Cómo escribir sobre los muertos Los vivos de Emiliano Monge.
Random House.
248 páginas Por Lorena Amaro
Publicado en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, 1 de diciembre 2024
Emiliano Monge (México, 1978) es un escritor que se caracteriza por una incesante exploración escritural. Sus libros no se parecen entre sí; ya sea interrogando al violento mundo del México de los dos mil o su propia anterioridad y pasado familiares, lo que vemos es a un autor inquieto, de esos cuya considerable ambición mantiene viva y con sentido la exploración y la discusión literaria. Nada de esto, sin embargo, obsta para pensar su último libro, Los vivos, y tratar de entender el procedimiento que esta vez orientó su trabajo, en exceso tenue y volátil, para enrostrar nada menos que la matanza generalizada, el caos, las pérdidas irremisibles por las que atraviesa no solo el México contemporáneo, sino que se han convertido en la marca del siglo XXI. Sí, Los vivos es una novela sobre los muertos y será inevitable que al leerla, muchos piensen en Juan Rulfo. Sin embargo, no se puede empezar por ahí, con el peligro de acabar también en ese aire a Comala que tiene todo hoy, esa deriva espectral contemporánea enunciada por Mark Fisher, que comienza con Juan Preciado y termina en todas partes, incluso en el hollywoodense y convencional Coco.
Por eso prefiero pensar esta novela desde otro lugar. Tal vez si para afrontar la actual literatura mexicana —y también la latinoamericana, si insistiéramos en conservar esa tradición fáustica y bolivariana—, lo primero que habría que tratar de entender es cómo hoy se están vinculando lenguaje y política, quizás el mayor problema de las últimas tres décadas de la narrativa regional, atravesada en todo este tiempo por las ansias del mercado. La alianza descarada de la literatura de los años 90 con el capitalismo coaguló, como sabemos, en el prólogo de McOndo, escrito por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez en 1996, como también en las declaraciones y sobre todo las pretensiones de la literatura del Crack mexicano; dos movimientos que en palabras del cubano Jorge Fornet encarnaron la «lógica cultural del neoliberalismo latinoamericano», y que no temían entregarse al spanglish de la clase alta, ni al sueño de Miami. Tal vez no debamos olvidar la docilidad con que esos narradores —en su mayoría hombres, que por lo demás no se extrañaban jamás de la ausencia de escritoras, y hasta la justificaban— desistían de discutir en el terreno político, si bien estaban ocurriendo muchas cosas en su entorno. A despecho del coro que hacían para pregonar el fin de la historia y el triunfo del mercado y la globalización idiota, por esos mismos días autores como Pedro Lemebel, Diamela Eltit, Rodolfo Fogwill o Fernando Vallejo eran capaces de sumergirse en los conflictos locales, con propuestas estéticas que perduran hasta hoy y que no se acordaban para enfocar política y violencia.
Emiliano Monge
Con lo que nos encontramos, en la escena actual, es con apuestas diferentes, aunque igualmente extremas: en un costado, libros feroces, por lo general feministas, libros que se escriben con la máxima literalidad de la sangre, los cuerpos, los desmembramientos, el canibalismo y la carne, porque es preciso nombrar, dicen, lo que antes no ha sido nombrado; y, en otro costado, libros como éste, de Monge, quien después de explorar varias veces —y muy efectivamente— los sótanos de las experiencias más atroces, la migración, el tráfico de cuerpos y los asesinatos, en novelas como Las tierras arrasadas(extracto) (2015) o en los sardónicos cuentos de La superficie más honda(extracto) (2017), decide escribir sobre estos personajes que se llaman Hincapié, Vestigia, Cienvenida, Lucía y Justo, como si ya desde los nombres se nos estuviera anunciando un enorme y elusivo juego metafórico (no es primera vez: recuerdo por ejemplo a la microcéfala y tragicómica Ana Agravia, del cuento «Todos nuestros odios»). Ellos conforman la trama de una familia malograda por la muerte, la desaparición y la aparición, en un ciclo sutil, escurridizo y poético: «No queda, por lo tanto, en esta historia, ninguna situación que aún haya que seguir. Acaso, lo que queda es un rumor, algo que fue y que ya no es, una huella. Y eso, una marca así, no puede ser tocada por la literatura», sentencia el narrador en el último capítulo del libro, en que Hincapié y Vestigia son una pareja que ha perdido, por un accidente, a su hijo por venir. Vestigia y los demás trabajan en las tareas de excavación, rescate y reubicación de los «aparecidos» que todos los días encuentran en los lugares más diversos, personas que suponemos vienen de la muerte, como la propia Vestigia, y por eso no sabemos a ciencia cierta si la historia de su embarazo y su pérdida responden a una vida anterior, o si la pérdida se debe a que simplemente esa gestación es imposible y siniestra (¿vuelve de la muerte y se embaraza?) o si es solo el recuerdo (¡o la anticipación!) de un fantasma. La temporalidad es uno de los factores en juego en la novela (¿qué pasó antes, qué pasó después?), como otras tantas sutilezas: ¿cuáles son los lugares donde los aparecidos desaparecieron? ¿Quiénes fueron? En esta verdadera alegoría de nuestra contemporaneidad (que me resisto a llamar «distopía»), los que retornan van a dar a una suerte de campo de concentración, de esos que hoy pueblan las costas europeas y las fronteras norteamericanas donde llegan los migrantes; los lugares vetados, como las carnicerías que en el siglo XIX se ponían en los extrarradios de las ciudades. Y es ahí, precisamente, donde trabaja Vestigia, reubicando a otros que aparecieron, como ella. Es la presencia de un extraño niño mudo, niño mago, que conmueve a todos con solo presentarse ante ellos, el quiebre que moviliza todos los otros quiebres, búsquedas y desplazamientos de los personajes.
