor”, en que relata cómo escribió  “El mirador”, incluido en Los peligros de fumar en la cama[3]). No hay manifiestos ni  poéticas explícitas en Enriquez, pero sí sus declaraciones en entrevistas y las alusiones  que hace a su propia escritura en pasajes de sus narraciones; en este sentido, abordaré  principalmente su “Nota a la edición” en  Bajar es lo peor, donde, a 18 años de haber  publicado esta, su primera novela, se refiere a lo que fue la escritura y recepción de la  misma. También resultan particularmente significativos dos de sus libros, aquellos en  que se aleja de la ficción para incursionar en géneros “referenciales”, como la crónica  de viajes, en Alguien camina sobre tu tumba, y la biografía literaria, en La hermana  menor, donde escribe un extenso perfil de Silvina Ocampo. El texto, editado por Leila  Guerriero, surge poco después de que Enriquez escribiera sobre Alejandra Pizarnik  para la conocida recopilación Los malditos, compilada también por la famosa cronista  argentina. Pero mientras a Pizarnik le destina un perfil algo distante, muy bien escrito  pero descomprometido, en el caso de Silvina –cuentista de filiación fantástica, como  Enriquez–, las adjetivaciones de la narradora, sus pensamientos y lecturas de la obra ocampiana constituyen de algún modo un espejo de su propia “configuración” autorial.  No en vano, desde hace algunos siglos la biografía literaria funciona como una suerte  de espejo entre el biografiado y su biógrafo (véase Dosse). Es así como en este último  texto, Enriquez delinea una suerte de genealogía que anuda su quehacer como escritora  del género fantástico y de terror con el de la autora de Autobiografía de Irene; esta  genealogía dice relación con su construcción como “autora” en lo que Premat llamaba  una “red relacional”.  
        
          “LA ESCRITORA MÁS JOVEN DE ARGENTINA”
        Enriquez entremezcla en sus obras elementos del terror gótico, lo fantástico, la  cultura del cómic, el cine y una escritura política que se interroga por la violencia en  Argentina, ya sea a través de los cuentos en que aborda cuestiones como el feminicidio,  la droga o la violencia urbana, o esboza, en cuentos de envoltorio weird,[4]   las huellas  de la dictadura en la cotidianidad de su país. Sin embargo, este registro múltiple,  postmoderno, apenas deja lugar a la creación autobiográfica. A diferencia de muchos  otros autores de su generación en Argentina y Latinoamérica, su obra narrativa rehúye  las autoficciones, por lo que la imagen autorial de Enriquez se alimenta, principalmente,  de paratextos como las entrevistas, y de rápidas pero significativas alusiones en los  libros antes  señalados, sus crónicas sobre cementerios y la biografía de Ocampo.  Sin embargo, su primera “imagen de autora” está lejos de todas estas cuestiones,  y seguramente constituye un hito que debió ser difícil de remontar para una autora  inteligente como Enriquez.
señalados, sus crónicas sobre cementerios y la biografía de Ocampo.  Sin embargo, su primera “imagen de autora” está lejos de todas estas cuestiones,  y seguramente constituye un hito que debió ser difícil de remontar para una autora  inteligente como Enriquez.
         Ya se ha dicho que ella comenzó a publicar muy joven. Su primera novela, Bajar  es lo peor, se publicó en 1995, cuando tenía apenas 21 años. Su novela era, también,  juvenil: drogas, noche, alcohol. Protagonistas que no tienen una identidad sexual fija.  Delirios, alucinaciones. No es raro que se convirtiera en un texto emblemático de  una juventud descarriada. Tal vez tampoco es raro que por su edad y por el carácter  contracultural y de culto del texto, se la encasillara, a Enriquez, como una autora  “juvenil”, primera imagen que impactará sobre su inserción en el campo literario por  varios años. 
        Nora Domínguez ha advertido sobre estas autorías femeninas traspasadas por el  discurso falocéntrico, en que las escritoras figuran como “objeto de mirada y modelo  de belleza” (14). La juventud, en el caso de las mujeres, es un atributo por lo general  asociado a su apariencia; en el caso de Enriquez, la fama de su primera novela –que  le atrae a verdaderos fans enamorado/as del magnético protagonista, el romántico Narval– la lleva por los medios de comunicación como una portavoz femenina del  mundo juvenil.  
        La propia Enriquez escribe, dieciocho años después, en su nota a la segunda edición  de Bajar es lo peor, lo que fue para ella cargar con el estereotipo de los medios: “Ir a  la tele a hablar con Chiche Gelblung y aparecer en talk shows hablando de por qué los  jóvenes son violentos (ésa era la consigna de la tarde); que me presentaran a escritores  que yo no conocía y jamás había leído; que en la radio el libro se promocionara con  la frase ‘la escritora más joven de Argentina’” (9). En este texto, de 2013, escribe que  no ha querido leer esta novela nuevamente, para no intervenirla, porque le “gusta”  (10). La propia escritora alimentó, a través de sus entrevistas, los rasgos de culto de la  novela, remarcando en sus conversaciones con los medios su cercanía con la cultura  pop y algunos subgéneros literarios, incluso en conversaciones más cercanas en el  tiempo. Así, por ejemplo, en esta entrevista concedida en 2014 a Flor Codagnone, la  escritora se recuerda a sí misma joven, ingenua, sin saber bien lo que estaba haciendo,  también algo indefensa, razón por la que se entregaba a los dictámenes de periodistas  y entrevistadores. 
        
