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Bacon, "Personaje escribiendo reflejado en un espejo" 1976.
QUE LES PERDONEN LA VIDA: AUTOBIOGRAFÍA Y MEMORIAS
EN EL CAMPO LITERARIO CHILENO[1]
Lorena Amaro Castro
Pontificia Universidad Católica de Chile
lamaro@uc.cl
En Revista Chilena de Literatura, N° 78, 2011
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Resumen
Si bien en Chile existen textos de carácter autobiográfico desde la época colonial, hasta muy entrado el siglo XX estos apenas ocupan un lugar en la conformación del campo literario nacional, ya que son excluidos por críticos e historiadores de sus “panoramas” y catastros bibliográficos. Como en el resto de Hispanoamérica, descubrir estos relatos en su calidad de textos, esto es, más allá de su función documental, implica el reconocimiento de sus complejas estrategias discursivas y, en lo que respecta a su relación con la tradición autobiográfica europea, de sus frecuentes “desvíos de la letra”. Resulta particularmente de interés observar la posición incómoda de sus cultores, quienes deben justificar el empleo de la primera persona y la singularidad de su experiencia, en un medio en que prima la valoración del pudor. Frente a este juicio adverso, desarrollan tácticas para conseguir el perdón y beneplácito de sus lectores, en un campo literario en el que lentamente se va abriendo paso este tipo de producciones, de carácter moderno y subjetivo.
Palabras clave: autobiografía, memoria, campo literario, autorrepresentación.
Abstract
Even though there are texts of an autobiographical nature in Chile that date from Colonial times, they are not considered part of the national literary field until well into the XX Century; quite the opposite, they are excluded from overviews and bibliographical registries by critics and historians. Like in the rest of Spanish America, discovering autobiographical accounts as texts in their own right (that is, beyond their documental function), implies the recognition of their complex discursive strategies and becoming aware of the ‘deviation from the letter’ these texts represent when it comes to their relationship with the European autobiographical tradition. It is interesting to note the awkward position of authors of this literary field, who must justify the use of the first person and the singularity of their experience in an environment which strongly values decency. In order to face this adverse judgment, authors develop tactics that grant them forgiveness and approval from their readers, while gradually giving way to modern, subjective productions.
Key words: autobiography, memoirs, literary field, self-representation.
Generar un esquema histórico y crítico de la autobiografía en Chile implica asumir las dificultades de abordarla programáticamente, cuando no existe una tradición crítica que la estudie, ni una taxonomía que refleje el desarrollo dispar de textos que suelen escaparse a la clásica definición de Philippe Lejeune: “Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad” (50), definición situada, ya que el propio Lejeune precisa sus condiciones de producción: Europa y Norteamérica, siglos XVIII al XX. Las lecturas feministas y postcoloniales la han cuestionado, principalmente en lo que respecta al concepto de “vida individual”, con sentido en particular para el varón moderno de Occidente (Smith 1994). Desde la perspectiva latinoamericana, hay que decir que la relación de la producción autobiográfica con sus modelos europeos es conflictiva. Huérfanas de la metrópoli colonial, las nuevas repúblicas buscaron reorganizar y configurar los modelos identitarios y nacionales que demandaba la región; fue ese sentimiento el que llevó a la literatura del período a imitar modelos provenientes de movimientos como el romanticismo europeo, entre ellos los textos autobiográficos, epistolares y memorialísticos, principalmente de lengua francesa (Rousseau, Chateaubriand, Mme. de Staël), que fueron emulados por las esferas cultas, intelectuales y políticas, esto es, por escritores que aún no actuaban profesionalmente, sino que funcionaban como elementos ubicuos en el campo de poder (muchos de ellos emplazados ya en el gobierno, ya en la prensa o el cenáculo literario) y que aprovechaban estos formatos para autojustificar su actuación pública, como observa por ejemplo Adolfo Prieto en la historia literaria argentina (1966). Sin embargo, en opinión de Sylvia Molloy, este trabajo de adecuación a la realidad local planteó dislocamientos; se refiere particularmente a escenas de lectura en que se produce lo que llama “desvío de la letra”, condición emblemática de la diferencia del autobiógrafo hispanoamericano, el que
a menudo recurre al archivo europeo en busca de fragmentos textuales con los que, consciente o inconscientemente, forja su imagen. En ese proceso, se alteran en forma considerable esos textos precursores, no sólo porque se los trate con irreverencia sino porque el archivo cultural europeo, al ser evocado desde Hispanoamérica, constituye ya otra lectura (Molloy 16).
Lectores y escritores desviados de la letra, lo suyo es la “refracción del estilo” (Castillo 16), esto es, adhieren a estilos de producción europeos, disociados de sus contextos de origen, por lo cual la creación de autor es simultáneamente mimética e innovadora. Los textos que abordaré se inscriben, pues, en esta línea: se trata de relatos esquivos, fronterizos, que reproducen en Chile lo que Molloy enuncia de los textos autobiográficos hispanoamericanos en general, prácticamente setenta autobiografías y memorias, escritas por personas que vivieron un período particularmente crítico de la historia nacional: 1891-1925, marcado por la modernización de las instituciones, los flujos migratorios, los mitos de progreso y caída de un país que hacia fines del siglo XIX deseó erigirse como foco del avance regional, pero que a causa de sus propios conflictos internos se encontró, hacia el año del Centenario, oscilando entre interpretaciones históricas y proyecciones políticas que desbordaban de entusiasmo o, por el contrario, de melancolía y pathos[2]. Son textos de escritores y escritoras, críticos, políticos, eclesiásticos y actores de la clase media, esto es, artistas, funcionarios públicos, periodistas (ver anexo bibliográfico).
