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Presentación de Marta Brunet, Obra narrativa (Novelas, Tomo I)

Lorena Amaro
http://www.letrasenlinea.cl/


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¿Quiénes son las mujeres de la portada de este primer volumen de la Obra narrativa de Marta Brunet? La foto, perteneciente al Archivo Fotográfico del Museo Histórico Nacional, está fechada alrededor de 1930; las mujeres no están identificadas. Si empiezo con esto es porque no puedo sino felicitar al equipo que ha trabajado en esta primera edición crítica de los textos brunetianos por sus numerosos aciertos, entre ellos, la selección de esta imagen, callada como los propios personajes de las ficciones de la gran escritora que fue Brunet: una vieja, una mujer de mediana edad y una niña se juntan en el umbral de un almacén; allí conversan y seguramente, también, negocian. Tres generaciones de mujeres, como tres son las protagonistas malditas de “Aguas abajo”, o de “Piedra callada”. Tres destinos, que en la narrativa de Brunet aparecerían, seguramente, polémicamente trabados. Tres mujeres, ¿quiénes eran, qué decían?

En un cuento suyo de apariencia bastante inocente, titulado “Doña Santitos”, Brunet se encarga de mostrarnos esos intercambios. Les recuerdo la trama: una vieja va a ver a la narradora, quien hace sanaciones mágicas a sus pacientes. La vieja es una campesina; en el primer párrafo del relato es descrita como una bruja. La narradora, más culta y más joven que la vieja, parece mofarse de su presencia consternante. Un solo diente tiene la vieja, “un diente único, largo, torcido, amarillo de soledad”. La broma continúa: la vieja, que va seguida de un chiquillo que parece su hijo o su perro guardián, quiere consultar por una dolencia suya, un “gurto” que va y viene por su cuerpo. La narradora, burlona y erudita, le diagnostica “gurtitis” y le receta un mágico placebo. A los días la vieja vuelve, agradecida. Trae regalos insólitos para su sanadora, quien manifiesta su incomodidad al verse sopesando, de pronto, el pato que le ha traído doña Santitos.

Hasta aquí, el cuento funciona como muchas ficciones criollistas. La mirada paternalista de la narradora y el quiebre profundo entre la realidad pintoresca de la vieja y la suya propia, produce la disociación típica de ese tipo de relatos, que algunas veces venían seguidos incluso de un glosario. Un glosario para entender al subalterno, claro. Pero pronto se deja sentir la enorme inteligencia brunetiana. La narradora pregunta quién es el silencioso acompañante de la vieja. ¿Será su hijo? Y doña Santitos le da una gran sorpresa: es, dice, su marío. Y, además, el sobrino del finadito, su anterior marío. ¿Cómo es posible? El relato ha establecido una rápida inversión de los roles: la “meica” culta en realidad no ha aplicado saber alguno, no le ha entregado a la vieja más que un placebo, que ha adornado, por cierto, con los signos religiosos y mágicos que presupone convencerán a la vieja. Lo suyo es, claro está, una superchería. Un juego del lenguaje. Pero la vieja, que lentamente ha ido creciendo para instalarse en el relato como algo harto más complejo que una bruja estrafalaria y algo cómica, sí tiene un saber. Y se lo transmite a la narradora. El saber que le transmite es el de su economía doméstica. Es el de su temprano rol de mujer sola que debe cultivar y mantener una hijuela. Es el de una relación de conveniencia que no la avergüenza: el chico le ayuda a mantener sus tierras. La narradora se escandaliza. ¡Cómo! Si el muchacho vive con ella, le advierte, es sólo por interés. La vieja le retrueca que ella también tiene interés: en que él le cuide la hijuela. Brunet nos muestra de este modo cuáles eran, entonces, las relaciones que se establecían en un mundo rural en que lo menos común fue la “familia nuclear” a la que apuntaban los discursos nacionales. Con narraciones como ésta, Brunet develaba los modos de producción y de circulación de bienes, mercancías y símbolos; el mundo feroz de la hacienda y el patriarcalismo chilenos. Y el lugar de las mujeres, como también su deseo de tomar las riendas de su propia y precaria economía. Así, en este cuento, que fue publicado en 1930, el mismo año en que un fotógrafo (quiero pensar que una fotógrafa) sorprendió a estas tres mujeres de la portada del libro conversando, Doña Santitos, esa mujer desdentada, vieja y aparentemente ignorante, no vacilaba en secretearle a la señorita meica sus saberes, fraguados en la cotidianidad de su experiencia, saberes que remata aun incluso con un consejo amoroso, que les comparto, también, ahora: a los hombres, dice doña Santitos, no hay que decirles nunca ni sí ni no, hay que decirles siempre “quizá”.

