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Juegos miméticos: la invención de las niñas
(Lectura de dos cuentos de Marta Brunet)[1]
Por Lorena Amaro Castro
(Pontificia Universidad Católica de Chile)
Orbis Tertius - 2011, vol. 16 N°. 17.
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RESUMEN
En los cuentos “La nariz” y “La niña que quiso ser estampa”, de Marta Brunet, los personajes infantiles son portadores de discursos metatextuales, que revelan la relación de la autora con la institución literaria en Chile, durante la primera mitad del siglo XX. La figuración de la infancia en tanto objeto cultural, su utilización metafórica, será el punto de partida para reflexionar sobre la ambigua inserción de Brunet en la “ciudad letrada”, las operaciones miméticas que debió proyectar con miras a ser aceptada entre sus contemporáneos y la construcción de personajes femeninos en trayecto hacia la autonomía personal y creadora.
Palabras clave: infancia - mímesis - criollismo - metatextualidad - género
ABSTRACT
In the short stories “La nariz” and “La niña que quiso ser estampa” by Marta Brunet, child characters carry metatextual discourses revealing the author’s relationship with the literary institution in Chile during the first half of the 20th century. The representation of childhood as a cultural object and its metaphorical use will be the starting point to reflect on Brunet’s ambiguous insertion in the “lettered city”, the mimetic operations she had to project in order to be accepted by her contemporaries and the construction of female characters aiming towards a personal and creative autonomy.
Keywords: childhood - mimesis - criollismo - metatextuality - gender
Adelante, lector. La niña te espera...
Solita Sola, Marta Brunet
Los primeros comentarios sobre la obra de Marta Brunet (1897-1967), escritora chilena ganadora del Premio Nacional de Literatura en 1961, puntualizaban su novedad “psicologizante” en el marco del naturalismo vernáculo. Bajo el rótulo de “criollismo”, la singularidad de estas obras era proyectada como un momento más en el continuum de la historia literaria nacional, agrupando textos muy disímiles. Recién alrededor de la década del 50, se fue erigiendo otra mirada en torno a la escritura brunetiana. El crítico uruguayo Ángel Rama y otros investigadores en Chile valorizaron su discurso sobre la mujer, abriendo nuevas perspectivas para su lectura. En los últimos años, desde los estudios culturales y de género, se ha podido abordar con una mayor apertura crítica una serie de cuestiones mucho más vastas en su escritura, relativas a la conformación de las identidades durante los sucesivos momentos de la modernización nacional.
Como han señalado durante esta última década diversos investigadores, la narrativa brunetiana fue bastante más allá de una crítica a la subordinación de las mujeres (particularmente campesinas). No era sólo la violencia experimentada por ellas al interior del hogar lo que Brunet reflejaba en su trabajo, sino, como escribe Rubí Carreño, aquella vivenciada por “la sociedad chilena en su conjunto” (2002), la que era representada como en sordina. Según esta crítica, bajo los códigos criollistas “los golpes, incestos, asesinatos, la explotación intergéneros e interclases que ocurren en la casa-fundo, son tolerados e incluso hechos invisibles”.
No obstante, subyacen a la lectura como una suerte de confidencia o revelación de una trama oculta lo que Carreño considera “los secretos familiares/nacionales”, secretos que derivan, como subrayan ella y otros críticos, de un orden de relaciones aún feudal. Éste, a juicio de Eugenia Brito, controla “economías y psiques en un lugar que funciona como metáfora de la precariedad de los sistemas político-culturales de las pequeñas provincias y pueblos latinoamericanos” (2000). Evidentemente, la modernización nacional —anómala desde una perspectiva estrictamente racionalista—, detona en las ficciones brunetianas fuertes desencuentros entre la economía capitalista y la tradición del campo chileno, atrapando a los personajes en relaciones normativas que erotizan y reprimen muy particularmente sus sexualidades. Las economías sociales tensionan la inserción individual en comunidad a tal punto que, como argumenta Kemy Oyarzún, “a través de toda la obra de Brunet, las trizaduras de los registros de lo público y lo doméstico pueden hacer proliferar, a partir de experiencias desgarradoras y frecuentemente siniestras, subjetividades descentradas y nomádicas” (2000). Mucho más allá del reconocible paisaje criollista, el hallazgo de la interioridad caótica en los espacios domésticos y de las pasiones de sujetos divididos (Llanos 2009) tensionados por una modernidad que revela permanentemente sus fracturas, es una cuestión que hoy no se puede eludir.
