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“Todas las escritoras no somos todas las escritoras”:
hacia una crítica feminista de la autoría en el nuevo milenio
(*)

"We, female writers, are not all the female writers”:
towards a feminist criticism of the new millennium’s authorship


Por Lorena Amaro Castro
Instituto de Estética, Pontificia Universidad Católica de Chile
lamaro@uc.cl

Publicado en Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos, Vol. IX, N° 2 (verano 2021)



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Resumen:
El siguiente artículo aborda la actual situación de la literatura escrita por mujeres a partir de una discusión iniciada en Chile en agosto de 2020 a través de la revista Palabra pública, en que alrededor de quince escritoras intervinieron acerca de las autorías literarias. El texto busca recoger los diversos flancos que se abrieron en esta discusión y reconstruye las condiciones en que emerge la polémica, en el marco post-estallido social chileno de octubre de 2019. Entre los temas que aborda se encuentran el concepto de autoría (según lo han trabajado Aina Pérez, Meri Torras, Nattie Golubov, entre otras críticas y teóricas), la incidencia de las redes sociales y plataformas virtuales en la construcción de esas imágenes autoriales, las relaciones entre individuo y comunidad en el ejercicio escritural (con ello alude a propuestas como las de las autoras Cristina Rivera Garza, Sara Uribe, Verónica Gerber, entre otras), la necesidad de una aproximación interseccional al feminismo y de una reflexión sobre las condiciones políticas y éticas de la sororidad, las tensiones entre literatura, feminismo y academia y las posibilidades y limitaciones de la crítica literaria para dar cuenta de estas nuevas realidades.

Palabras clave: Autoría, escritoras, Chile, crítica literaria, academia


Abstract:
This paper addresses the state-of-the-art literature written by women based on a discussion initiated in Chile in August of 2020 in the magazine Palabra Pública. On this occasion, around 15 female writers wrote about literary authorships. This text seeks to gather the different opinions displayed by the discussion and intends to rebuild the conditions in which this controversy emerges in the context of the October 2019 Chilean post-social uprising. Topics addressed in this article are the concept of authorship (according to Aina Pérez, Meri Porras and Nattie Golubov, among other critics and theoreticians); the impact of social networks and platforms in the construction of authorship; the relationship between individual and community in the writing exercise (proposed by female authors like Cristina Rivera Garza, Sara Uribe, Verónica Gerber, among others); the need of an intersectional approach to feminism and a reflection about the political and ethical conditions of sorority; the tensions between literature, feminism and the academy; and the possibilities and constraints of literary criticism to address these new realities.

Keywords: Authorship, Female Writers, Chile, Literary Criticism, Academy

 

 

Lo que diré hoy probablemente no sea para nada lo que pudiera haber dicho si la vida hubiese seguido el rumbo que presumíamos el año pasado, en la época en que empezó a gestarse este congreso, mucho antes del coronavirus, mucho antes de articular nuestras vidas en esta especie de película apocalíptica que hace unos meses nos hubiese horrorizado, mucho antes de la incertidumbre, de las muertes, de la vida entera experimentada a distancia. Me es imposible hablarles hoy sin reconocer de este modo las circunstancias en que nos escuchamos, los lugares tan diferenciados desde los cuales proponemos caminos para recorrer la pregunta “¿Cómo ser escritora?”, eje de este simposio al que nos asomamos desde nuestros cuadraditos domésticos de Alcalá, Barcelona, Santiago, Madrid, Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires, solo por nombrar algunos focos de esta novedosa experiencia que no terminamos de vivir en el sillón de la casa ni en la universidad, sino en un limbo virtual donde, sin embargo, se negocian tantas cosas y se construyen simbólicamente no solo las autorías, las autoridades o el género, sino las formas que para muchos constituyen, sin más, la realidad.

En mi país, sin embargo, hay otras realidades que horadan el pensamiento y la escritura. Qué distinto sería escribir si en Chile, donde habito, no sufriéramos un toque de queda hace más de seis meses, ni las violaciones a los derechos humanos, ni los ojos que la represión ha destrozado; qué distinto sería, también, si no hubiese existido el 18 de octubre de 2019, fecha en que un atrevido puñado de chicas escolares saltaron los torniquetes del metro de Santiago para decir “no fueron treinta pesos, fueron treinta años”, “no+”. Qué distinto sería si este 25 de octubre no hubiese ganado, con cifras aplastantes y esperanzadoras, la opción por una nueva carta constitucional en mi país.[1] ¿Qué habría escrito yo, sin esa rotunda interrupción del ritmo de toda una ciudad, que dibujó en nuestras bocas la palabra estallido, una palabra que se puede decir con temor, pero también con admiración, incredulidad, alegría y expectativas? ¿Qué podría escribir si en ese mismo horizonte no emergiera también, anudada con la rebelión social, la protesta feminista? ¿Qué habríamos escrito y leído en estos días lxs que estamos aquí, compartiendo ideas que revierten los conceptos universales de la autoría, sin la urgencia del #MeToo, del #NiUnaMenos, del #VivasNosQueremos y antes, mucho antes, sin el fundamental “lo personal es político”?

Puede que se pregunten qué tiene que ver todo esto con los estudios de autoría, con el género, con la autoridad. Con las escritoras. ¿A quién voy a referirme, a qué textos? Les confieso que primero que todo preferiría hablar del lugar y del tiempo en que nos reunimos a pensar esas escrituras, esas redes en que vamos tejiendo pacientemente nuestros vínculos con el mundo y en que nuestro propio trabajo crítico va quedando inscrito. Tengo la convicción de que hablar de autorías, de escritoras y de género, en un ambiente académico como este, es un asunto teórico y crítico, pero no por ello, como se cree a veces, una cuestión abstracta, que incumbe solo a especialistas, ni tampoco es un trabajo neutro, porque está preñado de significaciones ideológicas. El problema de las autorías es también nuestro problema, el de nuestras subjetividades y nuestros cuerpos, y quizás por eso ha transitado desde las ya lejanas pero pregnantes lecturas de Barthes o Foucault en el ámbito teórico francés, a los textos más recientes e imprescindibles de Aina Pérez, Meri Torras, Eleonora Cróquer, Ana Casas, Nattie Golubov, quienes se hacen cargo de la exclusión operada con las mujeres, pero también, aunque muchas veces sin subrayarlo, de textos invisibilizados en el diálogo norte-sur. Y hay aun otras exclusiones que señalar: porque si el autor y la autora son “objetos culturales” –a lo que se refieren en un texto mencionado ya varias veces en estos días Aina Pérez y Meri Torras (2019)–, es preciso considerar que el género en la autoría se vincula también con otras variables, como la clase social, la edad, la racialización. Es por esto que he involucrado desde un primer momento, en esta intervención, la violencia activada por la desigualdad y un sistema de privilegios que sin duda incide en la configuración de los campos literario y académico, al punto que es imposible comprender la literatura si no es bajo este prisma estético y político.