Quería agradecerle con esta historia a Natalia Cisterna, editora crítica de la presente edición. No puedo sino agradecerte, Natalia, que hayas pensado en mí para acompañarte con el prólogo de este proyecto. También darle las gracias al equipo de trabajo, integrado por Ángela Pérez en la coedición y a Valentina Pineda, ayudante de este trabajo que a mi modo de ver honra la memoria de una de nuestras más grandes narradoras y narradores. Agradecer también a Alejandra Stevenson, Directora de Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado, y a Beatriz García Huidobro, editora de esta importantísima colección de Escritores Chilenos, y, por cierto, a la Vicerrectora de Comunicaciones de la Universidad de Chile, Faride Zerán, quien agilizó los trámites por los derechos de autor, los que son el legado indiscutible de Brunet a nuestra importante universidad pública. Mi más sincero agradecimiento para todos ellos, porque darle este tipo de visibilidad a Brunet es reconocer a la escritora secreta y necesaria que ella ha sido. Es terminar de una vez con el injusto olvido en que estaba su obra. Porque al revés de lo que ocurre con otros autores canónicos, que envejecen día a día, con Brunet ocurre que se nos va haciendo más joven y quizás sólo hoy sea realmente posible leer en ella las provocaciones y los planteamientos políticos, las revueltas y silencios porfiados, la denuncia de la violencia y del patriarcalismo, que atraviesan su escritura. Y esto se debe a que el interés por particularizar las vidas de mujeres como las que observamos en la foto de la portada, es muy reciente. Brunet, no obstante, empezó a trabajar en ello mucho antes, en los años 20. Las hizo visibles a partir de 1923, año de publicación de esa novela breve y enorme que es Montaña adentro, con la que abre este primer volumen de la Obra narrativa de Brunet.

¿Cómo te iba a decir que no, Natalia, cuando me propusiste escribir el prólogo? No tuviste que hablar demasiado para convencerme. Quería ser parte de esto. Había que hacerle justicia a Brunet. Quería sumarme a los críticos que desde hace ya una década se esmeran en darle nuevas lecturas e interpretaciones, a quienes hay que agradecerles también su acto restitutivo de la parte suprimida, no canónica, del proyecto de Brunet. Kemy Oyarzún, Eugenia Brito, Rubí Carreño, Grínor Rojo, Juan Pablo Sutherland, son algunos de los grandes lectores que abrieron estas indagaciones. Ellos aportaron los primeros indicios para que hoy nos asomemos a lo que Brito ha leído como “el tajo” brunetiano, el punto límite y abrupto de una periferia donde deambulan sus personajes, desmintiendo, borroneando con sus historias los legados coloniales del poder. O para que escuchemos, como plantea Kemy Oyarzún, ese crack de la máquina segadora de trigo al comienzo de Montaña adentro, como un quiebre no solo del tiempo productivo de la hacienda, sino también como un quiebre literario, un quiebre operado tempranamente, en 1923, al interior de la estética y la ideología criollista, a través de las cuales se ha querido leer, estrechamente, la gran y transgresora obra brunetiana. En tensa relación con un mundo que perciben normativo y homogeneizador, sus personajes son de una calidad palpable: enfrentan al lector con los dilemas de la vida moderna y sus desfases latinoamericanos, con las malversaciones del progreso y sus heridas más íntimas. La determinación de muchos de ellos, de vivir historias juzgadas por la mirada de los otros como anómalas, sus opciones por lo general mal comprendidas, revisten formas de silencio o engañoso mimetismo, que contribuyen a espesar su estética literaria. El silencio, caballo de batalla de la literatura minoritaria en la búsqueda de un decir apropiado para la experiencia de dominación, aquí resulta particularmente cargado de significaciones. El mutismo es gesto, mirada, pero también creación, mundo, campo de fuerza que contiene la violencia del otro, como ocurre en la historia de “Soledad de la sangre”, de la cual tomé el título para mi prólogo. Cito: “Tenía que guardar su recuerdo, cuidar su ensueño y tan solo en un país de silencio podía hacerlo…”. Son países de silencio también los que habitan Doña Santitos y su sanadora; Solita y Margarita; Batilde y María; Julián y la fantasmagórica Teresita Carreño. Países donde el orden simbólico es aparentemente acatado, pero una turbulencia gestual, anímica, deseante, se pliega y despliega en sus habitantes. Así fue como creó Brunet su particular narrativa y como pienso que es necesario leerla hoy, porque esos países de silencio no han cambiado tanto como desearíamos y duele en ellos, persistentemente, la violencia.




 

 

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