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Otro punto de vista
Matar al Mandinga, de Galo Ghigliotto, LOM, 2016. 144 páginas
Por Lorena Amaro
Publicado en Revista Santiago, 3 de mayo de 2017
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Una de las primeras “novelas de dictador” en nuestro continente es El señor Presidente, publicada por Miguel Ángel Asturias en 1946, donde ya se instala en el imaginario latinoamericano la relación entre la figura dictatorial y el mal absoluto. Uno de los personajes más relevantes de la novela, Miguel Cara de Ángel, vacila entre su espacio como “favorito” del sátrapa y su amor por Camila: su única posibilidad de redención. Después de Asturias han sido muchos los que han explorado esta veta, desde Roa Bastos en Yo el Supremo (1974) hasta Junot Díaz con La maravillosa vida breve de Oscar Wao (2007).
En su novela Matar al Mandinga, Galo Ghigliotto apuesta por este subgénero con una dislocada historia sobre un joven karateca (nunca se pronuncia su nombre; parte de su trabajo de entrenamiento radica en olvidarlo) que desea vengar la muerte de su sensei a manos de los agentes de Pinochet. El dictador, a su vez, es ni más ni menos que una de las últimas encarnaciones del inveterado “Mandinga”, descrito en la novela como “una alimaña de rasgo simiesco, rojos los ojos, la barba unta y negra (…), una bestia gigante, orejas redondas, boca sanguinolenta de colmillos filosos y amarillos”. Si a esto le sumamos numerosas visiones místicas, luchas contra el lado oscuro de la fuerza, explosivos encuentros y desencuentros con los militares a lo largo de todo Chile (desde San Pedro de Atacama hasta Neltume) y las presencias de dos espíritus, el de un fraile, Casaus, que habla castellano antiguo (se irá revelando como el fantasma de Bartolomé de las Casas), y el del sensei asesinado, profesor de castellano y mirista, tendremos como resultado un libro que, además de abordar la violenta era de Pinochet, traza también una paródica novela formativa: sus capítulos aluden a las “cicatrices” que va dejando la historia política y social en el protagonista, y culmina en una suerte de apocalipsis en que hasta Bruce Lee tiene un papel de reparto.
La novela de Ghigliotto, editor de Cuneta, poeta y autor del libro de relatos A cada rato el fin del mundo, es rápido y entretenido sobre todo en sus primeros capítulos, en que logra administrar, con mirada irónica y un lenguaje que integra cuidadosamente el léxico de las artes marciales, efectivas microhistorias. Y el relato en su conjunto se sostiene en el humor negro y el disparate, dos recursos que solventan su mixtura de pop, violencia y política. Poco hay de esto entre nuestros narradores: la solemnidad abunda no solo en los relatos sobre la dictadura. En Ghigliotto el gesto (muy habitual entre los escritores argentinos, por ejemplo) es el de hacer volar por los aires la Historia. Esto no significa abandonar del todo la dimensión documental: el caso degollados, el atentado a Pinochet o la muerte en 2006 del dictador, son acontecimientos que aparecen referidos, pero desde una perspectiva inaudita.
El último segmento del libro, titulado “Z”, transcurre en el ultramundo, específicamente en “El Espero”, como lo llama Casaus. Un lugar hecho de tiempo, un espacio por el que el karateca vaga de su mano, como lo hiciera Dante con Virgilio, para constatar de qué están hechas las almas y el olvido. Esta escatología es por momentos algo farragosa, pero posee la virtud de resignificar el mal y señala su ubicuidad en la historia latinoamericana, donde los ejecutados, asesinados y torturados, se cuentan por millones: “Reconocí en esas almas a las víctimas de Uncía y Catavi, de Navidad, Potosí y Siglo XX, las de Santa María y La Coruña, los de la Semana Trágica, los bombardeados en la Plaza de Mayo, los acribillados en Marusia y Ranquil…”.
El autor representa la Historia como un campo de lucha y, sobre todo, de abuso incesante. A su actor principal lo delinea como un personaje a medias entre la iluminación y la locura, cuyos fanatismos por el cristianismo y el karate no parecen ser contradictorios, quizás porque nos lleva a pensar qué otra cosa ha propulsado la historia de la crueldad, la de los victimarios y las víctimas, sino enormes contradicciones y radicalismos, quimeras y el peor non-sense.
Bolaño jugó sus cartas a la sublimidad: en sus textos, el mal anida como una inquietud, un juego de espejos siniestro que nos deja en un páramo deshabitado y con luz de luna. La obra bolañeana pareciera dejar una marca demasiado difícil de superar en la generación posterior, por lo menos a la hora de abordar el mal absoluto. La fórmula de Ghigliotto no busca la sublimidad y resulta efectiva. Aunque por momentos parece que el bien va a triunfar, queda la nota triste de la derrota, los destinos quebrados de sus protagonistas, que nos hacen dudar de cualquier discurso totalizador. Esto es mérito de los personajes intencionadamente estereotipados de la novela (a lo Aira, a lo Laiseca, a lo Gombrowicz), actores absurdos pero luchadores, a los que no se puede sino tener cariño.