A esto se suma el empobrecimiento de un campo literario en que los espacios para la crítica y la discusión, al menos en mi país, merman cada día, a causa del cierre de medios de comunicación y la instalación de monopolios informativos que desplazan la discusión cultural a espacios dispersos, fragmentarios e intermitentes.

Es esta lectura del presente y del lugar desde el cual escribo, la que empuja también el rotundo título que le di a esta conferencia: “Todas las escritoras no somos todas las escritoras”. Un título que contraviene, a primera vista, las consignas más espontáneas, pero también las más fáciles, de sororidad, porque esta sororidad, que constituye una ética, debiera entenderse, creo, más que como una constatación a priori de una homogeneidad, como la construcción de un pacto, una alianza que no supone, o no tiene por qué suponer, una dudosa declaración ontológica de igualdad, sino por el contrario, un entendimiento entre lo que difiere y se encuentra. No debemos temerle a esto. La artista y narradora chilena Guadalupe Santa Cruz preconizaba hace 20 años estos “tiempos de goma”, en que “los conflictos parecen sofocarse, recubiertos rápida e imperceptiblemente por un discurso que pretende trascenderlos y para el que toda marcación de diferencia es leída como escollo, detención, accidente en un rumbo naturalmente prefijado, incuestionable y común” (2013: 80). Por el contrario, las diferencias debieran ser la llave de nuestras futuras conversaciones.

La frase del título, que no es mía,[2] surgió en el contexto de un debate que se dio en mi país en 2020, uno de los pocos que se han gestado en el ámbito literario en los últimos años, y que aborda las construcciones autoriales en relación con el género, tema de este simposio. El detonante de la discusión fue un texto mío publicado el 24 de agosto en la revista universitaria online Palabra pública, con el título “Cómo se construye una autora: algunas ideas para una discusión incómoda”. No quiero extenderme demasiado sobre esto, pero trataré de sintetizar en qué consistió este intercambio, que reunió más de quince textos de autoras chilenas e incluso también de México y Cataluña.

Pueden imaginarme en los últimos días de agosto de 2020, pensando precisamente en los temas que quería plantear en este congreso, proyectando algún texto en que pudiera mostrar la forma en que las escritoras chilenas han tenido que enfrentar las mil maneras de “acabar con la escritura de mujeres”, que describió detalladamente Joana Russ hace ya más de cuarenta años. Pueden imaginarme ideando en mi encierro la manera de vincular esa historia con nuestra contemporaneidad, buscando rescatar, en la línea de otros trabajos míos, una posible genealogía de autoras y sus estrategias, que fuera más allá de la excepcionalidad con que la crítica patriarcal ha revestido hasta ahora la escritura de mujeres en mi país. Si me hubiesen visto, tal vez no comprenderían por qué, entonces, reaccioné con vehemencia una mañana en que leí a una autora chilena quejarse por Twitter, por ese silenciamiento que tantas veces se ha descrito en el marco de este mismo simposio: “Hay una generación de escritores para los cuales las narradoras no existimos”. Quiero subrayar en la frase, más que el plural, el presente de la enunciación. Yo retuiteé lo que ella dijo con este texto: “Mucha preocupación de las autoras actuales por ser visibilizadas: en algunos casos recomendaría preocuparse y preguntarse antes por lo que se escribe, y también por promover la lectura de autoras históricamente invisibilizadas. Menos autopromoción”. ¿Por qué me había molestado el tuit de la escritora Montserrat Martorell? Este intercambio en Twitter probablemente hubiese quedado ahí, si ella no me hubiese respondido lo siguiente: “El tuit hacía referencia a la generación de escritores nacidos en los 30-40. […] No me refería a nuestra generación. Todas las escritoras somos todas las escritoras. Independiente de nuestro tiempo”. En su respuesta, además, etiquetaba a un colectivo al que pertenece y que fue creado en 2019, de nombre AUCH! (Autoras Chilenas).

El mensaje, en sí mismo contradictorio (“no me refería a las de mi generación, pero finalmente somos como las escritoras de antes”), y por otro lado, su manera de confrontarme, invocando para ello la fuerza de un colectivo, me incomodó bastante. Decidí escribir, entonces, el texto que ya les he mencionado, el cual generó a su vez una respuesta de la escritora Lina Meruane, quien forma parte de AUCH! A esta intervención yo contesté con un segundo texto. Luego arreciaron las columnas, como también las intervenciones, algunas muy viscerales, en Instagram y Facebook. No espero reproducir aquí lo que muchos llamaron e incluso celebraron como “la polémica”, pero sí señalar algunos puntos fundamentales de este intercambio, que son los que me interesa compartir en el contexto del simposio, procurando anudarlos con varias de las cuestiones aquí expuestas:

1. Escribí mi primer texto muy enfocada en el concepto de “invisibilización” que invocaba Martorell. Comparto con Meri Torras y Aina Pérez en su prólogo al imprescindible Qué es una autora, que la exigencia de visibilidad y legitimidad de las escritoras sigue vigente, como hace veinte años. Si revisamos estructuras de poder y promoción como festivales, premios literarios y jurados, los números evidencian la discriminación que sufren las escritoras.[3] Pero me parece que, por otra parte, la hipervisibilidad del actual régimen escópico de producción o diseño de sí, precisa de un examen cauteloso.

En su magnífico ensayo “Del anonimato a la celebridad literaria(pdf), la crítica Nattie Golubov refiere cómo, a pesar de la “muerte” preconizada por el postestructuralismo, la figura autorial se fortaleció en las últimas décadas, a efectos de

la consolidación de las grandes empresas editoriales multinacionales con una presencia mundial que, para extender y consolidarse, requieren la compenetración del campo literario con el mundo del poder económico y mediático, vínculo que se visibiliza a través del culto a la celebridad literaria y la transformación del nombre del autor en una marca registrada asociada con una amplia y diversa gama de mercancías, desde libros hasta autógrafos. (Golubov 2015: 31)

Para Golubov, “las mujeres escritoras no escapan a este fenómeno, incluso se benefician de él; pero veremos que su celebridad es problemática porque constata el convencional vínculo entre lo femenino, las mujeres y la cultura de masas” (2015: 31). Apunta, así, a las representaciones de las escritoras por sus cualidades físicas, “vendibles”, exaltadas también por agentes editoriales, y ve en ello una “desapropiación de las autoras”, de la que se desprende la actitud de muchas escritoras que prefieren no ser asociadas con conceptos como “literatura femenina” o “literatura de mujeres”. Las mismas operaciones de visibilización –que hoy no podemos observar sin pensar en lxs influencers, productorxs de una marca de sí mismxs que en algunos casos puede ser muy rentable– también ha llevado a que a veces autorxs con muy escasa obra o frágiles literariamente se posicionen en el campo literario, a costa de una imagen que no necesariamente se vincula con un trayecto de escritura. Este fenómeno se acompaña del adelgazamiento de los textos críticos, reducidos, en muchos casos, a una función celebratoria del mercado y de una literatura que llamaría “de borradores”, apurada, frenética y olvidable, que multiplica los “nichos”, los “públicos objetivos” o, como diría Remedios Zafra, los “prosumidores”[4] (2015: 29). ¿Empobrecimiento o democratización? Considero que es uno de los grandes puntos en debate.