          
            Me parece que todo texto, lo quiera o no, habla de su época. Probablemente Bajar es  lo peor hable de los 90. Yo, sin embargo, no tenía ninguna intención sociológica. A  esa edad no se me podía ocurrir. Eran mis experiencias, mis obsesiones, mis vicios,  mi callejeada. Yo pienso poco en los lectores, pero supongo que está bueno que se  sepa que es una primera novela. Me parece que gran parte de su encanto, si es que  tiene uno, es ése: ser una primera novela, sin mediaciones literarias, una novela que  escribió alguien que no sabía nada.
             –¿Y, cómo fue recibida entonces?
  
              –Me acuerdo de que era: “¡Las drogas!” “¡Los gays!”. Me preguntaban “¿Te drogas?”  y era extraño. Pensaba que si les decía que sí iba en cana. ¿Cómo me iban a preguntar  eso? Hoy es distinto. No existe ese miedo ni esa posibilidad… Ahora quizá se le  puede prestar más atención a lo fantástico. En ese momento nadie lo vio. Para todos  era una novela realista tipo Menos que cero. Para mí, no, pero en ese momento era  chica y decía que sí.
             –Es extraño que se leyera de ese modo porque el elemento fantástico de la novela  es muy fuerte.  
              –Creo que en algún momento la pensé como una novela de vampiros. Tiene algo de  eso. En aquella época leía Entrevista con el vampiro, de Anne Rice. Hay una suerte  de una referencia a Hellraiser y a The Sandman. Facundo, el protagonista, no es de  verdad. Lo fantástico aparece del mismo modo que en Cumbres borrascosas: no  sabés muy bien qué es Heathcliff, no es muy “persona”, es como un demonio…  (Codagnone, párr. 5-9)  
          
        
        Es interesante la breve polémica que menciona, cuando plantea que a su alrededor  comentan la relación de la novela con el realismo y el universo de la Generación X (la alusión a Menos que cero, la también primera novela de Bret Easton Ellis). Si bien  Enriquez sabía cuáles eran sus referentes literarios (Cumbres borrascosas, Entrevista  con el vampiro, el cómic The Sandman, el filme Hellraiser), adopta un rol pasivo frente  a los medios: “En ese momento era chica y decía que sí”.  
        Pasaron nueve años antes de que Enriquez publicara su segunda novela, en 2004,  un tiempo en que estudió en la universidad y comenzó a trabajar como periodista. Cómo  desaparecer completamente se ambienta en una villa miseria y aborda nuevamente la  experiencia de la juventud, esta vez en la figura de Matías Kovac, protagonista que  deambula por la ciudad buscando salir de la cárcel siniestra en que se ha convertido  su casa. Cuenta para sobrevivir con un cuaderno de anotaciones que ha dejado su  hermano mayor, que ha logrado escapar de esta realidad entremezclada con las drogas,  la violencia y el rock. Se ha calificado esta novela, por estos y otros elementos, como  un “Bildungsroman pop”. La temática juvenil no desaparece: el mismo título es un  intertexto de la cultura popular musical, ya que “How to Disappear Completely” es el  título de una canción de Radiohead. Si bien esta novela incorporaba más elementos  de crítica social, no tuvo la recepción de su predecesora. 
        