Por cierto, en Latinoamérica es posible hallar textos de carácter autobiográfico desde la Colonia; en Chile son conocidos los casos del Cautiverio feliz, de Pineda y Bascuñán (1607-1682), o la Relación autobiográfica[3] de la monja Úrsula Suárez (1666-1749); sin embargo, estas producciones se encuentran totalmente ajenas a la moderna indagación del sujeto sobre su experiencia y si han sido catalogadas de autobiográficas es porque se ha aplicado sobre ellas una mirada ajena a sus contextos reales de producción y recepción; por ello, como dice Molloy, la autobiografía aquí resulta una suerte de “logro involuntario”: “…las circunstancias en que se escribieron esos textos excluyen, o al menos modifican considerablemente, la autoconfrontación textual –‘yo soy el tema de mi libro’– que caracteriza la escritura autobiográfica” (Molloy 13). Por su parte, en Europa, Karl Weintraub o el mismo Lejeune han vinculado el surgimiento del “discurso autobiográfico” con el discurso ilustrado y el emerger de una conciencia histórica en los albores del romanticismo, para llegar a convertirse, en el siglo XX, en una expresión muy consistente de la individualidad y la conciencia temporal del hombre moderno.
Lo que aquí interesa no es, pues, preguntarse acerca de la aparición empírica de la autobiografía en Chile, sino sobre su reconocimiento como concepto y objeto de un discurso literario. ¿Qué pasa con los textos autobiográficos a principios del siglo XX, en el momento en que comienza a profesionalizarse la labor del escritor y emerge la crítica periodística en los nacientes medios de prensa? ¿Qué estatus se les da? ¿Cómo se posicionan respecto de la “literatura”? ¿Qué persiguen los relatos? Particularmente, en este artículo, ¿cómo se presentan a sí mismos? Son preguntas que he procurado ir despejando a lo largo de una investigación más amplia, centrándome en el ambiguo posicionamiento genérico y literario que plantean los propios textos.
AUTOJUSTIFICACIÓN Y BUEN TONO
“Las autobiografías hispanoamericanas no son textos fáciles”, advierte Sylvia Molloy (17), analizando aspectos particularmente complejos de su recepción. Bajo la idea de que constituye tanto un modo de escritura como de lectura, plantea que la autobiografía ha sido invisibilizada, tratada principalmente como fuente histórica, elidida en tanto texto que desarrolla sus propias estrategias y propuestas discursivas y estéticas. Sugiere, pues, la relectura de un vasto corpus desconocido, desde la especificidad de sus condiciones de producción y recepción.
Entre los desafíos que los críticos hallarán para esta tarea, se encuentra la asimilación frecuente de los textos autobiográficos y memorialísticos [4] a formas de la ficción o la historia (como se puede comprobar incluso hoy, en una serie de consultas rápidas en un catálogo de biblioteca). En Chile, son fundamentales en el trabajo de historiadores como Rafael Sagredo, Manuel Vicuña y muchos otros que comienzan a indagar en las pequeñas historias de lo cotidiano y que recurren a ellos como importantes fuentes de información, sin que por ello se repare específicamente en su estatuto textual. Sin embargo, aparte de ser fuentes valiosas, estos textos importan formas y estrategias de autorrepresentación de la experiencia subjetiva que trabajos como el de Molloy procuran hacer visibles.
Por otro lado, la omisión de sus particularidades textuales ha hecho que estas autobiografías hayan sido leídas desde la incertidumbre. Sin una tradición crítica asociada al género, que oriente la producción ni menos aún la lectura, se instalan en un espacio ambiguo. Desde esa posición fronteriza, enfrentan la burla, la desconfianza, la crítica de sus contemporáneos. Es en este sentido que la investigadora argentina cita a Victoria Ocampo: “que me perdonen la vida” (17). A Molloy, la frase le parece representativa: “la idea de transgresión evocada por la frase y el poder que en apariencia da al lector para que conceda un indulto, son frecuentes en estos textos” (17). Muchos de ellos despliegan una tímida retórica autojustificatoria, amenazados por el asedio lector, como ocurre en el texto de la chilena Martina Barros, Recuerdos de mi vida (1945), con prólogo fechado en 1907 y publicado post mortem:
Mucho he trepidado antes de resolverme a realizar este deseo tan largo tiempo acariciado. Me parecía vanidoso suponer que en mi vida hubiese algo que mereciera recordarse; pero me daba a mí misma como excusa que bien valía la pena narrar las transformaciones que he presenciado en la sociedad, y recordar las personas ilustres que me ha tocado en suerte conocer. Sin embargo esto lo combatía en seguida con la reflexión de que cualquier escritor que hiciese la historia de nuestra época tendría que narrar todo eso con más interés que yo, que solo puedo limitarme a reproducir mis propias impresiones (9).
La autocensura, desplegada estratégicamente en las primeras páginas de un texto como el de Barros, es usual entre los autobiógrafos y memorialistas de fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX en Chile, confabulando para ello, a mi juicio, no solo el temor al descrédito, sino también un rasgo muy particular de la clase dirigente de este país: un fuerte sentido del decoro y la apariencia, la cultura del “buen tono”[5] y la declarada austeridad que le serán características. Los primeros críticos literarios, como el conservador Pedro Nolasco Cruz, también la valoran y demandan; así se expresa, por ejemplo, de Recuerdos del pasado, de Vicente Pérez Rosales, entre cuyos aspectos más destacables se encuentra el no hablar de sí mismo “en primera línea” (vol. II, 65):
Los varios incidentes de su vida tan agitada están referidos con gracia ligera, con ingenuidad maliciosa y modestia encantadora. La modestia es cualidad relevante en Pérez Rosales y es una de las que lo caracterizan. Refiriendo su propia vida, tiene el mérito singularísimo de hacer a un lado su persona en la narración y de eclipsarse con la mayor delicadeza (…). Entre los autores de este género es común pecar por cierta exhibición de la propia personalidad… (72).
También entre las artistas e intelectuales de los sectores emergentes aparecen inhibiciones sociales, que revelan las dificultades de hacerse con una voz y plantear una propuesta literaria, en un campo que se profesionaliza lentamente. Los propios autores cuestionan su autoridad y el valor que puede ofrecer para los lectores su relato autobiográfico. En un texto publicado en 1966, bajo el título Memorias de un hombre de teatro, Nathanael Yáñez Silva plantea: “Yo sólo podía escribir acerca de la clase media, o de la clase alta, que había conocido de paso. Mi vida no tenía aventura, no había salido de Santiago, y si alguna vez fui al campo lo hice por vacaciones, conociéndolo sólo desde los asientos de mi coche, y nada más…” (27), párrafo que traduce la aceptación de la singularidad de las clases altas, desde el lugar de quien afirma un origen humilde y anónimo. La tensión se produce entre la necesidad de decirse y compartir una experiencia vinculada con el quehacer artístico y cultural, que amerita ser reconocida, y por otra parte, la anulación, la tachadura o rebajamiento del yo frente a los lectores que pueden demandar de las memorias y autobiografías narraciones “extraordinarias”.