Entre estos sujetos se encuentran los personajes infantiles creados por la autora. Al interior de los hogares, o en lugares limítrofes, membranas de paso entre la calle y la casa — como es el caso del jardín—, allí esperan ser vistos por una crítica que habitualmente alude a ellos, pero los soslaya en tanto objeto crítico, esto es, como subjetividades que cuentan en la construcción de una imagen de país. ¿De qué modo la inserción de la infancia, lejos de domesticar o restar fuerza a una propuesta estética reveladora de violentas fuerzas sociales, que dislocan las subjetividades, puede, por el contrario, apuntalar o subrayar la condición “nomádica” de esta producción? La propuesta que presento se enmarca en una lectura más amplia de los personajes infantiles de Brunet, los que suelen vehiculizar las reflexiones metatextuales de la autora y en esta ocasión analizaré desde la perspectiva del contrato mimético que supone su inscripción en la llamada corriente naturalista. Para ello abordaré dos relatos suyos: “La nariz” (compilado en las Obras completas bajo el título “Otros cuentos”, 1962) y “La niña que quiso ser estampa” (Raíz del sueño, 1946).
Antes de analizar estos cuentos, quisiera explicitar el interés que tiene el punto de vista infantil para abordar críticamente estas cuestiones. La infancia, en tanto objeto cultural, ha sido soslayada por la crítica, abordada sólo como una suerte de “Otro domesticado” (Goodenough et al.1994: 2), pero sin lograr desentrañar del todo la clave de esa otredad, que como señala la etimología de la palabra, infantia, es inefable. El punto de vista particularmente creativo y subversivo de la infancia, propio del habla infantil aún no apropiada por la intencionalidad social o cultural (Goodenough et al. 1994: 4), constituye, por lo mismo, una importante desiderata de la literatura moderna, que la emplea como metáfora, mito y utopía. Según el crítico español Fernando Cabo, la infancia constituye un concepto liminar, que facilita “el afianzamiento contradiscursivo de la literatura” (Cabo 2001: 9), representando valores y tendencias que funcionan como la contracara de los discursos dominantes, tanto desde el punto de vista social como epistemológico. La idea de una contradiscursividad radicada en la infancia se ajusta, por cierto, a la propuesta de lectura de Julio Ramos, sobre las relaciones entre literatura e ideología en América Latina durante la segunda mitad del siglo XIX. Él plantea que el escritor cubano José Martí fue uno de los primeros que propuso en América, hacia 1880 y en contra del duradero positivismo oficial, “la prioridad de un saber basado en la ‘ciencia que en mí ha puesto la mirada primera de los niños’” (Ramos 2003: 25). Esta mirada se vincula con la representación y conocimiento del mundo primigenio americano, bajo las tensiones de la modernización y la política de inspiración racionalista, una mirada que aparece como subversiva. En Chile, la narrativa de Brunet y de un puñado de colegas suyos que propugnaron significativas críticas sociales a través de su literatura (pienso en Oscar Castro, Manuel Rojas o José Santos González Vera), coloca en los niños, significativamente, discursos que cuestionan las normatividades de la lengua, el género, la cultura letrada, valorizando, como propone Ramos, “materiales —palabras, posiciones, experiencias— devaluados por las economías utilitarias de la racionalización”, los saberes “ocultos” que habitan los imaginarios locales y personales y que los niños, actores aparentemente ingenuos, revelan.
Ester Melón de Díaz plantea que, desde su segunda novela, Bestia dañina (publicada en 1926), Brunet revela “un gran interés en la sicología de los niños” (Melón de Díaz 1975: 101), interés que es también estético y político. Por lo general solos o incluso aislados, los niños brunetianos suelen estar bajo la tutela de figuras hostiles o indiferentes, representaciones, escribe Cecilia Rubio, “de un núcleo familiar pervertido (y perverso)”, familia que, en su opinión, representaría metafóricamente “un cuerpo social que (…) entra en tensión con el discurso del Estado protector” (1995), en que la soledad infantil pareciera metaforizar una orfandad mucho más vasta.
La atención de Brunet en los niños se consolida en las narraciones de Reloj de sol (1930), colección de cuentos en que el título alude a las edades de la vida, como lo hacen también los títulos de cada sección (“Alba”, “Mediodía”, “Ocaso”). Allí encontramos tres cuentos protagonizados por niños: “Juancho”, “Francina” y “Lucho el mudo”. Juancho y Lucho son dos pequeños tocados por la muerte: el primero, por la de la madre, a la que trata de despertar en su ataúd, el segundo, por la propia, en el afán de oponerse a un padrastro, a quien en realidad sí quiere. Francina no vive en el ominoso mundo de Juancho y Lucho; por el contrario, el cuento revela el descubrimiento, por parte de la niña, de su vital femineidad. Me detengo en ella porque anticipa de algún modo a la pequeña protagonista de la novela Humo hacia el sur (1946), Solita, a quien Brunet no sólo convierte en protagonista de una serie de cuentos escritos aparentemente a fines de los 40, bajo el título Solita sola, sino que parece ser también destinataria de los cuentos infantiles de la colección Cuentos para Mari-Sol[2] (1938). Ambas niñas se solazan en la lectura y viven algo ajenas a la triste realidad familiar. La de Solita, su personaje “favorito” (Brunet 1963: 170),[3] es una suerte de protohistoria, un fragmento temprano de la autobiografía jamás escrita por Brunet, apuntada sólo en el devenir infantil de este y otros personajes,[4] principalmente niñas ensimismadas y obsesivas hasta el punto de autodestruirse. Me referiré específicamente a dos de ellas: Margarita, de “La nariz” y María Casilda, de “La niña que quiso ser estampa”, a las que se les puede aplicar la misma frase con que Brunet ilustra la experiencia de Francina: “no la arredraba la realidad; mejor dicho, no llegaba a verla” (p. 23).