        AUTORÍA WEIRD DE UNA LITERATURA WEIRD
        Ya con treinta años Enriquez logra atravesar los límites con que socialmente se  margina no solo a la mujer, sino también a la juventud en tanto “subcultura”; se libera  del estereotipo de jovencita fiestera con que la coronaron los periodistas culturales  de los noventa, para ir elaborando la figura autorial que es hoy, en que dos aspectos  parecen fundamentales: por una parte, su filiación a géneros marginales, no reconocidos  académicamente, y a tradiciones literarias de culto,  alejadas de los lineamientos centrales  del canon, como la novela de terror, el “fantasy”, la narrativa weird, géneros en los que  si bien históricamente las autoras han tenido un importante impacto (desde Mary Shelley  a Anne Rice), son minoritarias. Enriquez aparece, entonces, en sus entrevistas como  una “rara”, una escritora ecléctica que recoge una diversidad de registros y voces en  sus textos, con un fuerte influjo de la cultura de terror y ficción anglosajona, que suma  a la rareza de ser mujer en un espacio consagratorio masculino, el ser latinoamericana  y plantear en sus textos una mirada política de una sociedad enfrentada a grandes  desigualdades y violencias. En esta línea fue decisiva la publicación de los cuentos de  Los peligros de fumar en la cama (2009), en que aborda estas cuestiones con relatos  muy bien trabajados, que buscan provocar miedo en sus lectores. Sin embargo, se  trata de un libro de ficción; cuanto sugiera o permita entrever de las inclinaciones de  su autora, se puede contrastar mejor con las entrevistas en que Enriquez refuerza esta  imagen de autora de literatura fantástica.
alejadas de los lineamientos centrales  del canon, como la novela de terror, el “fantasy”, la narrativa weird, géneros en los que  si bien históricamente las autoras han tenido un importante impacto (desde Mary Shelley  a Anne Rice), son minoritarias. Enriquez aparece, entonces, en sus entrevistas como  una “rara”, una escritora ecléctica que recoge una diversidad de registros y voces en  sus textos, con un fuerte influjo de la cultura de terror y ficción anglosajona, que suma  a la rareza de ser mujer en un espacio consagratorio masculino, el ser latinoamericana  y plantear en sus textos una mirada política de una sociedad enfrentada a grandes  desigualdades y violencias. En esta línea fue decisiva la publicación de los cuentos de  Los peligros de fumar en la cama (2009), en que aborda estas cuestiones con relatos  muy bien trabajados, que buscan provocar miedo en sus lectores. Sin embargo, se  trata de un libro de ficción; cuanto sugiera o permita entrever de las inclinaciones de  su autora, se puede contrastar mejor con las entrevistas en que Enriquez refuerza esta  imagen de autora de literatura fantástica.  
        Por estos años, otro gesto importante en su “figuración” como escritora fue la  aparición, en 2013, de las crónicas Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios, donde recoge crónicas escritas en distintos momentos y delinea claramente  su preferencia morbosa por la muerte, el vampirismo, el vudú, la rareza, todos ellos  temas que aparecen en estos textos. En varias de estas crónicas literarias, el personaje  “Mariana Enriquez” ocupa un lugar central. El texto que encabeza el libro, “La muerte  y la doncella”, es decisivo porque marca la lectura de los restantes: aparece una Mariana  Enriquez joven, noventera, que descubre lo que será su pasión por los cementerios.  Obsesiva, ha delineado un itinerario por Europa que contempla la Venecia de Byron  y un paso “obligado” por Bomarzo (“necesitaba ver el Parque de los Monstruos que  Mujica Láinez había usado para escribir su novela […]” [12]). Como viajera, Enriquez  es ante todo una lectora que va en busca de esas lecturas. Pero se cruza en su camino  la posibilidad de conocer el cementerio de Staglieno, en Génova: “No estaba entre  las paradas obsesivas que había planeado. Sabía, sí, que existía. Sabía que una de sus  espectaculares tumbas había sido la tapa del disco Closer y otra, la del single Love will  tear us apart, ambos de Joy Division, pero nunca me gustó Joy Division […]”. Las  referencias culturales con que se acerca a la necrópolis, como se puede ver, pertenecen  al mundo pop de sus dos primeras novelas y de muchas de sus columnas, pero aquí se  va perfilando una identidad nueva: “Entonces no era catadora de cementerios, como  ahora […]”. En Génova, Enriquez conoce a un joven violinista italiano, con el que vivirá  una aventura erótica en el cementerio: “Enzo era la criatura más hermosa que yo había  visto […] para mí, para mi idea de belleza, que es turbia y pálida y elástica, oscura y  azul, un poco moribunda, pero alegre, más atardecer que noche […]. Un inglés italiano,  pensé, una criatura de Mary Shelley y Byron […]” (13-14). Recuerda su beso: “Estaba  frío por debajo de la camisa fina. Frío y pálido. Como un vampiro, como una estatua.  