La trama, así puesta, es indudablemente atractiva. Capítulo aparte las sutilezas de Lucía, la doble de Vestigia, una compañera de trabajo interesada por la zoología, que habla de las conductas de los animales en finas imágenes, a lo largo de toda la novela: «El petrel de las Bermudas, el celacanto, el autillo de Borneo (…) animales que volvieron de su propia extinción»; «La tortuga gigante, el caballo caspio, el pecarí”, sigue Lucía experimentando al mismo tiempo un impulso motriz tan inesperado como aquellas palabras: “nunca se fueron, nosotros lo inventamos”. Pero no se puede ignorar en estos pasajes un coqueteo algo esquemático con las teorías poshumanistas del norte global, para plantear, finalmente, algunas ideas sobre la extinción y la muerte, en que los animales no son, como podría pensarse, la metáfora de los humanos, sino al revés: «Nosotros somos su metáfora». Su muerte y su extinción son las nuestras, las de todos: «Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya», direcciona la narración. Sí, el aleteo de estas palabras es de indudable belleza. Sin embargo, y éste parece ser el mayor problema de la novela, ¿son estas las palabras para decir algo sobre los muertos por centenares en esas fosas anónimas que están por todo México y por todo el continente americano? ¿Esas fosas abiertas hoy en Gaza, o en el fondo del Mediterráneo? ¿Es un experimento como éste, de Monge, que embellece la muerte, que levanta tan alto el lenguaje hasta despegarlo de los hechos, convirtiéndolo en movimiento sutil, en aleteo, la manera más política de escribir sobre los muertos de hoy?
El mayor riesgo de la alegoría, creo, es que en este tráfico de vivos y muertos, las y los lectores lleguen a una especie de punto cero, porque finalmente se pierde de vista —espero se disculpe el oxímoron— la especificidad de la masacre. También la responsabilidad de los asesinos en la contingente y por lo mismo irremisible desaparición de cada persona. Y es que de algún modo se antepone la sofisticación de la voz narrativa a las experiencias narradas: «Y como esta historia, al final, también es de apariciones, aquí está de vuelta la voz intrusiva, para contarla». Esta voz es, no obstante, demasiado intangible, como delicadas son las imágenes ferales que obsesionan a Lucía, o tan incierto el destino de Vestigia, portadora de ese nombre que remite a la huella y la ruina. Tan incierto, sí, que los distintos fragmentos no terminan de cuajar en una postura, ni permiten una verdadera epifanía sobre la desaparición, la violencia y la muerte contemporáneas.
A diferencia de lo que ocurre con otros de sus textos, temo que en esta novela Monge, en su búsqueda de lúcida levedad, pudiera estar pecando de un excesivo esteticismo.
Hace ya varios años, y en una búsqueda similar a través de las posibilidades del lenguaje, el también mexicano Yuri Herrera reflexionaba en un texto titulado «Semántica del luminol» sobre las posibilidades de hacer frente a la necrocultura del narco: «Si los ciudadanos vamos a intervenir dentro de la batalla simbólica, la opción, más que simplemente negar el lenguaje que denota el inmenso poder del crimen organizado, es hurgar todas las capas debajo de él, rociarlo con luminol, ya no para ver la sangre, sino los mecanismos que la sangre oculta. Confrontar el lenguaje que excluye a todos aquellos que no participan del mercado de la violencia es ya comenzar a recuperar nuestros espacios, nombrándolos en función de la experiencia, y no de las agendas de las “partes en conflicto”». Desde luego que no es trabajo fácil: ¿cómo nombrar sin repetir el lugar común? Sus propias novelas — Trabajos del reino(extracto) (2004), Señales que precederán al fin del mundo(extracto) (2009), La transmigración de los cuerpos(extracto) (2013)— son un buen ejemplo de ello, como lo es, también, la historia de Antígona González(pdf) (2012), de Sara Uribe, en que la autora realiza un montaje de voces en torno a la clásica figura griega para actualizarla en México y en la búsqueda de su hermano Tadeo. También Monge nos ha ofrecido fundamentales reflexiones en otras novelas y cuentos y es por ello un autor con una posición justamente ganada en el actual panorama latinoamericano. En este sentido, Los vivos(extracto), más que un error en ese recorrido, es un texto de innegable belleza, que podríamos seguir discutiendo para evitar la despolitización y romantización del fantasma o del desaparecido, y propiciar, también, la valiente amplificación de las voces que están contando, desde distintos rincones, la gran tragedia de nuestro tiempo.
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"Los vivos" de Emiliano Monge. Random House. 248 páginas
Por Lorena Amaro
Publicado en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, 1 de diciembre 2024