Por otra parte, muchos de estos autores revelan no solo su temor a ser juzgados por lo que dirán, sino también por cómo lo harán, subrayando su condición de escritores ocasionales. Se excusan por la transgresión que implica hablar de uno mismo pero también por hacerlo sin ser profesionales o, en algunos casos, ni siquiera letrados; sospechan y temen la indiferencia o el desprecio de la crítica y los lectores. Hay varios ejemplos de ello. El ex soldado de la Guerra del Pacífico Arturo Benavides se disculpa por su libro, ajeno al estilo “galano” de los escritores (Seis años de vacaciones, 1929); Rita Salas Subercaseaux, bajo el seudónimo “Violeta Quevedo” involucra en Antenas del destino (1951) ambos problemas, esto es, qué escribir y cómo hacerlo: “Muchas preguntarán: ¿quién fue la autora de ese consejo [de escribir] que tan a lo vivo me ha convencido, sabiendo que el escribir impresiones tiene tantos contrarios, máxime si carece de gran reputación literaria aquél que las escribe?” (37). Ya bien entrado el siglo XX, plantea René Montero en sus Confesiones políticas (autobiografía cívica), de 1958:
No necesito insistir ante los que lean estas páginas en que carezco de un estilo fluido. Ya creo haber dicho que la conciencia de mis limitaciones me ha herido más de una vez como un cilicio (…) No intento ni siquiera bosquejar la historia de este tormentoso periodo tan intensamente vivido. Es una tarea para la que me faltan fuerzas y aptitudes… (77).
Resulta particularmente significativo que incluso uno de los escritores más prestigiosos y con más adeptos de la primera mitad de siglo, Augusto D’Halmar (1882-1950), aluda a la censura social y la necesidad de autojustificar estos relatos, aunque en su caso, esta constatación da origen a una singular reflexión metanarrativa y a una particular estrategia de autorrepresentación, que se distingue de los mecanismos más convencionales, gestionados o imitados por otros autores de estos textos. Sus Recuerdos olvidados, publicados en La Nación entre 1939 y 1940 y editados por Alfonso Calderón en 1975, se inician con el capítulo “Del yoísmo en las letras”, donde se da cuenta de la censura practicada particularmente en Chile a los textos autobiográficos:
Al ir a ocuparme en público, de mis recuerdos íntimos, siéntome cohibido por cierto cargo que se me viene imputando, nada más que en este país, que es el mío, y tan sólo desde mi reingreso, en una verdadera confabulación de malas voluntades y con una mala fe descorazonadora. Se tratara de una injusticia contra mi obra, francamente no me alteraría ni me esforzaría en justificarme, persuadido de que siempre lo hará mejor la posteridad; pero el tal reparo paréceme al propio tiempo un contrasentido en arte, y esto ya merece esclarecerse y, si es posible, dilucidarse.
Cuántas veces en artículos o conferencias, donde entra en juego mi memoria y que constituyen mis memorias, he requerido a mi propio yo, para hacerlo actuar entre los acontecimientos en que personalmente intervine y para relatarlos en primera persona, otras tantas veces se me ha llamado al orden, sin miramiento y con animosidad, calificando mi uso, de abuso, e infligiéndome tercamente una lección de compostura, de recato, de buenas formas… (D’Halmar 15-16).
La contención exigida, explica D’Halmar, es local. Como se sabe, él fue un viajero –mítico en nuestra literatura es el llamado “hermano errante” de Los Diez–, que seguramente se sintió menos cohibido en el extranjero que en Chile, donde su homosexualidad era un secreto a voces –Alone será el primero en abordar el tema, en 1962– (v. Galgani) y probablemente constituía, como otros aspectos de su vida y su creación, una transgresión o excentricidad poco tolerable. Quizás por lo mismo, logra llevar un poco más allá que sus contemporáneos la reflexión sobre el carácter íntimo de su escritura, reconociéndole un valor que otros le niegan; para él, la narración a partir del yo añade un sabor irrepetible a una historia, algo que no podrá tener “nunca la de un simple cronista, ni siquiera la de un historiador”: “La preferencia que suele concedérsele a las autobiografías y que se hace extensiva a las biografías, vendría a indicarnos, sin embargo, todo el atractivo de la literatura confidencial. Y como viene a ser harto menos que frecuente y fácil que la impersonal, sería cosa, si no de sobreestimarla, de justipreciarla, al menos” (19). No aclara, D’Halmar, dónde se le daría esa “preferencia”, que parece contradictoria respecto del resto de su argumentación.
Pero, si bien D’Halmar defiende que no hay que tomar “al pie de la letra el yo en que un escritor se desdoble, pues no pasa de ser una ficción más y uno más de sus personajes” (20) y ha emprendido toda una defensa de la escritura en primera persona, renuncia a utilizar esa voz: “precisamente ahora, echando mano del subterfugio de un comodín imaginario, no me voy a servir de esa primera persona, que tanto se me ha echado en cara, y no ciertamente como concesión a mis detractores, sino para rehuir hasta la menor veleidad narcisista y por repugnancia a todo exhibicionismo” (20). De este modo enmascara, con ironía, el relato en que comenzará a narrar, en tercera persona, la vida y aventuras de “Jorge Cristián Delande”, personaje nacido en el mismo año y circunstancias que el propio D’Halmar, esto es, una autobiografía encubierta, lúdica, en que un lector detective va hallando las huellas de la vida de su autor, a través de las señas falsas del protagonista.