Como el chico más lindo del mundo” (15). Son constantes las alusiones a la necrofilia  contenida en las eróticas sepulturas de este cementerio, en que la propia Mariana aparece  como un personaje romántico: “Recuerdo los dedos de Enzo enredados en los breteles  de mi vestido negro […]” (18), un vestido negro juvenil, ceñido, corto, con zapatillas,  que por otro lado da cuenta de aquella escritora joven, de culto, que fue Enriquez en  ese tiempo. En palabras de su enamorado, ella es “la bruja que no me deja dormir  y me hace caminar por cementerios sexys” (20). Nada como este primer encuentro  iniciático y sexual, que no tendrá parangón en otras crónicas donde hallamos otras  autofiguraciones de Enriquez, ya con otras luces: “Yo, ridícula, con altos borceguíes,  una pollera negra y una remera colorada, punk rocker vieja a la media tarde, devorada  por un perro” (“Los perros negros” 50); “Nos sentamos frente a un grupo de mujeres  empitucadas que no parecen comprender cómo hay que vestirse para una excursión y  nos miran con curiosidad y reproche: estamos despeinados, de negro, yo sin maquillaje”;  “Un laberinto cerca de un hotel me hace recordar la película El resplandor. No digo  nada. ¿Si la que se vuelve loca por el encierro en la isla, esta noche, sin luz, soy yo?”  (“Acá nadie se muere” 54 y 56-7); “Cuestionan mi locura funeraria. No les hago caso  porque estoy acostumbrada a la censura” (“Un dominicano sin cabeza” 72). “Quise alojarme ahí, a pasos de la calle Prytania. Un homenaje narcisista a mi adolescencia  y mis fantasías. Nueva Orleans también es una ciudad de vampiros […]” (“Ciudades  de los muertos” 135). Los guardas de los cementerios le preguntan a la narradora si  le gustan las “historias truculentas” (86) y con frecuencia ella plantea la posibilidad  de volverse loca frente a alguna bella estatua funeraria, configurando así una nítida  imagen de sus “parafilias” y una genealogía literaria y cultural romántica y tenebrosa.  
        En este libro sobre sus viajes a cementerios Enriquez incursiona en el mundo de los  muertos, en las necrópolis que si bien se han ido integrando al mercado del turismo y  sus recorridos espectacularizados, conforman ese revés de lo vivo, de lo deseable y de  lo sano, que la autora se apropia en esta y sus ficciones por venir. Su gesto de transitar  por esos lugares otros, deviene en rareza: la narradora nos confronta permanente a lo  que es usual, a lo común, mostrándonos de ese modo la excepcionalidad de su conducta:  “Los argentinos, sean isleños, pampeanos, mesopotámicos o patagónicos, tienen  un problema con el tema de los fantasmas. No le ven atractivo, no le ven potencial  pintoresco; no sé si les tienen miedo a las ánimas o tienen miedo de perder plata o son  insólitamente poco morbosos” (“Acá nadie se muere” 55).
        Los argentinos son “ellos”, los otros. No Mariana Enriquez, instalada en el polo  opuesto y desmintiendo con su conducta errática y rebelde los recorridos turísticos  tradicionales (que suele quebrantar). Enriquez es la “rara”. Una rareza personal que  contamina su literatura, produciendo una interesante figura. Eleonora Cróquer define  la autoría “rara” como un “artefacto cultural” (214), una “superficie privilegiada para  leer lo que una cultura (concebida en términos de ‘comunidad’) imagina como su  ‘diferencia’” (214). Esta “rareza” es constitutiva del canon: conforma su contracara,  la posibilidad de los escritores de construir, a partir de este elemento, sus propias  genealogías, como lo hicieran Rubén Darío con una modernidad literaria rebelde,  “maldita”, inclasificable (desde la europea Rachilde al americanista Martí) o, más  recientemente, Pere Gimferrer. Y menciono el establecimiento de genealogías porque  más allá de figurarse como “rara” (necrófila, oscura, morbosa), Enriquez delinea a  través de su literatura y sus intervenciones en prensa, un universo literario propio, en  que autores como Ray Bradbury, Stephen King y Neil Gaiman ocupan lugares poco  frecuentados en los mapeos habituales de los escritores latinoamericanos. Enriquez opta  por visibilizar, como hicieran antes Borges o Bolaño, a escritores usualmente fuera del  canon (y cantantes de rock desaparecidos, y escritores amputados, entre los muchos  fetiches mencionados por la autora). La opción de Enriquez es queer (la sexualidad,  como en algunos de sus cuentos, adquiere ribetes inimaginados) y es weird. Ella lo  reivindica así, por ejemplo en esta entrevista de Flavio Lo Presti sobre el terror:  
        