2. En esta misma línea, cuando escribí el texto en agosto de 2020, me parecía que era necesario advertir sobre cierta instrumentalización de las autorías de mujeres por parte del mercado que, como sabemos, tiende a subsumir y domesticar todo tipo de rebeldías. No decía nada nuevo. Ya en 1993, en un texto seminal titulado “¿Tiene sexo la escritura?”,(pdf)[5] la crítica cultural chilena Nelly Richard ilustraba cómo este proceso “promueve insidiosamente la literatura de mujeres en tanto simulacro de una ‘diferencia’ (de gusto y sensibilidad) cuyo género entra a ser parte de la feria del consumo que multiplica banalmente la diferenciación de sus productos” (2008: 10), convirtiendo de este modo la llamada “literatura de mujeres” en poco más que un rótulo en los mostradores de las librerías. Desde esta perspectiva crítica, y coincido con ella,

no basta con la determinante sexual del ‘ser mujer’ para que el texto se cargue de la potencialidad transgresora de las escrituras minoritarias. Tampoco basta con desplegar temáticamente el tema de la mujer y de la identidad femenina para que el trabajo con la lengua produzca –y no simplemente reproduzca– la diferencia genérico-sexual. (Richard 2008: 22)

El acercamiento de Richard desesencializa concepciones que emergieron en los años 70 y 80, como las de la ginocrítica y la écriture féminine, para proponer enfoques que problematicen y complejicen aún más la relación entre el género, el cuerpo y el despliegue escritural. Como ella, Diamela Eltit promueve también en sus últimos textos e intervenciones el gesto de “democratizar la letra” (Abate y Erlij 2019: párr. 10), despojándola de las proyecciones biologicistas con que consciente o inconscientemente la marcamos.

3. El intercambio de textos que se produjo en mi país apuntó también, como ya anticipaba, a la cuestión de la sororidad, no solo por el tuit de Martorell, sino también por la respuesta que la escritora Lina Meruane dio a mi primera columna. Argumentaba, refiriéndose a mi texto, lo siguiente: “es triste que una mujer-escritora desautorice públicamente a otra mujer-escritora en exclusiva función de su apariencia pública, que discuta aquello que es ciertamente efímero e insustancial pero no examine la escritura literaria de esas autoras, lo que hacen mientras no están en las redes, lo que proponen sus escritos” (2020: párr. 6). Mención aparte la diferencia fundamental entre “aparición” y “apariencia”, este argumento fue crucial para lo que se desató después. Meruane demandaba mayor profundización en las estéticas y los textos de las autoras, una cuestión a la que antes yo solo había aludido en mi ensayo, porque había preferido centrarme en la perspectiva de las imágenes autoriales y su posible consonancia no solo con los tics del mercado literario, sino con estrategias de posicionamiento que hemos heredado de las construcciones masculinistas del campo, cifradas en el individualismo y la competencia (y no, como ella sugiere, en algo así como su “apariencia”). La respuesta de Meruane me llevó, entonces, en un segundo texto, a abordar los textos de las autoras antes solo aludidas por algunas estrategias de inserción en el campo. Conocía varios de los relatos publicados por esas autoras y me parecía que en ellos no solo no había propuestas estéticas interesantes, sino que tenían marcados rasgos clasistas y patriarcales, sobre los cuales, a mi modo de ver, la escasa crítica literaria chilena había hecho caso omiso (ignoro las razones). En el actual contexto de demandas sociales y de urgencia política, esto se me hacía demasiado visible y urgente de discutir.

4. Al problema de la sororidad se sumó, entonces, otro más: el de la crítica literaria, que considero fundamental abordar desde la perspectiva del género, la autoría y la autoridad. Para algunas escritoras, mi modo de afrontar la respuesta de Meruane “no era la manera” de plantear una crítica. Algunas de las que entraron en el debate, como Cynthia Rimsky y Betina Keizman, comparaban mi intervención con la de una rígida “inspectora”,[6] y a aquellas escritoras que sumaron argumentos a los míos, con “buenas alumnas” (2020: párr. 9). No obstante los prejuicios de género que entrañaban estas observaciones –plantear, por ejemplo, que los textos que desarrollaban argumentos afines al mío eran de discípulas, negándoles su propio juicio y criterio–, era a mí a quien se debía acallar en un ámbito dificultoso por su propia configuración como espacio de poder habitualmente habitado por hombres, conjeturando razones ocultas y “patotas”, como decimos en Chile a las pandillas, y no la difícil construcción de autoridad que implica hacer crítica (y ser mujer) en el campo literario. Defendiendo mi posición, la poeta y ensayista Julieta Marchant había comentado, precisamente, esto, poco antes del texto lapidario de Keizman y Rimsky:

A mí lo que me sorprende es que estemos acostumbradas a una crítica famélica, dulzona, fútil y que un disenso genere tanta conmoción. Y me incomoda pensar que es porque somos mujeres: una crítica de una mujer a libros de otras mujeres y a lo que las mujeres estamos configurando como un espacio cultural. Reafirmar la delicadeza que históricamente se nos ha asignado. (Marchant 2020: párr. 3)

En esa línea, la demanda por “mantener las formas” obedece más a lo que la escritora mexicana Cristina Rivera Garza critica como “nociones francamente clasistas”, que “pertenecen, sin duda, al reino de lo propio: eso que se comporta con propiedad; eso que resulta siempre lo apropiado” (2020: 97), que a la “sororidad”, que, supuestamente, en el marco de la discusión que se estableció en Chile, debiéramos defender incluso a despecho de profundas diferencias ideológicas. El “mandar a callar” que he recibido, en suma, comporta idearios conservadores, clasistas y elitistas.