A este ejemplo se suman otros, que nos hablan de las dificultades de escribir sobre uno mismo en Chile durante toda la primera mitad del siglo. Entre los críticos, Raúl Silva Castro, en uno de los primeros ensayos que abordan particularmente este tipo de textos en nuestro país, “La memoria personal” (incluido en su Panorama literario de Chile, de 1961, y que curiosamente ignora un texto interesante, como el de D’Halmar), plantea lo siguiente: “Al dedicar, pues, un capítulo especial de este Panorama a los autores de memorias íntimas, nos apresuramos a rendir respetuoso y cordial homenaje de simpatía a cuantos vencieron los escrúpulos aludidos y no temieron exponer algo de su intimidad, en forma literaria, al juicio de los extraños” (Silva Castro, Panorama 472). Este homenaje se realiza habida la gran cantidad de textos de este tipo que jamás llegaron, según el autor, a ver la imprenta: “No se les ha vuelto a ver nunca más, y se teme que hayan sido definitivamente destruidos. La revelación de intimidades de la vida humana, aun cuando no sean flaquezas ni delitos, suele producir pavor en ciertas almas tímidas” (Silva Castro, Panorama 472).
Sin embargo, el propio crítico es ambiguo; tan pronto les exige sinceridad a los autobiógrafos, como luego los critica por su impudor. De Recuerdos de mi vida, de Martina Barros, escribe: “… nos dejan gusto a poco. Se nota que no ha querido rozar a nadie, y que no desea con su obra escandalizar a ninguno de los suyos” (Silva Castro, Panorama 482), mientras que de las Memorias de un tolstoyano (1955), de Fernando Santiván –ciertamente entre las más audaces de la primera mitad del siglo– comenta, con escrúpulo: “Insistimos en que hay sinceridad extrema” (Silva Castro, Panorama 486).
LA AUTOBIOGRAFÍA COMO EXCEDENTE
Pero las ambigüedades o perplejidades frente a este género de difícil confrontación crítica, que al menos en Chile se traslapa con otros formatos textuales (en Arenas del Mapocho, de 1941, su autor, Ricardo Puelma, incluye un refranero y hasta cotizaciones de imprenta), no obedecen solo al problema del pudor y el impudor, y es difícil identificarlas y estudiarlas porque despuntan aquí y allá. El mismo Raúl Silva Castro ofrece un ejemplo en su relato de factura autobiográfica, R. S. C. (1935), que presenta a modo de excedente de trabajo, superponiendo a la representación de su experiencia vital, textos de carácter ensayístico y crítico:
Cuando un hombre que durante años permaneciera curvado sobre los libros ajenos, tratando de servir de intermediario a autores y lectores (…) quiere escribir un libro de tono subjetivo, parece oportuno recordar el “anch’io sono pittore”. No es sin embargo un deseo de emulación el que me impulsa. Obedezco a una necesidad más profunda. Mientras estuve leyendo con ánimo fiel los libros que salen diariamente y dando noticias de ellos en mis gacetillas y crónicas literarias, fui haciendo, para mí, algunas observaciones generales. En mis artículos puse, por lo común, las particulares, concretadas a un autor, a veces sólo a un libro. Quedaba un remanente. Iba a llegar un momento en que bajo una cubierta de papel se hinchara una masa de notas y de recortes, que parecería un libro en gestación. ¿Por qué no darle forma? Si antes, dominado por el deseo de servir de puente entre planos que no se conocen, aspiré a ser objetivo, hoy quiero ser subjetivo. He debido revisar mi concepto del mundo y de los hombres, interrogarme a mí mismo en horas de soledad o de solitaria compañía. Así se formó lentamente este manojo de pliegos, en los cuales se verá más de una vez el delirio de la pasión. Sé bien que no hay serenidad en él; me lamento de que a veces sus páginas hayan nacido sobradamente serenas. Debí ser más audaz y debí haber dicho, con voz más recia todo lo que pasaba por mis ojos. No creo haberlo conseguido sino en pequeña parte (11-12, las cursivas son mías).
Hay en este breve pasaje, en que subrayo algunas frases referentes a su origen como excedente arbitrario, una serie de presunciones sobre lo que ese “manojo de pliegos” de carácter “subjetivo” debiera ser, ese libro formado por acumulación de materiales que, sin embargo, tiene que ser producto de algo más que un proceso de emulación y además debiera haber sido “más audaz” y más “recio”, pero no lo es. Pese a todas estas precisiones, Silva Castro no se atreve a presentar su texto “subjetivo” como autobiografía propiamente tal (sobre todo la primera parte del texto, referida a la infancia, lo justificaría). En sus primeras páginas, incluso, procura disfrazarse él mismo de “novelista”:
El novelista –¿por qué no?– quiere evocar todas las casas en que ha vivido, llevar al lector por los meandros de sus recuerdos, hacerle sentir la misma nostalgia que él siente, y pronto ha de darse cuenta de su fracaso. Una sensación elemental, acaso de baja categoría estética, basta para desatar en su alma una oscura y silenciosa cascada de pensamientos. Las palabras con que habrá de traducir esa sensación causan en su lector un deleite mucho menos intenso y no le ocasionan ninguna conmoción especial, a no ser que haya entre los recuerdos del novelista y del leyente una similitud peculiarísima (…) Supongamos que yo intento ser ese novelista… (Silva Castro, R.S.C. 13-14).
Silva Castro iguala la memoria autobiográfica a la del novelista, esto es, aproxima dos modos de representación: referencial y ficcional. El primero está dado desde el título de su texto: las iniciales R. S. C. remiten a su identidad, a su nombre propio que, como diría el crítico Philippe Lejeune, es el tema profundo de la autobiografía (Lejeune 73). Según dicho autor, éste sería el único dato intratextual tangible en que se puede apoyar la noción pragmática de “pacto autobiográfico”, contrato de lectura constitutivo del género[6]. Aparte de las iniciales hay otras marcas o datos que pueden ser contrastados extratextualmente, como el colegio en que estudió, su familia, los lugares que visitó, las casas en que vivió. ¿Por qué Silva Castro prefiere referirse, entonces, a la “novela” como espacio depositario del recuerdo? ¿Por qué presentarse –aunque en un juego hipotético– como novelista y no como autobiógrafo o memorialista? En su Historia crítica de la novela chilena (1843-1956), publicada en 1960, entrevemos una posible respuesta: porque hasta ese momento la autobiografía sigue siendo un género devaluado. Frente a la eventual clasificación de El cautiverio feliz como “novela histórica”, él mismo escribe que se trata, a su juicio, de “mera autobiografía” (14, el subrayado es mío), género que asimila al de las memorias y que cree fundado principalmente en la observación histórica, lejos de toda urdimbre “novelesca”.