          
            Es sencillamente mi género favorito de siempre, desde que leí Otra vuelta de tuerca de  Henry James o a Stephen King de chica. Creo que es un género popular –eso me gusta,  me importa– que, a la vez, ofrece una inmensa libertad porque abarca virtualmente todo: el horror es una emoción, de modo que un cuento de horror puede tener policial,  realismo, ciencia ficción, procedimientos más experimentales, y más. Que esté bastante  al margen también me atrae, que se lo considere “menor” hace que escribir en el marco  del género de terror sea un poco secreto y esa situación relativamente oscura determina  que se puedan encontrar en el género textos muy estimulantes: no estar en el centro te  libera de ciertas miradas “importantes” y otras pomposidades. Yo los llamo cuentos  “extraños”: los escritores anglosajones últimamente los llaman “new weird” y me  parece una definición más amplia y más adecuada. Por otra parte, no tengo demasiada  relación con escritores del género en castellano. Hay cada vez más, pero como no  formo parte de ningún grupo o lo que sea, también estoy fuera de las internas (si las  hay, que desconozco, pero sospecho que sí, como en todas partes). (Lo Presti, párr. 4)
          
        
         Es por decir lo menos interesante que una escritora que vivió el éxito y una  rápida incorporación al mercado literario en su juventud, declare su atracción por la  literatura “minoritaria”, “al margen”, “secreta”, gesto que combina perfectamente  con la identidad alternativa forjada en las crónicas. Fundamental resulta la libertad  que permite este lugar en términos creativos; es quizás esa libertad la que le permite  conjugar sus lecturas weird, sobre todo anglófonas, como ella misma plantea, con una  inquietud fundamental de la literatura latinoamericana, desde sus orígenes: la relación  con lo político y el correlato nacional. Así lo plantea en las siguientes entrevistas:  
        
          
            “El terror siempre es político”, apunta la narradora argentina. O por lo menos lo es “en  un país que creó fantasmas como política de Estado”, dice en referencia a la espectral  figura jurídica del desaparecido bajo la que se esfumaron 30.000 almas desde el golpe  de la Junta Militar de 1976 hasta la apertura democrática de 1984. (Néspolo, párr. 2)  
            La literatura con un fuerte compromiso político no me cautiva: la respeto y la entiendo,  pero no me representa [...] La literatura de género también puede ser política, como  Drácula, que puede ser leída como un comentario acerca de la aristocracia, por ejemplo.  Decir que la literatura de género no es política es una tontería, un comentario que  atrasa [...] Te doy otro ejemplo: una de las mejores críticas acerca de la Inglaterra del  thatcherismo es el Hellblazer de Jamie Delano, mucho más que la literatura de Ian  McEwan. John Constantine, el personaje principal, incluso, en un número es puesto  cabeza abajo por unos demonios para que vea por la televisión la elección de Thatcher,  ¿qué mejor comentario político que ése? (Bogado, párr. 2) 
          
        
        Chicos que vuelven, la potente nouvelle de Enriquez sobre unos niños que estaban  desaparecidos y regresan prácticamente intactos a Buenos Aires, representa este interés  de la escritora por conjugar mundos de horror fantástico con la historia argentina de los  últimos años. Los chicos desaparecidos no están involucrados en política; el contexto  en que se han perdido no es el de la dictadura argentina. Sin embargo, la reflexión  que suscita esta historia nos conduce a pensar qué es lo que pasó con aquellos que volvieron del horror y cómo una sociedad puede reconstruirse, cómo se puede volver  a ser comunidad, cuando buscan reincorporarse los cuerpos marcados de quienes  experimentaron en carne propia el horror. Otros de sus cuentos, como “Cuando  hablábamos con los muertos”, abordan el período dictatorial de manera directa, siempre  en la huella de interrogar aquella biopolítica que creó la figura del “desaparecido” para  inscribirlo en una suerte de limbo entre lo vivo y lo muerto, intersticio que la literatura  del terror suele poner en evidencia.[5]
        
        LA ESCRITORA SECRETA
        En su último libro de cuentos, Las cosas que perdimos en el fuego, la mayoría  de los textos se define por la estética del miedo y el terror; tampoco falta en ellos la  crítica social. Enriquez abre el volumen con el relato “El chico sucio”, emplazado en  un barrio venido a menos de la ciudad de Buenos Aires, el barrio de Constitución, en  el que lo interesante no es que ella vuelva la mirada hacia los sectores más vulnerables,  como algunos han remarcado –niños de la calle, adolescentes en riesgo social, mujeres  víctimas de la violencia machista–, sino que coloque lo siniestro, lo que produce el  miedo, en zonas fronterizas, de contacto entre un mundo y otro. Tanto la narradora de  ese como las de otros cuentos, se encuentran del lado de la cotidianidad y la cordura, y  no del otro, donde abundan la violencia y la irracionalidad. En “El chico sucio”, se trata  de una mujer de clase media que opta por volver al caserón familiar semiabandonado;  en el lovecraftiano “Bajo el agua negra”, la protagonista, Mariana Pinat, es una fiscal  que decide ingresar sola en los peligrosos territorios de Villa Moreno, sin que nadie  la obligue a ello. Son mujeres que bien podrían funcionar como correlatos literarios  de la autora, formas de alter ego, tanto por su condición social como por el control  que sostienen sobre los universos que exploran. El terror y el miedo se entremezclan  asimismo con otros malestares, como la culpa que siente una asistente social, despedida  con razón de su último trabajo, en “El patio del vecino”, o la angustia al ver que  un amigo se encuentra encerrado al borde de un abismo virtual, sin contacto con la  realidad y en las fronteras aparentemente sin retorno de la deep web, en “Verde rojo  anaranjado”. El miedo emerge, pues, en el espacio de la comodidad. Lo siniestro se  activa cuando los y las protagonistas de estos relatos se dan cuenta de su lugar de  frontera, reconociendo al otro, viéndolo y observándose a sí mismos al borde de una racionalidad distinta, de otra dimensión. El miedo radica en el hecho de mirar hacia el  jardín vecino y darte cuenta de que un día puedes quedar atrapado allí, en un mundo  aparentemente cercano, pero totalmente desconocido y aterrador.
         Es así como surge otro rasgo también muy importante en la autoría weird de  Enriquez, quien escribe su literatura desde una posición femenina y feminista: su  crítica de la violencia machista, particularmente en un cuento que asemeja rasgos de  la literatura anticipatoria, “Las cosas que perdimos en el fuego” (incluido en el libro  homónimo y también en Cuando hablábamos con los muertos), un relato sobre el  feminicidio, en que las mujeres, en respuesta a las vejaciones sufridas de manos de  hombres, deciden quemar sus rostros y cuerpos, subvirtiendo la imagen de la víctima  sacrificada por su pareja. En el cuento las activistas hablan de una “nueva belleza” de  las mujeres, quienes habrán de caminar con sus cuerpos y rostros desfigurados por las  calles, enrostrándole a la sociedad esta violencia. “Silvina”, la protagonista, colabora  con la causa, pero no ha tomado la decisión de inmolarse en el rito que se ha vuelto  masivo. El horror, entonces, radica tanto en la inminencia del propio acto sacrificial,  como en el feminicidio como gesto naturalizado por una sociedad indolente. La  inversión practicada por Enriquez es igualmente violenta, pero como ocurre también  en otros de sus relatos protagonizados por mujeres, que son numerosos, abre claros  sobre la relación de ellas con su entorno social, las constricciones que moldean sus  cuerpos y los desgarros que sufren diariamente. Enriquez pareciera apelar asimismo a  una genealogía narrativa, cuando llama a su protagonista “Silvina”: como la Ocampo,  escritora sobre la que escribe una importante biografía. Con ese nombre inserta este  cuento en una genealogía de lo fantástico, en que las heroínas de Silvina Ocampo, como  otras protagonistas literarias de mitad del siglo XX, se vieron inmersas tempranamente  en atmósferas enrarecidas, que amordazaban y violentaban sus cuerpos.[6]  
        Esa genealogía, insinuada en el cuento, es robustecida por el extenso perfil que le  destina Enriquez a Silvina en La hermana menor, un retrato de Silvina Ocampo, donde  cuenta la vida de la gran cuentista, además de novelista, poeta y pintora, usualmente  opacada por las eminentes figuras que habitaron su entorno. Una idea que, por cierto,  Enriquez critica:
        