En este sentido, y guardando por supuesto las numerosas diferencias entre una escena y otra, pienso en un debate que fue bastante conocido y que arrancó también en el espacio de Twitter. Allí se divulgó en 2012 la iniciativa #Femfuture, que buscaba financiamiento contra la precarización de las activistas en redes sociales, iniciativa que fue acogida con fuertes críticas por parte de feministas que acusaban discriminación en este gesto. Miki Kendall, miembro de la subcultura online “Black Twitter”, sostenía que la iniciativa no contemplaba la situación de las mujeres sin acceso a Internet y, poco después, propagaba el hashtag #solidarityisforwhitewomen, visibilizando los conflictos existentes entre el feminismo interseccional y el feminismo liberal de mujeres activistas blancas. Producto de esta polémica, Michelle Goldberg publicó el artículo “Feminism’s Toxic Twitter Wars” (2014), donde daba cuenta de testimonios de feministas que se sentían amenazadas en las plataformas no por el sexismo machista, sino por las posibles reacciones de otras feministas que podían acusarlas de ser demasiado moderadas. Goldberg cuestionaba así los conflictos raciales entre feministas o sus disputas en nombre de la interseccionalidad. ¿Podían beneficiar u obstaculizar el feminismo?

La pregunta es difícil. En los días de la “polémica” por las autorías de mujeres, alguien me decía que le producía mucha rabia pensar en los escritores, sentados en una especie de palco, leyendo con cierta sorna el apasionado intercambio que llevábamos adelante las escritoras. Pero considero que no se puede obviar en nuestros diálogos el difícil cruce de género, clase, raza, y sobre todo, el sistema de privilegios y la violencia que rigen a la sociedad chilena y, en general, a las sociedades latinoamericanas. La académica e historiadora Claudia Zapata escribía, en su muro de Facebook, unas líneas que me parecieron iluminadoras: “mi sororidad está para discutir los privilegios, no para reforzarlos, así sean privilegios de mujeres”. Hubo también otras intervenciones de las escritoras en sus columnas que manifestaban su molestia de cara a la sororidad defendida sobre todo por algunas de las escritoras de AUCH! La narradora Lorena Díaz Meza comentaba: “Las marginadas también escribimos, también tenemos un cuerpo político desde donde nacen las ideas, también marcamos y marchamos el camino. Somos. Existimos. Fraternizamos con las demás escritoras, aunque no todas somos todas las escritoras” (2020: párr. 13). La poeta y ensayista Julieta Marchant sostenía, con ironía,

no, no todas las escritoras somos todas las escritoras, somos seres pensantes para poder elegir una comunidad, para sumarnos a ella y luego decidir dejarla y formular otra según nuestro tiempo y nuestras circunstancias. Le temo al lugar común y escribo constantemente contra el cliché y esto se está volviendo cliché: hay que cerrar filas contra cualquier crítica, porque la comunidad de mujeres está sobre cualquier asunto, dado que todas las escritoras somos todas las escritoras. (Díaz Meza 2020: párr. 4)

5. ¿Cómo pensar, pues, la sororidad más allá de una férrea defensa de un colectivo particular? ¿Es posible explorar otras formas de hacer comunidad?

Sabemos que la figura autorial masculina moderna es por excelencia individual; en tanto las mujeres son asociadas no solo con el trabajo colectivo, sino también con el consumo cultural, el autor (varón) es construido precisamente a partir de lo que Nathalie Heinich (2005) llama “régimen de singularidad”. Las mujeres, por el contrario, somos asociadas a quehaceres colectivos, comunitarios, artesanales y no somos conceptualizadas como “corporal o culturalmente transparentes”. Es por esto, como sostienen Pérez, Torras y Cróquer, que no podemos “acceder al estatuto de ‘autor de la obra’”, por el lugar de las mujeres del lado de “la (re)producción material o simbólica” (2015: 22). Lo más extraordinario de esta configuración es que las mujeres, pensadas o representadas como colectivo, hayan tenido que experimentar, históricamente, un aislamiento que muchas describen con auténtico dramatismo, porque esta soledad puede llegar a ser la condición misma de su negación como escritoras. Natalia Vara y luego Raquel Fernández nos recordaban, el primer día de este encuentro, que “no es posible nombrarse escritora en soledad”.[7]

Tenemos, entonces, por una parte, los atavismos de una representación que nos desingulariza, y por otra, una experiencia de aislamiento, propiciada no por las mujeres sino por los entornos hostiles a su sociabilidad. Sabemos que aun así muchas de ellas, como nos han mostrado tantas ponencias en este simposio, se dieron maña para salir al encuentro de otras que pudieran leerlas, como lo evidencian sus archivos y la actual reconstrucción de sus redes. Tal vez se deba a esto mismo la enorme fuerza, la mística e incluso la sublimidad que alcanzan los movimientos de mujeres contemporáneos. En Chile, un caso paradigmático de este espíritu, que procura trascender el individualismo, la propiedad y el extractivismo, se observa en la intervención del grupo LasTesis, quienes dieron origen a la performance “Un violador en tu camino(youtube) en noviembre de 2019, disolviendo la autoría individual en un trabajo elaborado a partir de textos y voces de otras activistas, teóricas y académicas.

Cuando critiqué al AUCH! en mi primer texto, no buscaba destruir un colectivo, sino, por el contrario, quería aportar, desde una reflexión crítica, invitando a pensar las maneras en que las escritoras podemos levantar hoy un trabajo colectivo. Pensar, por ejemplo, que la misma concepción de “autoras chilenas” es una inscripción identitaria nacional problemática en tiempos de insurgencias indígenas, autonomismos y planetarismos postnacionales; pensar, luego, en que la promoción de figuras singulares, como hacía AUCH! en una de sus campañas, refuerza, en vez de desmantelarlo, un régimen de competencia muy instalado en Chile a propósito del mercado y los escasos financiamientos públicos para el desarrollo cultural; pensar, con esto, en la posibilidad de establecer trabajos en “red”, asociando a la figura del autor las muchas otras operaciones vinculadas con el mundo del libro; pensar, también, lo difícil que resulta establecer alianzas con fines prácticos y políticos, a partir de un concepto que abarca una actividad muy poco codificada, cuya construcción simbólica y económica responde a diversas variables y describe muy distintos escenarios. Bajo la voz “autora” hoy podemos ubicar a blogueras, poetas experimentales, bestselleristas, académicas, periodistas, críticas y, si me apuran, extremando una definición basada en la propiedad, autorías producidas en el laboratorio de la inteligencia artificial. Una amplia gama de prácticas, soportes e intereses que no se puede comparar con la de otros gremios incluso cercanos, como los de actrices, arquitectas y comunicadoras, cuya actividad profesional está mucho más codificada. Pero más complejo aún que todo esto me parece pensar lo que implica políticamente, en el mundo de hoy, el concepto de “autora”. No desconozco que el solo hecho de poder autodenominarnos así es todo un logro, después de una larga historia de deslegitimización y sarcasmos.

Pero arriesgo una pregunta: ¿qué se hace una vez llegadas a este punto? No me refiero a que no haya mucho camino por recorrer todavía, habida cuenta del enorme desmedro económico y simbólico y las violencias que a diario vivimos las mujeres en el campo cultural. No me refiero a que rematemos al autor y ahora, por añadidura, a la autora. Eso tampoco. Pero pienso si no será también el momento –y esto lo siento fuertemente, tal vez, por el mismo proceso destituyente y constituyente que vive mi país–, de tratar de refundar nuestras prácticas, desmantelando el individualismo, la competencia y el clasismo intrínsecos del campo cultural. Las “trampas” del sistema a las que aludió Alia Trabucco (2020), otra de las escritoras que intervinieron en el debate, en su texto.