PAPELES QUEMADOS
Las autobiografías serán textos reconocidos tardíamente, la mayor parte bajo la forma de autopublicaciones. Nuestra incipiente crítica las juzgará con parámetros literarios que hasta muy entrado el siglo responden principalmente a los modelos románticos franceses, no solo aceptándolos sino también oponiéndose a ellos (como es el caso, muy conocido, de Pedro Nolasco Cruz); por otra parte, arrancan de conceptos literarios desfasados respecto de la crítica y la teoría literaria que acompañan el devenir de los géneros europeos. En una suerte de limbo o paréntesis silencioso, los textos autobiográficos tampoco aparecen vinculados con los discursos o planteamientos estéticos que durante ese período surgirán en el ámbito de la narrativa nacional, como la aparición de tendencias de corte nacionalista y criollista y sus disputas con el llamado “imaginismo”, o de propuestas muy particulares en su relación con el modernismo latinoamericano (por ejemplo, aquella corriente que Bernardo Subercaseaux denomina “espiritualismo de vanguardia” y que tanta relación dice con la configuración de un yo íntimo).
Otros desfases del género en Chile se deben a que varios de los textos del corpus han sido escritos con bastante anterioridad a su publicación, probablemente porque sus autores prefirieron que sus relatos se dieran a conocer más tarde, incluso después de su muerte[7].
La noción de “campo”, sustentada por el sociólogo Pierre Bourdieu, ha sido empleada por José Joaquín Brunner y Gonzalo Catalán (1985) para abordar la situación literaria chilena precisamente entre 1891 y 1925, período de pronunciados cambios sociales y políticos en que se produce un desplazamiento de dicho campo, desde la llamada “constelación de las élites” –marcada por cierta indiferenciación de lo político y lo literario y un predominio absoluto del grupo oligárquico en la construcción de los discursos– a un nuevo orden literario, de carácter moderno, donde comienzan a diferenciarse los ámbitos político y literario y, al interior de éste, los diversos géneros de producción. El concepto de campo supone la presencia de nuevos actores, los escritores profesionales, quienes intervienen en el juego de instalación del valor literario al lado de otros agentes, como los críticos, editores, periodistas y otros. La autonomía del campo se produce en la medida en que establece su propio nomos y codifica sus prácticas.
La institución y valoración de los géneros literarios forma parte del juego dinámico del campo. Por eso, al preguntarnos sobre el posicionamiento estético de la autobiografía en Chile en la primera mitad del siglo, inevitablemente hay que apuntar, como se ha dicho, no solo a su aparición empírica (muchos textos del período llevan por título o subtítulo el término memorias; prácticamente ninguno se presenta como autobiografía), sino también a las voces que la reconocen y singularizan a través de un discurso crítico y una serie de operaciones de lectura y clasificación aparentemente menores, como es el caso ya citado de Silva Castro.
Hasta fines del siglo XIX, es frecuente hallar memorias con aspectos autobiográficos y autobiografías que en muchos segmentos parecen más bien memorias o crónicas. Escribe el historiador Manuel Vicuña:
Todas las memorias escritas por aristócratas oscilan con soltura entre la vida privada de sus protagonistas y el curso, agitado o sereno, de los asuntos públicos. (…) Con arreglo a las convenciones del género, sus memorias hablan del acontecer público del cual fueron testigos y/o actores privilegiados; las suyas quieren ser voces eminentes y autorizadas de una historia ilustre digna de ser recordada. Ello no obsta para que relaten, cierto es que sin penetrar a fondo en lo recóndito de la existencia, aspectos de la vida privada de sus autores, hecho que emparenta a estas obras con las autobiografías modernas, modalidad testimonial proclive al escrutinio del sujeto y a la exposición de su intimidad (77).
La combinación que Vicuña menciona, de observaciones y comentarios políticos con algunos elementos más subjetivos, caracteriza a estos textos, sobre los cuales es difícil hallar mención en las historias literarias o catastros bibliográficos. En lo que respecta al siglo XIX, textos muy posteriores no los mencionan, como por ejemplo la Estadística bibliográfica de la literatura chilena, de Ramón Briseño, que aborda el período 1812-1876 y es publicada entre 1965 y 1969 por la Biblioteca Nacional. En 1910, año del Centenario de la República, Luis Ignacio Silva publica La novela en Chile, cuyo título pudiera encubrir una reflexión sobre otras narrativas, pero no es así: no hay aquí interrogantes sobre las relaciones entre ficción y realidad, como sí comienzan a despuntar un poco después, en textos de Edwards Bello o incluso Pedro Nolasco Cruz, quien incluye a varios autores de textos autobiográficos en sus Estudios sobre la literatura chilena (3 volúmenes, 1926-1940), como Pérez Rosales, Ramón Subercaseaux e Iris, ocupando expresiones como “memorias” y “literatura íntima”, aunque confiriéndole a estas producciones un lugar menor: “La obra literaria de Iris, considerada en conjunto –comenta– nos presenta a una escritora que, por medio de géneros literarios secundarios (cuentos, novelas cortas, charlas, viajes) procura hacer resaltar su individualidad” (vol. III, 115). La autobiografía tampoco encuentra lugar en un texto temprano de Raúl Silva Castro, Fuentes bibliográficas para el estudio de la literatura chilena (1933), ni en otro, altamente informativo, de Januario Espinosa, La carrera literaria (1941). No aparece individualizada en valiosos documentos posteriores, como el Boletín del Instituto de Literatura Chilena (1961-1968) o, más recientemente, el Diccionario de la literatura chilena, de Efraín Szmulewicz (1977). Quizás los primeros textos en que se abordan las autobiografías como tales, sean Memorialistas chilenos, de Alone (1960) y el capítulo “La memoria personal”, ya citado, documentos que recogen no solo textos del siglo XX, sino que se remontan a otros más antiguos, incluso el Cautiverio feliz.