          
            El más común de los lugares comunes sobre Silvina Ocampo es considerar que quedó  a la sombra, oscurecida, empequeñecida por su hermana Victoria, su marido el escritor  Adolfo Bioy Casares y el mejor amigo de su marido, Jorge Luis Borges. Que la  opacaron. Pero es posible que la posición de Silvina haya sido más compleja. Quienes  la admiran fervorosamente decretan sin duda que fue ella quien eligió ese segundo  plano. Dicen que desde allí podía controlar mejor aquello que deseaba controlar. Que  nunca le interesó la vida pública, sino, más bien, tener una vida privada y libre y lo menos escrutada posible. Que, en definitiva, ella inventó su misterio para no tener  que dar explicaciones. (La hermana menor 46)
          
        
         A lo largo de su texto, Enriquez procura dejar abiertas las interpretaciones sobre  la enigmática escritora. “Silvina es secreta” (11), argumenta desde la primera página.  Y procura liberarla de posibles encasillamientos, sobre todo de la idea de víctima  que pudiera rondar algunos textos en torno a la autora. Para Enriquez, Silvina parece  ser una escritora con suficiente agencia para trazar los términos de la vida que ella,  una aristócrata argentina, deseaba vivir. Si bien la experiencia de Enriquez dista más  de 60 años de la de Ocampo (además de haber entre ambas otras muchas palpables  diferencias[7]), es posible percibir en este trabajo de rescate cierta admiración por el  personaje, sobre todo por su originalidad y misterio, su peculiar forma de “rareza”.  Sin pretender resolver lo que hay detrás de las máscaras y los gestos escurridizos de  Ocampo, Enriquez recoge las diversas fuentes existentes, de quienes la conocieron o  escribieron sobre ella, además de leer sus grandes creaciones, como los cuentos de Viaje  olvidado, Autobiografía de Irene y Cornelia frente al espejo y esa extraña autobiografía  que es Invenciones del recuerdo. Construye así el retrato de la dama rica que vivió  de una manera extrañamente precaria en lo material, pero mucho más allá de eso, la  de una heroína que, lejos del realismo, por un lado, y de la perfección formal de la  narrativa borgeana (aunque a veces, también, muy cerca), se empeñó en crear mundos  autónomos, libres, descabellados. Inquietantes, como resulta ser la poética de la propia  Enriquez. Así, por ejemplo, caracteriza los textos ocampianos, una descripción que,  por lo que ya se ha visto antes sobre la obra de Enriquez, se acerca en muchos puntos  al universo narrativo de esta última narradora:
        