6. Cito nuevamente a Cristina Rivera Garza y su formidable ensayo Los muertos indóciles,(pdf) para explorar la que sea, probablemente, una de las zonas más complejas de esta discusión que he procurado compartirles: ¿qué alternativas, qué formas de resistencia se pueden pensar de cara a esas “trampas” de un sistema que todo parece devorarlo? En su texto, Rivera Garza plantea que las nociones falsamente universalistas de la autoría pretenden obviar no solo el cuerpo físico con que escribimos, ese cuerpo que no es transparente, sino también el cuerpo textual, que, en su decir, “en tiempos de un neoliberalismo exacerbado, en los que la ley de la ganancia a toda costa ha creado condiciones de horrorismo extremo […] se ha vuelto, como tantos otros organismos que alguna vez tuvieron vida, un cadáver textual” (2020: 44). Ella se interroga para levantar una propuesta de escritura comunalista, que resista a las necropolíticas globales e involucre una idea de colectivo. Advierte que el Estado contemporáneo “desubjetiviza; es decir, saca al sujeto del lenguaje, transformándolo de un hablante en un viviente” (2020: 28). Como respuesta a esta desubjetivación, a este obrar del capital en la letra, la escritora mexicana propone las escrituras de la desapropiación:

Lejos de volver propio lo ajeno, regresándolo así al circuito del capital y de la autoría a través de las estrategias de apropiación tan características del primer enfrentamiento de la escritura con las máquinas digitales del siglo XXI, esta postura crítica se rige por una poética de la desapropiación que busca enfáticamente desposeerse del dominio de lo propio, configurando comunalidades de escritura que, al develar el trabajo colectivo de los muchos, como el concepto antropológico mixe del que provienen, atienden a lógicas del cuidado mutuo y a las prácticas del bien común que retan la naturalidad y la aparente inmanencia de los lenguajes del capitalismo globalizado. (Rivera Garza 2020: 21)

Bien conocemos las tensiones que produjeron las narrativas latinoamericanas del siglo XX, que buscaron “dar voz” a las subjetividades desplazadas. La propuesta de Rivera Garza, que es una propuesta política, pasa por fraguar los textos relacionalmente, en comunidad, sin delegación alguna de la voz. Una escritura inclasificable que ella piensa también planetaria, cuestionadora de la universalidad del sujeto global y tramada en la interconexión del cuerpo, la comunidad y la naturaleza, para hacer explotar lo que ella llama “los aposentos del autor, el comercio y el prestigio” (2020: 38). Esta propuesta dialoga con textos como Antígona González,(pdf) de la escritora Sara Uribe (2020), con exploraciones en la frontera del texto, o con las intervenciones de la “artistora”, también mexicana, Verónica Gerber, en procesos de creación y traducción colectivos como el que propicia en Palabras migrantes (pdf) (2019). Se ha hablado aquí también de textos como El padre mío, de Diamela Eltit, cuyo trabajo es abordado con gran profundidad por la crítica Mónica Barrientos en el brillante ensayo La pulsión comunitaria en la obra de Diamela Eltit (pdf) (2019), que, como el texto de Rivera Garza, explora las ideas de comunismo y comunalismo literario.

Es la misma Barrientos quien, en una certera intervención en el marco del debate sobre las autorías en Chile, postula una pregunta fundamental, que va mucho más allá de lo que yo misma me había propuesto señalar en mis intervenciones:

… la homogeneización de las comunidades obliga a invisibilizar temas fundamentales en la construcción de una comunidad. Me pregunto entonces: ¿Qué pasa que no somos capaces en medio de una crisis social de preguntarnos por aquellas desigualdades que vemos a diario, incluso en “nuestras comunidades”? Si lo político tiene una estructura de aparición –como afirma Huberman [sic]–, ¿cómo leo esa aparición en este escenario? Porque sabemos que la invisibilización no es sólo la subexposición, la censura, el silenciamiento, el desprecio, sino también la sobreexposición, el espectáculo, la piedad mal entendida, el humanitarismo gestionado con cinismo. (Barrientos 2020: párr. 7)

Confío en la capacidad y sagacidad de las escritoras latinoamericanas, quienes sin duda están en un momento fundamental de su encuentro con la institución literaria. No puedo dejar de mencionar, en este rescate de diversas propuestas que propician la construcción de lo común, los numerosos libros coordinados por mujeres, que exploran el feminismo procurando establecer coros imaginativos y críticos, que desde la memoria, el movimiento migratorio o lo que no temo llamar la utopía piensan el posible encuentro con otres. Pienso, por ejemplo, en compilaciones como los Tsunami español y mexicano, en que me encuentro, por ejemplo, con la reflexión de Vivian Abenshushan sobre las pedagogías de la crueldad y el machismo de los espacios literarios; o de Dahlia de la Cerda (2020) acerca de la diferencia entre escritoras del “cuarto propio” y “de los zulos” (que lamento no haber podido leer antes de la “polémica”, para haber citado numerosos pasajes); o en los textos que piensan la relación entre la mujer y el espacio público en la compilación chilena Avisa cuando llegues, (pdf) realizada por Carolina Melys y Alejandra Costamagna (2019); y esto apenas ha empezado.[8]

7. Un último tema que fue a debate, y que nos compete especialmente, fue el lugar de la academia en la producción de los discursos y la construcción del campo cultural. Dice Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda (pdf) –un ensayo nada generoso con las mujeres, pero que suscribo en algunos puntos– que “la literatura y el arte viven en crisis permanente” (2018: 108). Considero que esto es particularmente tangible en un espacio cultural como el que se vive en Chile, en que lxs artistas y escritorxs deben competir entre sí para ganar las escasas becas que se otorgan anualmente, realizando una gran cantidad de trabajos mal pagados y todos ellos en el mismo campo: ofician como escritorxs, pero también como editorxs, críticxs, profesorxs. Si bien muchas de las inquietudes que planteaba en mis textos se originaban en mi trabajo como crítica literaria, en mis intervenciones decidí presentarme con mi filiación universitaria, porque probablemente presentí que sobre todo en Twitter esto podía salir a colación, como efectivamente ocurrió. Y en este punto quiero comentarles que si bien yo siempre me presento con esa transparencia, me pareció que en el debate muchas escritoras prefirieron solapar estas otras filiaciones, su pertenencia a los circuitos académicos, y bastante conspicuos. Sospecho –y ya me dirán ustedes lo que ocurre en sus espacios de trabajo–, que el desprecio por lo que llamamos homogéneamente la “academia” es cada día mayor. Sin embargo, quiero decir que fue “la academia”, con todos sus problemas, la que durante años, bajo dictadura y en los primeros años después de eso, al menos en el Cono Sur, la que permitió mantener la discusión literaria, descubriendo autores, efectuando coloquios, dando a conocer literaturas marginadas por la política y la represión.