En Chile, el problema de la autobiografía comienza a perfilarse junto con la aparición de una crítica literaria especializada. Entre las precursores de la crítica en Chile se encuentra el sacerdote francés Emilio Vaïsse (Omer Emeth), quien nos ofrece, junto a su sucesor en la palestra de El Mercurio, Hernán Díaz Arrieta (Alone), algunas pistas sobre los prejuicios y conceptos que se tejen en torno al género, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Alone relata, en “Recuerdos de Omer Emeth”, aspectos de la correspondencia sostenida con el sacerdote mientras éste se hallaba en Francia (1930- 1934). Le solicitaba que escribiera sus memorias, haciéndole ver
el interés de este género, documento fidedigno por un lado y, por otro, relato novelesco, efusión poética, disquisición filosófica, psicológica y hasta pedagógica, todo bebido en la fuente original, inédita, puesto que nadie puede conocer mejor al autor de las memorias que el propio memorialista, y las noticias que él proporciona sobre sus experiencias son únicas (Díaz Arrieta).
El crítico chileno considera de interés para los lectores conocer esta historia de vida, trenzada con el desarrollo de la literatura en Chile. Le responde Emeth: “Aquello es, en efecto, hacedero, aunque deba yo fiarme únicamente de mi memoria. No he tomado apuntes ex profeso en ninguna época de mi vida y algunas páginas que sobre eso escribí, ahora veinte años, las quemé en un acceso de neurastenia, hace cosa de cuatro o cinco años. Tampoco he conservado cartas. Cuando estuve a punto de partir, quemé, sin leerlo ni revisarlo, todo papel escrito mío y ajeno” (VII). Y agrega: “cuanto a fechas (…) estoy mejor provisto, porque conservo la documentación que me fue exigida cuando se trató de jubilar. Mero esqueleto cronológico. Pero aquello podrá servir de base. Para todo lo demás, habré de girar letras sobre mi memoria” (VII) El sacerdote está dispuesto a hacer ese giro, pero siempre y cuando la imaginación no intervenga: “Escribiré, pues, pero si veo que la imaginación me lleva haré una nueva quemazón y ¡adiós! Lo que me da un poco de confianza es el hecho de que mi memoria es buena en todo lo que atañe a paisajes y personajes” (VIII).
A la postura de Omer Emeth, quien considera importante documentar el trabajo memorialístico, se opone la de Alone, más subjetivista y moderna, donde se perfila el concepto de “memorias personales” (sin referirse explícitamente a la autobiografía):
pese al escepticismo de que hacía alarde, don Emilio respetaba no solamente los dogmas religiosos sino algunos más que él mismo se había impuesto y que en vano trataré de discutirle. Entre ellos, ese supersticioso amor a una verdad que nunca se sabe a punto fijo en dónde se encuentra. La idea de conceder un poco a la fantasía hablando de sí mismo le repugnaba; parecíale un atentado contra el séptimo mandamiento y un desacato a sus lectores. Yo le alegaba el título de las memorias de Goethe “Realidad y Poesía” y el hecho de que es psicológicamente imposible hablar de sí mismo juzgándose tal como uno es o como los demás creen que es, sin agregarle cierta aureola, aunque sea la de la santa humildad. Acaso en él influía, al mismo tiempo, la convicción de que las memorias personales pierden su gusto, el gusto de escribirlas y el gusto de leerlas, si no se dice en ellas todo, integralmente, sin omisión alguna, en especial aquello que menos deseamos decir, lo que levantaría más protestas, en suma, las que se llaman indiscreciones (en Díaz Arrieta).
En suma, Alone comprende que este ejercicio no es más que una forma de representación y pone en duda la posibilidad de ser objetivo, esto es, de contar la vida a cabalidad (pretensión, la de escribir la vida, que llevaría a vivir otra vida completa solo con ese fin). Para él, las memorias personales requieren de un filtro, de la intromisión de la imaginación, porque intuye que el yo autobiográfico es, como el de Goethe, Realidad y poesía (Dichtung und Wahrheit, poesía y verdad). Es por ello que, a diferencia de lo que ocurre con Silva Castro, se percibe en él no solo el reconocimiento del género, sino también su adhesión, la cual se refleja en que escribiera su única novela, La sombra inquieta (1915), en el registro del diario íntimo. También deja testimonio de su fascinación por los textos autorreferenciales en sus propios diarios. Allí escribe, con fecha 20 de mayo de 1947:
Ah! leer lo que uno quiere, disponer sus lecturas, elegirlas y ordenarlas libremente, es como organizarse la felicidad. A mí me gustaría, por ejemplo, entre otras cosas, juntar una gran colección de Memorias, Diarios, Confesiones y en general, documentos íntimos, Cartas Privadas, etc., leerlas bien, compararlas, saborearlas y describirlas. Es uno de los géneros que hallo más agradables. Y Crítica. Historia Literaria, Biografías de Escritores, Técnica Literaria: todo eso también me gusta. ¿Para qué más? Novela, cuento, poesía, sí, bien; pero lo otro ah! lo reúne todo, es un compendio. Con decir que la Correspondencia de Flaubert, mal escrita, según aseguran, me ha hecho gozar más que Mme. Bovary y Salambó…” (Alone, Diario íntimo 317).
Sin embargo, esta posición resulta minoritaria. Prima la visión que pretende hacer objetiva la narración memorialística y, por lo mismo, la necesidad de sostenerla en una firme base documental (la lamentable ceniza de los papeles quemados por Omer Emeth). Si bien muchos textos incursionan, sin mediar reflexiones, en los desdeñados terrenos de la imaginación, esta postura es predominante hasta entrada la década de 1930. De este afán documental da un ejemplo más el intercambio epistolar entre María Flora Yáñez y su padre, el político liberal y fundador del diario La Nación, Eliodoro. Ella le solicita que escriba unas memorias y él contesta lo siguiente:
En cuanto a lo que me pides (…) no creo, mi hijita, que encontraría en mí el reposo y la serenidad que se requiere ni creo que podría hacerlo, falto como estoy de documentos y entregado por completo al recurso un tanto vacilante de mis recuerdos. Es difícil y a veces peligroso, juzgar el pasado a través de la opaca neblina de nuestra memoria; sólo es posible dar impresiones, es decir, la huella que los acontecimientos han dejado… (cit. en Yáñez 63).