          
            Gran parte de la literatura de Silvina Ocampo parece contenida ahí: en la infancia,  en las dependencias de servicio. De ahí parecen venir sus cuentos protagonizados  por niños crueles, niños asesinos, niños asesinados, niños suicidas, niños abusados,  niños pirómanos, niños perversos, niños que no quieren crecer, niños que nacen  viejos, niñas brujas, niñas videntes; sus cuentos protagonizados por peluqueras, por  costureras, por institutrices, por adivinas, por jorobados, por perros embalsamados,  por planchadoras. (17)
          
        
        El énfasis de la cita anterior está puesto sin lugar a duda en la extrañeza y lo  monstruoso, rasgos fundamentales en la estética de Enriquez. Por otra parte, en  prácticamente todas las historias que ella cuenta sobre Silvina, deja entrever su  extravagancia como mujer, como aristócrata, como escritora; la biógrafa revela mitos  y los deja en suspenso, sin totalizar, sin cerrar la vida de su biografiada. El relato de  Enriquez es como una compleja red de esclusas: abre una, la cierra, pasa a la siguiente,  rehuyendo la dotación de un sentido único, y permitiéndole a su biografiada ser lo que  quizás deseó ser: la escritora polimorfa que ante las cámaras fotográficas se tapaba el  rostro (¿iracunda, seductora?). Logra configurar así una identidad huidiza, quebrada,  inagotable. Con una vida y una obra que la hicieron extraña en su tiempo, de ahí su  magnetismo y extraña contemporaneidad, que Enriquez recupera en lo que debiera  pensarse como una biografía feminista, porque hace ver el lugar de una precursora y  procura entrar en diálogo con ella.
        
          BORRARSE
         Hacia el final de su biografía sobre Silvina Ocampo, Enriquez recuerda como  “estremecedora” la frase con que la Ocampo cierra su último libro, Cornelia frente al  espejo: “Quisiera escribir un libro sobre nada” (cit. en Enriquez, La hermana menor  204). Leo esta frase –y la impresión que produce en Enriquez– a la luz de la propuesta  crítica de Premat, quien propone la existencia de dos tendencias en sus lecturas sobre  la construcción de la autoría en Argentina: “por un lado, la tendencia de los escritores  a representarse dentro de una tradición renovada, pero reconocible, de la melancolía  occidental. Por otro, la fuerte dimensión negativa de esta representación del sujeto  que escribe; en la versión saeriana, una versión que se refiere [...] a Gombrowicz: ‘El  escritor no es nada, nadie’” (14).
        Premat refiere tanto a una figura de autor como a un “personaje de autor”, el escritor  en las ficciones, cuya oscilación entre ser un “gran escritor” y no ser nada constituye  un oxímoron reconocible de la literatura argentina del siglo XX. Esa tentación de la  nada parece estar presente, asimismo, en las figuraciones de Enriquez, una autora que  después de un gran éxito como Bajar es lo peor, escribe una novela titulada Cómo  desaparecer completamente, en que el hermano del protagonista, autor de un cuaderno  abandonado que sirve al protagonista como mapa de ruta, es la única prefiguración  del escritor: un escritor desaparecido. En la última de sus ficciones, Enriquez aborda  –aparentemente– la figura contraria, la de la estrella de rock, cuya rutina, sin embargo,  conduce la huida del sujeto a su afantasmamiento. Sobre esta última novela ha escrito  Beatriz Sarlo:
        
          
             [Enriquez] convirtió en ficción algunos rasgos que el ensayista Omar Calabrese  consideró signos de la postmodernidad. En primer lugar, la repetición como punto de encuentro entre el artista y su público, que pide lo que ya ha escuchado del ídolo, porque  la innovación no confirma el contrato original entre la estrella y sus fans que llegan  hasta el recital para revivir lo conocido [...] todo cambio debe abstenerse de provocar  una ruptura, un salto en la continuidad, una fisura entre los fans, sus expectativas y  la música (párr. 11-12)  
          
        
        No sería extraño preguntarse por qué Enriquez escribe sobre la fascinación de  estos ídolos musicales, y si en su libro no quiere decirnos algo también sobre el escritor  consagrado, como insinué al comienzo de este artículo a propósito de la foto de Enriquez  en Los InRockuptibles. ¿Cuánto hay de repetición y cuánto de originalidad en cada  texto que engrosa lo que llamamos “la obra” de un escritor? ¿Cuánto tedio hay en los  rituales específicos del campo, como los lanzamientos y firmas de libros en ferias y  festivales? ¿Hasta qué punto el ritual renovado del mercado literario anula al “autor”?  
        En este artículo he recorrido distintas “configuraciones” y “figuraciones” de una  autoría en constante crecimiento y cambio, desde la imagen de una autoría juvenil (en  que el valor literario era supeditado por la prensa al morbo), a la consolidación de un  espacio como autora weird, que es weird incluso bajo los parámetros que definen esta  condición del escritor postmoderno: a la mixtura de géneros y códigos propia de esta  literatura, Mariana Enriquez suma ciertos rasgos de ajenidad, como mujer escritora  latinoamericana, que no ha entrado, según ella misma dice en sus entrevistas, en  ninguna “red” de escritores de este tipo en Latinoamérica. La opción de Enriquez por  lo marginal, lo camuflado, lo lateral y el desvío constituye la óptica, incluso se podría  decir que la herramienta, de su interesante creación autoral, en la que también es posible  percibir la tentación por la negatividad que a juicio de Julio Premat constituye una línea  posible en la tradición de las imágenes autorales argentinas. Algo que Mariana Enriquez  crea, al igual que su genealogía literaria, en que figuras como Silvina Ocampo son  fundamentales, a despecho de una autoría femenina que aun hoy, incluso desde la crítica,  parece difícilmente describible y abordable, pero que es preciso comenzar a visibilizar,  sobre todo en un momento de gran efervescencia de la narrativa latinoamericana de  mujeres, con importantes nombres y estéticas que reclaman la atención de los lectores. 
         