No voy a negar aquí que “la academia” vive también sus propias contradicciones y una enorme crisis producto de la misma mercantilización de la que vengo hablando para el ámbito literario. Yo misma he sido muy crítica, en algunos textos, respecto del capitalismo académico.[9] Quienes nos dedicamos a investigar y enseñar en el campo de las artes y las humanidades sufrimos la creciente codificación y cuantificación de nuestras actividades, tema que Remedios Zafra aborda brillantemente en El entusiasmo (2018). ¿Cómo podría pretender ignorar esta crisis cuando lidio con ella cotidianamente? Tal vez aquí algunas de ustedes compartan, bajo pandemia, además, cierta risita tímida, al pensar a qué se reducen los supuestos superpoderes que nos atribuyen como “académicas”. Permítaseme decir que nosotras también luchamos en un medio que constantemente se reordena para impedirnos el paso, y que no es fácil construir nuestras autorías en este contexto.

No obstante, entre los argumentos que se dieron en el debate, se me enrostró haber hablado desde una posición asimétrica de poder. Se hablaba de las “jóvenes” escritoras e incluso una de ellas me acusó de “femicidio literario”, concepto que pocos minutos después tuvo que borrar de Twitter porque las críticas no tardaron en llegar: no podía darle ese estatuto a una simple crítica. A esto quiero agregar que esa misma escritora, la menor entre las que mencioné en mi respuesta a Lina Meruane, nació en 1988, tiene ya tres novelas publicadas, se está doctorando y trabaja en una universidad de prestigio en mi país. De hecho, me parecía curioso que mi pretendida “ventaja” no fuera solo institucional, por trabajar en una conocida universidad nacional, sino que se vinculara también a mi edad –Ursula K. Le Guin escribe, con mucha gracia, “si no se me da bien lo de fingir ser un hombre ni se me da bien lo de ser joven, acaso podría empezar a fingir que soy una mujer mayor” (2017: 2)–. Demasiado vieja, aparentemente, para poder ejercer un oficio para el cual he debido prepararme durante años, atravesando no pocas dificultades por el hecho de no venir de un lugar de privilegio, leía las descalificaciones de algunas escritoras, fundadas en mi posición en la academia y mi edad (nací en 1971).

Desde hace muchos años reseño textos escritos por mujeres. Los analizo y comento, los presento y estudio con detenimiento, los prologo, dirijo tesis y propicio investigaciones sobre ellos, redacto cartas para impulsar sus reediciones y realizo un sinfín de otros trabajos, que involucran la defensa de las autorías de mujeres y no su “desaparición”.[10] Mientras subrayé los aspectos positivos de los libros de escritoras, nunca hallé mayores críticas o adversarixs. Nunca nadie insinuó –y tal vez podrían haberlo hecho– que yo fuera complaciente o indulgente, o, como plantearon algunas, por el contrario, cuando mis palabras parecieron amenazar los acuerdos tácitos, que fuese patriarcal o “marcial”, como escribió Nona Fernández (2020: párr. 10). Tal vez bajo el influjo de prejuicios o ideas preconcebidas, entendieron que mi intervención planteaba una prohibición fundamentalista y adorniana a ultranza, como si yo criticara, de por sí, la construcción de las imágenes autoriales. ¿Cómo podría sostener algo tan ridículo como imposible? En este sentido, suscribo las ideas de Dominique Maingueneau, en orden a interpretar la imagen autorial como “la interacción entre el autor y los diferentes públicos que producen discursos sobre el autor: críticos, profesores, gran público” (2015: 18); la imagen de autor no solo es producto, como lo hemos visto en estos días, de una actividad del escritor, sino que se elabora, como argumenta Maingueneau, “en la confluencia de sus gestos y de sus palabras […] y las palabras de todos los que, de modos diversos y en función de sus intereses, contribuyen a modelarla” (2015: 21). Coincido en esta mirada que no desconecta la literatura de esta dimensión que comienza a gestionarse incluso con la misma escritura. Como lo plantea Meri Torras, “la concepción de la obra como unidad reclama la imagen de un autor que con su cuerpo –o al menos con su rostro– le otorgue coherencia, integridad, completitud y todos esos atributos físicos que pasan de un cuerpo (el del autor) a un corpus (la obra), bidireccionalmente”, es decir, que se produce una potente interrelación que, como hemos podido observar en algunas de las intervenciones de este simposio, suele ser muy distinta para el autor varón y la autora mujer (Torras 2013: 33).

Tal vez también por una idea preconcebida sobre la academia y la atribución de cierta moralidad o cierto comportamiento de casta sacerdotal, se entendió, a propósito de lo que escribió Meruane, que yo juzgaba la apariencia física de las autoras, cuando en realidad yo solo había puesto el acento en sus modos de aparición y sus formas de posicionamiento en el campo. Lo más cercano que escribí en esta línea fue que, en todos los ejemplos que mencionaba, y me perdonarán la autocita, “la cuestión en juego es la ‘aparición’ o ‘existencia’ de las escritoras, en estrecha conexión con su figura/imagen. En todos estos casos, las autoras son singularizadas, con estrategias que impiden poner en red sus diversas voces y mirar de manera más orgánica sus contribuciones políticas y estéticas” (2020a: párr. 7).

Me pregunto, por último, si habrá sido también a raíz de una imagen preconcebida del trabajo académico, que se planteó que las escrituras que yo había comentado negativamente tal vez estaban preñadas de un vanguardismo mal comprendido, en espera de un reconocimiento futuro; se las parangonó (a mi modo de ver, un auténtico despropósito) con el trabajo de Mario Levrero o Elena Garro (Rimsky y Keizman 2020: párr. 14), aunque en ninguno de estos textos pude ver algo fundamental: que alguien, una sola de las escritoras, respondiera a mi crítica de las estéticas de estas autoras con una defensa, como pedía Lina Meruane, de sus propias escrituras. De los textos.