La palabra “impresiones” aparece en otros textos, como por ejemplo el de Barros, rodeada de justificaciones. De llegar a publicarlas, dice Eliodoro Yáñez, lo haría por un asunto privado, familiar: dejar un recuerdo a sus nietos. Pero no le parece de interés para los lectores de su tiempo.
AUTOBIOGRAFÍA Y VERDAD
Eliodoro Yáñez murió en 1931. Hacia esta fecha, entre los muchos textos que hemos consultado solo en uno de ellos se utiliza, propiamente, la palabra “autobiografía”. Lo hace el misionero capuchino Ernest Wilhelm de Moesbach (1882-1963), quien viene de una tradición cultural europea (como ya se ha comentado, la palabra “autobiografía”, en Alemania, es de una trayectoria más vasta: aparece por primera vez en boca de los hermanos Schlegel, a fines del siglo XVIII). Moesbach entrevista a Pascual Coña, quien ofrece un relato oral que el alemán titula Testimonio de un cacique mapuche. Un texto de difícil abordaje, porque fue dictado en mapudungun y transcrito a uno de los alfabetos de esta lengua por el propio sacerdote, quien además traduce la narración al español. Hay, pues, una autoría compartida, pero además se trata de un relato que emerge de una serie de traducciones e intermediaciones textuales que permiten cuestionar su estatuto autobiográfico (que Moesbach defiende).
El resto de los autores estudiados presentan sus textos como memorias y, como ya se ha dicho, incluso en los años 60 Alone prefiere hablar (al menos públicamente, y desde una perspectiva crítica) de “memorias personales”, en tanto Silva Castro plantea el uso genérico de “memoria”, “ya que dentro de él habría que diferenciar, por sus alcances, los diarios íntimos, las reminiscencias sin cronología definida, y muchas otras formas menores de recuperación del pasado al través del espíritu de su autor” (Panorama 471); marcamos la expresión “reminiscencias sin cronología definida” por lo rebuscada que resulta, frente a la posibilidad de enunciar otras formas escriturales conocidas ya en aquel tiempo (la carta, las confesiones, la autobiografía, la novela autobiográfica). Por otra parte, queda claro que, a mediados del siglo, mientras en Europa teóricos como Georges Gusdorf teorizan sobre las relaciones del bios y el autos (la vida y la conciencia que los autores tienen de ella, sus relaciones con la memoria y el olvido) en Chile estos géneros son considerados “menores”, aunque en el caso de Silva Castro hay un reconocimiento de ellos como textos: “no se trata, sin embargo, de [recoger] las memorias en cuanto auxiliares de la reconstitución histórica sino como documentos interesantes a la exploración de la sensibilidad literaria en aquellos autores que hayan tenido la curiosidad de escribirlas y de publicarlas” (Panorama 471). Y algo más nos dice sobre la valoración de estos textos:
Lo que se ha tomado en cuenta para traer al escrutinio estas memorias, es su valor literario, su riqueza como confesión espiritual, la relativa abundancia de sus impresiones sobre la vida, el grado de su sinceridad, la elevada ejecución, en fin, del estilo literario, cuando el escritor ha tenido en vista no sólo contar lo que vio y supo, sino también decirlo bellamente (Panorama 471).
La mayor parte de los textos no sale bien parado de este examen; como se ha dicho, muchos pecan de defecto o exceso en por lo menos uno de los puntos que Silva Castro propone observar: su sinceridad. Este valor será decisivo en las primeras aproximaciones críticas que, en Europa, se hacen a la autobiografía. Incluso sus detractores ponían el acento en el valor de verdad de la narración autobiográfica, como se puede ver en un fragmento publicado en Athenäum por los hermanos Schlegel, quienes adjudican la escritura autobiográfica a prisioneros del yo, neuróticos, mujeres y mentirosos. Los llamados autobiógrafos son para ellos, en realidad, autopseustas, individuos que “mienten sobre sí mismos” (cit. en Catelli 10). Esta mirada de sospecha acompaña el desarrollo del género: las desconfianzas de los críticos, el desdén de los lectores y, muy particularmente, los temores y desafíos de los autores, que obsesivamente se refieren al tema de la verdad. Lautaro García, en Imaginero de la infancia (1935), advierte que en sus memorias no dará cuenta de una realidad objetiva: “Si bien es cierto hay en ellas mucha experiencia de una realidad verdadera, también contienen mucha realidad imaginada. Lo he hecho, tal vez, para no olvidarme de que tuve una edad feliz” (6); el empresario textil Blas Caffarena dice que contará “la verdadera VERDAD” (135), aunque los aludidos puedan sentirse algo molestos; en tanto, el escritor y periodista Joaquín Edwards Bello, famoso por sus novelas de carácter autobiográfico, que tanto escándalo causaron en su tiempo, explica por qué le ha costado decidirse a escribir sobre su vida:
Otro motivo para no escribir mis memorias consiste en la costumbre de algunos escritores nacionales de no hacer distinción entre lo imaginario y lo real. Yo creo que la narración de mentiras, cuentos o novelas, más o menos interesantes, está muy bien cuando se advierte al público la calidad del género. Hay que distinguir. No pocos novelistas de aquí confunden los campos de la realidad con los de la pura fantasía. Esto ha desorientado al público (Memorias 13).