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          Notas
        [1]  Este artículo se inscribe en el proyecto “Carto(corpo)grafías del siglo XXI” (Fondecyt-Chile Regular  1180522) de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT) del Gobierno  de Chile, del que soy la investigadora responsable.
          [2]  Reportajes culturales recientes muestran hasta qué punto las mujeres siguen siendo desplazadas en los  discursos en torno al mainstream literario. Así, por ejemplo, en un texto de 2012, Maximiliano Tomás,  periodista, columnista y editor de la antología La joven guardia. Nueva narrativa argentina, publicada  en la Argentina en 2005, y en Cuba y España (2007 y 2009, respectivamente), habla solo de cuatro  autoras en un largo listado de escritores recientes, en un texto publicado en La Nación, “Algunos nuevos  escritores argentinos que usted no conoce (y debería conocer)”: Mariana Enriquez, Samanta Schweblin,  Natalia Moret y Selva Almada.
            [3]  Se trata de una sección estandarizada de este periódico, que publica los cuentos comentados y que se  diferencia por ello de otros textos publicados por la autora en ese medio.
            [4]  Bajo este calificativo, que podría traducirse como “bizarro” o “extraño”, se describen textos  fundamentalmente narrativos que entremezclan el horror, la ciencia ficción y lo fantástico, una literatura  que surge a fines del siglo XIX con autores como Edgar Allan Poe o H. P Lovecraft.
            [5]  En este cuento, los desaparecidos son invocados por un grupo de jovencitas a través de la tabla ouija. El  desaparecido adquiere la forma del fantasma, también del zombie. Leila Guerriero cita estas palabras de  una entrevista previa de Enriquez: “Siempre me gustó escribir terror, y es lo que más me gusta leer. El  problema es que es muy fácil caer en el cliché. Y el otro problema es quedarte sin tema: ¿cuántas veces  podés escribir sobre el fantasma, sobre el muerto vivo?” (párr. 9). La cuestión del “fantasma”, como la  del “zombie”, aparece con toda su ambigüedad afectiva en distintos relatos y entrevistas de la autora. 
            [6]  Por citar un solo ejemplo: La casa del ángel, de Beatriz Guido, de 1954. 
            [7]  Hay muchos elementos en la construcción mitográfica de Ocampo que distan de ser asimilables a una  escritora contemporánea como Enriquez. Si bien me ha parecido importante recalcar sus semejanzas  estéticas –por su vocación cuentística, por la impronta de lo fantástico, lo bizarro y lo popular– es  evidente que en la construcción biográfica de estas autoras hay cuestiones que las separan: desde el  origen aristocrático de Ocampo (Enriquez viene de una familia de profesionales de clase media),  pasando por todo lo alusivo al mito sexual de Silvina: su ambivalencia, su posible lesbianismo. Un  biografema ausente de la construcción que la propia Enriquez ha delineado sobre sí misma, y en que  la presencia de su esposo, el australiano Paul Harper, a quien dedica Alguien camina sobre tu tumba y  compañero de viaje en varias de esas crónicas, aparece más como un signo normalizador que centrífugo.
        
         
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          - Dosse, François. La apuesta biográfica. Valencia: Publicaciones de la Universidad  de Valencia, 2007.
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          _____ Alguien camina sobre tu tumba. Buenos Aires: Galerna, 2013.
  
          _____ Bajar es lo peor. Buenos Aires: Galerna, [1995] 2013.
  
          _____ “El cuento por su autor”. Página/12. 3 febr. 2017.https://www.pagina12.com.ar/17867-el-cuento-por-su-autor . 24 oct. 2017.  
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          https://www.lavoz.com.ar/ciudad-equis/temor-y-temblor-los-nuevos-cuentos-de-mariana-enriquez . 24 oct. 2017.  
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          https://www.lanacion.com.ar/opinion/algunos-nuevos-escritores-argentinos-que-usted-no-conoce-y-deberia-conocer-nid1520295/ .  24 oct. 2017.  
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          https://revistas.unc.edu.ar/index.php/intersticios/article/download/5868/7385/18288 . 24 oct. 2017.