8. Tengo la sensación de que lo que describí en Chile no se aleja tanto de las escenas que se pueden ver en otros lugares. Hace un año, por ejemplo, la crítica catalana Anna Caballé escribía una breve pero significativa reseña del libro Listas, guapas, limpias, de Anna Pacheco, que por lo que sé tuvo altos índices de venta en España. El título de su texto era “Queda mucho por hacer” y me parece que responde a inquietudes muy similares a las mías, que ella supo expresar mucho mejor que yo. En su reseña dice que se trata de un texto concebido “en función del público”, que ofrece una serie de conversaciones “inanes”, “estúpidas”. Estas “destilan una inmensa vulgaridad y la mayor indiferencia sobre la marcha del mundo”. Caballé no escatima ironías para referirse a los personajes: “Su gran preocupación es si se hace una depilación íntegra del pubis o no; en cuanto a la protagonista, digamos que el nivel de su arrojo se comprueba cuando urde con unos compañeros una visita a la casa donde se rueda Gran Hermano, en Guadalix”. La conclusión es contundente:


¿Así estamos? ¿O es solo la necesidad de escribir un libro con gancho (el gancho es indiscutible) y del que se hable? […] Tal vez el título debiera ser otro, porque nada hay en el retrato de esas jóvenes y de sus familias, con sus decires y sus palabros, que admita la mínima elevación y por tanto lo justifique. ¿O es que Anna Pacheco se vale de la ironía que puede ofrecer la narración costumbrista para ponernos, a la manera de Larra, frente al espejo de un universo femenino al que le queda todavía un gran trecho por recorrer? Así estoy, y quedan descritas fielmente mis dudas. (Caballé 2019: s/p)


Muchas veces, al leer la gran cantidad de textos que se producen en Chile y no solo aquí, me hago preguntas similares a las de Caballé. Y, por supuesto, trato de observarme a mí misma, sin saber si hay límites para una crítica feminista. ¿No es este texto de Caballé un texto razonado, con argumentos, que demanda, desde dentro de las lógicas del feminismo, más audacia y solidez, tomando distancia de otra escritura que se autoproclama, también, feminista?

Si en mis textos del debate yo pedía más escritura y más reflexión a las escritoras, era porque efectivamente me consta que todas vivimos estos apremios que nos impiden consolidar lo que deseamos decir. Guardar silencio, detenerse y respirar hoy pueden llegar a ser gestos de insubordinación. La escritora Alejandra Costamagna describió muy bien, en otra columna que formó parte del debate, “ese apremio neoliberal que trabaja sobre la obsolescencia casi inmediata” (2020: párr. 2), un “‘hacer’ constante” que es una enfermedad del sistema. Las más jóvenes dominan mejor los nuevos medios de comunicación, pero tal vez estén demasiado apresuradas por autopromoverse. ¿Pero y si no hay otra alternativa? ¿Por qué no desear tener ahora mismo lo que hace veinte años era tan difícil de conquistar?

Desde luego que podemos conversarlo. Lo que me dolería pensar es que, como críticas, nuestra función deba limitarse a ofrecer “likes” y corazones a destajo y quedarse calladas cuando algo no nos gusta (como querría Meruane). Por momentos me parece que solo enfrentamos el recrudecimiento de algunas características que siempre han obrado en el campo literario, y que se han exacerbado producto del enorme narcisismo de un tiempo que estimula en nosotrxs permanentemente la aprobación y la popularidad. Damián Tabarovsky se refiere irónicamente a la relación entre el pólemos y la fratría, fuerzas que se imbrican una a otra, que se enmarañan:


… el pólemos ocurre de modo que una fratría responde a otra, y que esta a su vez presenta sus argumentos en respuesta a la primera. Cuando los argumentos no alcanzan […] generalmente la discusión se desplaza hacia otra escena, pero en lugar de volverse más interesante […] se reduce a la sospecha de las razones de la discusión (entendida ahora como ataque), la fratría en cuestión devela […] su carácter de asociación ilícita, su comportamiento se vuelve faccioso (lucha por la sobrevida de sus conquistas y prebendas) y hasta la débil noción de argumento es abandonada por demasiado riesgosa. La comunicación impone siempre el triunfo de unos sobre otros. (Tabarovsky 2018: 50)


No me interesa saber quién “venció” en el debate al que me he referido hoy, porque quisiera pensar que algo mejor salió de todo esto, y es que hoy existe en Chile algo así como “el tema de las autorías”, después de muchos años sin que se gestara una sola discusión literaria en los medios de comunicación. Quizás sea por esto que, si bien entiendo por qué la academia es para muchos algo muerto, me resisto a asumirlo. Nadie quiere habitar el cuerpo de un cadáver y considero que hay muchas formas de hacer trabajo académico y transformarnos. Una de ellas es salir de la universidad y exponerse a los vaivenes de la discusión pública, aunque entiendo también que esto puede ser visto como una impostación, la de la academia poniéndose en el lugar de último bastión de la crítica y la reflexión pública, cuando los modos de producción capitalista han transformado también la escritura de los claustros en material para los índices de productividad, metamorfoseando, así, nuestro propio lugar de “autorxs”.

Replantearnos no solo nuestro estar en el campo de la cultura, sino también, metodológica y críticamente, cómo podemos aprovechar el tardío ingreso de las mujeres a este campo, buscando reformular y hacer más vivibles las formas de sociabilidad literaria que por siglos desarrollaron los escritores, su sistema de premios, reconocimientos, espaldarazos, sus competencias y despedazamientos, incluso su banalidad. ¿Hay otras formas de ser escritoras? ¿Cómo acceder en condiciones de igualdad –algo que claramente aún no ocurre, no del todo, aunque sean cada vez más las mujeres que publican y son visibilizadas– y al mismo tiempo producir una diferencia? Buena parte de mis preguntas en el debate apuntaban hacia estos aspectos de la autoría, como parte de un tramado conceptual de origen moderno, que hoy podría comenzar a cambiar y que el propio feminismo podría reformular. Me hago eco de otra pregunta que plantea también Rivera Garza:


¿Cuál es el papel de la escritura tanto en términos culturales como políticos, en una era en la que el trabajo inmaterial –el trabajo con y desde el lenguaje, la invención, el conocimiento– es el factor fundamental en la producción de valor? En plena era del semiocapitalismo, ¿pueden los escritores imaginar y producir una práctica lingüística capaz de generar un mundo alternativo a la dominación del capital? (Rivera Garza 2020: 53)


En una acción desarrollada también en Twitter, la escritora mexicana acuña una serie de #escriturascontraelpoder (2012), y una de ellas me parece que no podemos obviarla para pensar hoy la literatura, la crítica, la academia: “¿Cuestionas la autoridad pero te inclinas ante la autoría?” (2020: 55)

Creo en los procesos iniciados hace ya un siglo por las vanguardias en pos de una democratización: creo en el desmantelamiento de los géneros, creo en la importancia de los procesos creativos y creo en la insubordinación del lenguaje, que las búsquedas feministas han hecho propios. No me queda duda de que en este momento somos muchas las que escribimos sobre este presente, tan denso como estimulante, con la conciencia de que hay aquí mucho que desmenuzar. En este sentido, y volviendo al debate que se generó en torno a las autorías de mujeres en Chile, cierro con la intervención que hizo Tina Vallés desde Barcelona, cuando interpela a sus colegas:


Les autores catalanes podem parlar sobre autoria, feminisme, crítica i autopromoció amb la maduresa, l’anàlisi i el respecte amb què n’han parlat les xilenes? No estic enviant un dard enverinat a les meves col·legues, només els envio aquesta pregunta i els demano que, si alguna en té ganes, n’intenti formular alguna resposta. No hi ha una sola resposta, ni tan sols hi ha una sola pregunta, hi ha un camp que s’obre, i pot ser sa, interessant i, tornem-hi!, incòmode que l’explorem. (Vallés 2020: párr. 5)


No puedo sino alegrarme por este tipo de interpelaciones, detrás de las cuales veo largos silencios y la posibilidad de fortalecer la posición de las mujeres en el campo literario, mucho más comprometidas, desde el feminismo, en pensar los nuevos tiempos. Lxs invito a que ahora conversemos sobre esto desde nuestro lugar como escritorxs-ensayistxs-académicxs-investigadorxs, sin que por ello se considere que intervenimos poniéndonos en un lugar de antagonismo o incluso en un “afuera” de estos procesos, que es, ciertamente, inexistente. Los tiempos que vivimos, remecedores en tantos sentidos, tal vez sean propicios para pensar este nuevo ethos literario feminista.

 


 

 

(*) Conferencia de cierre del Congreso “¿Cómo ser escritora. Género y autoridad en el campo literario contemporáneo”, Universidad de Alcalá, presentada el 30 de octubre de 2020. Este texto forma parte de los resultados del proyecto CCA 2020–65087215 “Contemporáneas: Conversaciones con narradoras hispanoamericanas (después del tsunami)”, financiado por la Dirección de Artes y Cultura de la Vicerrectoría de Investigación, Pontificia Universidad Católica de Chile, y de los proyectos FONDECYT Regular 1180522, “Carto(corpografías): narradoras hispanoamericanas del siglo XXI” y Anillos SOC180023 (ANID) “The Production of the Gender Norm”.


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Notas

[1]   Antes de esta conferencia no podíamos siquiera imaginar las sorprendentes transformaciones que se están viviendo en Chile y que la Presidenta de la Convención Constituyente sería una mujer, mapuche y feminista, la Dra. en Letras Elisa Loncon, reconocida lingüista y activista de la interculturalidad.
[2]   En el marco del diálogo que se produjo en la revista Palabra pública, quien sugiere esta frase es la narradora Lorena Díaz Meza (2020).
[3]   Me he referido antes a este tema en el capítulo “Autoría femenina y autoficción en la narrativa latinoamericana reciente” (2021b) y en el artículo escrito en conjunto con María José Punte y Fernanda Bustamante “Narradoras latinoamericanas de las últimas dos décadas: voces, representaciones, estrategias” (2019).
[4]   “… la máquina-red nos ha convertido no sólo en productores de mundo, sino en voluntarios y prosumidores, en producto de sus empresas y trabajadores sin sueldo, mantenedores de un valor al que unos pocos sacan partido económico (¿importa además que esos pocos se parezcan tanto?), mientras nos llaman usuarios”. Zafra explicita que, con este concepto, que aplica a lo largo de todo su ensayo, designa “la actividad donde los consumidores son resignificados participando de un modo activo en la creación de los productos que consumen” (2015: 29).
[5]   Las citas a continuación las tomo del texto revisado para su edición en 2008.
[6]   “Mientras, en el salón femenino, la inspectora aconseja a las señoritas ante una famélica taza de té, cómo deben leer, qué deben leer, cómo deberán comportarse en la vida profesional, sin alardes, comedidas, trabajando mucho, sin alardear, ganando únicamente por sus propios méritos, en base a la constancia, el anonimato, el sacrificio…” (2020: párr. 4).
[7]   Me refiero a la conferencia inaugural “El silencio de las modernas: autobiografía y representación autorial tras el franquismo”, de Natalia Vara y la ponencia “Antologías, género y autoridad: las “poéticas” de Poesía social (1965)”, de Raquel Fernández, presentadas en el Simposio Internacional “¿Cómo ser escritora? Género y autoridad en el campo literario contemporáneo” (Universidad de Alcalá, 28-30 de octubre de 2020).
[8]   Me refiero con más detalle a estos textos en el artículo “En estado de resistencia: la reciente narrativa hispanoamericana de mujeres(pdf) (2021a).
[9]   Me he referido a este tema in extenso en la introducción (“Crónica de un malestar”) al libro La batalla de las artes y humanidades. Archivo 2016-2019, (pdf) publicado por la Asociación de Investigadores en Artes y Humanidades, cuya creación impulsé en 2016.
[10]   Después de que se realizara esta conferencia, en octubre de 2020, Lina Meruane publicó un nuevo texto, muy ligado a este debate. Se titula “La inquina de la crítica” y apareció en el espacio de sus columnas en The Clinic. Allí ella utiliza la palabra “desaparición”, de graves connotaciones políticas en mi país, para referirse a prácticamente un programa de las críticas literarias chilenas, quienes estaríamos “realizando el proyecto patriarcal de hacer desaparecer a las escritoras” (2021: párr. 3). Las acusaciones que hace son muy graves, así como también la forma en que nuevamente “manda a callar” las diferencias literarias e ideológicas: “Estas críticas sin duda sofisticadas y consagradas han aplicado su ley literaria, transformado el reseñismo en una ensañada escena de sentencia pública. Una manera de hacer crítica textual que maltrata personalmente a las escritoras emergentes haciéndolas dudar o silenciándolas por un tiempo o para siempre (en vez de callar ellas a la espera de un libro de su gusto)”. (Las cursivas son suyas; 2021: párr. 3). Me pregunto si incidirá en esta reacción a un par de reseñas negativas que se publicaron a comienzos de este año (en particular al libro Las heridas, de Arelis Uribe) el hecho de que Chile haya funcionado como una suerte de experimento neoliberal, donde el mercado “manda”, al punto de no poder establecer lecturas críticas, como espera la escritora chilena, quien caricaturiza, utilizando el anonimato (porque no nos menciona), el trabajo que realizamos sobre todo la crítica Patricia Espinosa y yo.

 

 

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Obras citadas

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https://palabrapublica.uchile.cl/2019/08/01/la-insurreccion-de-diamela-eltit/ (21 de julio de 2021).
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https://palabrapublica.uchile.cl/2019/08/24/como-se-construye-una-autora-algunas-ideas-para-una-discusion-incomoda/ (21 de julio de 2021).
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https://palabrapublica.uchile.cl/2019/08/28/discutir-esteticas-en-respuesta-a-las-ideas-que-propone-lina-meruane/ (21 de julio de 2021).
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“Todas las escritoras no somos todas las escritoras”:
hacia una crítica feminista de la autoría en el nuevo milenio
Por Lorena Amaro Castro
Publicado en Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos, Vol. IX, N° 2 (verano 2021)