Por último, ya en el año 1957, Rafael Frontaura recoge la palabra “autobiografías” en Trasnochadas, donde recuerda sus noches de bohemia y teatro y muy poco de su formación y su intimidad. Hacia esta fecha, se puede reconocer en su texto una mirada más cercana a la que hoy existe del género, aunque arrastra los mismos prejuicios sobre la sinceridad y verdad del mismo:
No, detesto las autobiografías. Siempre tengo la sensación de que el que está contando su vida con lujo de detalles piensa en el fondo presuntuosamente que su existencia es muy importante, que él mismo es algo así como el eje del mundo, y que sus experiencias son únicas y pueden servir de ejemplo al resto de la humanidad. Yo no he adquirido todavía el complejo de genio, que está poniéndose tan de moda (…) Me parece absurdo que escritores de la talla de Emil Ludwig o Stephan [sic] Zweig se hayan dedicado, como viejas chismosas, a quemar incienso y a publicar intimidades de hombres célebres, dejándose llevar a menudo por su apasionamiento político o de raza al mostrarnos el panorama de esas vidas, en lugar de crear, que es la misión del escritor y del artista. El chisme, el comentario inoficioso y la “copucha” intencionada todavía no han sido clasificados como ramas de la literatura (107).
Pocos pueden decir, como lo hace Joaquín Edwards Bello en Tres meses en Río de Janeiro (1911): “Yo lo digo todo: con mis libros podrían presentarme ante Dios como Rousseau con sus Confesiones” (43). La idea de hacer comunicable y transparente al yo, presente en textos clásicos, como el de Rousseau e incluso más antiguos, como los Ensayos, de Michel de Montaigne, o las Confesiones agustinianas, se vincula con el afán de verdad y sinceridad, que autores y críticos en nuestro país parecen asimilar con la narración “objetiva” o el apego documental al hecho histórico, predominante a lo largo de prácticamente un siglo en Chile.
A modo de conclusión de este capítulo provisorio en el examen de la historia y la crítica sobre las producciones autobiográficas chilenas, se puede recalcar que, entretejidas en los textos de la primera mitad del siglo, se encuentran, pues, una serie de ideas y prejuicios sobre la escritura de carácter autorreferencial, así como también una gran diversidad de estrategias retóricas, discursivas, que evidencian la historicidad de los sujetos representados y su experiencia, cuya productividad hermenéutica sobrepasa por mucho el uso documental. Una revisión de los textos surgidos en la segunda mitad del siglo XX, en que se recuperan otro tipo de experiencias y la propia literatura experimenta en el ámbito de la percepción y su productividad artística, permitiría contrastar y dar una mayor consistencia al panorama ofrecido en este artículo, que forma parte, como ya se ha dicho, de una investigación mayor, que se proyecta en ese ámbito y que, por cierto, necesitaba acercarse, en primera instancia, a la aparición de lo autobiográfico como objeto discursivo.
* * *
NOTAS
[1] Este artículo tiene su origen en el proyecto “Textos autobiográficos en el campo literario chileno (1891-1925): Construcciones identitarias y voces alternas”, financiado primero por la Vicerrectoría Académica de Investigación y Doctorado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, a través de sus concursos VRAID Inicio y VRAID Límite (2007-2008) y luego por FONDECYT Iniciación, proyecto N° 11080008, en que también han participado María José Delpiano, Esteban Castro y Ghislaine Arecheta.
[2] Esta lectura del período es propugnada particularmente por Gabriel Castillo F. en el texto ya citado.
[3] Que ella tituló de otro modo: Relación de las singulares misericordias que ha usado el Señor con una religiosa, indigna esposa suya, previniéndole siempre para que solo amase a tan Divino Esposo y apartase su amor a las criaturas; mandada escrebir por su confesor y padre espiritual.
[4] Hay muchos críticos que precisan los límites entre “autobiografía” y “memorias”, cifrándose en cuestiones como la veracidad (y comprobabilidad) de lo narrado, o bien, en el tema tratado. Al respecto, Philippe Lejeune plantea que la autobiografía es un texto que pone especial énfasis en la vida individual o historia de la personalidad. Por lo general, los críticos ven en las memorias un texto histórico más fidedigno y una buena fuente de información, dado que supondrían un carácter más objetivo y una mirada más cifrada en el contexto histórico que en la vivencia personal. Muchas de ellas se restringen, además, a un período determinado (uno, diez años) y se centran en un episodio particular (un viaje o una guerra, por ejemplo). Así, por ejemplo, escribe Fernando Alegría: “el memorialista tiende a recordar, el autobiógrafo a inventar, olvidando” (11), cita que refrenda la idea del carácter más bien subjetivo de la autobiografía frente a las memorias. Por mi parte, pienso que el corpus de este trabajo pone en entredicho la posibilidad de hacer este deslinde con precisión, ya que se trata de textos que recogen materiales y ensayan estrategias textuales muy diversas. En este sentido, cito una vez más a Molloy: “…desde la posición mal definida, marginal a la que ha sido relegado, el texto autobiográfico hispanoamericano tiene mucho que decir sobre aquello que no es” (12), más que plantear definiciones de contornos precisos.
[5] “…el buen tono sitúa a sus cultores en una suerte de Olimpo donde hacer es sinónimo de estar, donde en lugar de producir cabe representar, donde lo material se trastroca en imágenes de belleza, de alegría de vivir, de elegancia” (Barros y Vergara 65).
[6] Según Philippe Lejeune y su noción pragmática de “pacto autobiográfico”, es posible diferenciar entre autobiografía y ficción a partir de la identidad del nombre propio, compartido por el autor, el narrador y el protagonista de un relato. Lo que llama “pacto autobiográfico” es la afirmación de esa identidad en el texto, mediada por la lectura, esto es, que el lector, al ver que estas tres entidades comparten un nombre, puede afirmar con certeza que está leyendo una autobiografía.
[7] En el corpus, esto es así sobre todo en el caso de los autores nacidos entre 1840 y 1880, principalmente. Algunas de las autobiografías publicadas post mortem son las de Abdón Cifuentes, Crescente Errázuriz, Abraham König, Pascual Coña, Martina Barros, Ramón Subercaseaux, Inés Echeverría, Arturo Alessandrri, Pedro Errázuriz, Armando Donoso, Mariano Latorre, entre otros.
Anexo 1
Corpus de autobiografías y memorias, de autores que vivieron el período 1891-1925
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