En ambos relatos, se plantea de manera explícita la relación de las niñas con el gesto imitativo, propio del juego infantil y usualmente vinculado al arte,[5] y se efectúa, a mi modo de ver, una puesta en abismo de la enunciación brunetiana.
Margarita, en “La nariz”, revela desde muy temprano su obsesión; la niña, de siete años, aparece con los ojos “enormes, desproporcionados, inescrutables, mirando en cada rostro con sostenida fijeza el perfil de la nariz” (p. 264). Como ocurre con Solita, esta niña es portavoz de un rotundo discurso sobre la autenticidad: en su examen de las narices decide que las narices “siempre dicen la verdad. No saben hacer guiños, como los ojos, ni sonreír, como la boca. Cuando toda la cara dice mentiras, sólo la nariz se porta bien y dice lo que siente” (p. 267). Evidentemente, la metonimia, llevada al paroxismo —la curiosidad por conocer el perfil de Dios, la pregunta por la probable muerte de las narices— señala en la niña una búsqueda esencial, que en el caso de Solita dice relación con la autenticidad de la palabra, y en el otro cuento que analizaré, en una fijación por la belleza esencial de las imágenes.
La búsqueda de Margarita está cruzada también de alusiones al género. Así, la primera pregunta que hace la niña en el relato: “—Abuela, ¿por qué tu nariz no se parece a la de papá?”. La abuela responde: “Porque papá es hombre y yo soy mujer” (p. 265). La diferencia hombre/mujer se marca varias veces: las mujeres de la casa no comprenden a la niña, la agobian con su desconfianza o indiferencia:
Margarita esperaba, ¿qué? La voz de la madre dando una orden, los ojos fiscales de tía María Elena, la abuela con sus promesas a ras de labios, las impertinencias de las otras niñas, Sunta con la seguridad de su amparo. Tal vez nada. Sí. Terminó por no esperar nada (p. 270).
Hostilizada por ellas, Margarita enmudece, al punto de provocar la preocupación del padre, único varón de su entorno, quien le ofrece consuelo, acunándola “sin palabras”:
Seguía meciéndola enternecido, ganado por la súbita conciencia de su responsabilidad, trazándose una conducta para el futuro. La niña se dejaba hacer, entre suspiros, repitiendo las mismas palabras mojadas de lágrimas, ganada por la certeza de ese maravilloso refugio que se le aparecía de pronto, adormecida por una especie de bienaventuranza, relegado ya su dolor a los lindes del recuerdo, sintiendo con el instinto que afinara el sufrimiento que una fuerza todopoderosa empezaba a crear a su alrededor una zona de paz invulnerable (p. 269).
En esta escena, sutilmente erótica, del padre y la hija alzando un muro de intimidad, hay un mensaje sobre la complicidad —con aires ilícitos— en que el padre facilitará a la niña espacio y apoyo para encauzar sus obsesiones.[6] Es así como a este episodio, sigue un viaje de ambos, recibido con sorpresa por las otras mujeres de la casa, a una hacienda en la montaña, el tipo de paisaje insistentemente retratado por la narradora, un espacio primigenio donde nada podrá interrumpir el idilio edénico de padre e hija: “Margarita tenía la impresión de inaugurar un planeta, de estar en medio de un mundo prodigiosamente antiguo, aún no visto por ojos humanos” (p. 269). Es en este medio que la niña puede seguir su instinto y “descubrir” el sentido que tiene realmente su obsesión por las narices. Encuentra un trozo de madera, “una extraña forma alucinante, que pugnaba por expresar algo”, de la que extraerá una escultura, el retrato de su padre.
Él la sorprende absorta en su trabajo, rasmillada y sucia, la mueca “endurecida”, “mientras las manos autoritarias manejaban y vencían la tenaz oposición de la larga liana de un alambre, fijando una rama con otra, una raíz a una piedra”. Padre e hija observan embelesados la obra: “El padre la atrajo tiernamente a su lado, sin quitar los ojos del amasijo de donde surgía evidente, aun de sus errores, el resplandor de un sentido. (…) ¡Al fin! ¡Y qué sencillo y natural era todo! ¡Y qué hermosamente terrible sería todo en adelante!”. Para poder crear, pues, evidencia su necesidad de colocarse bajo el alero paterno, despertando en este padre amante el primer aplauso de su carrera artística:
El padre la atrajo tiernamente a su lado, sin quitar los ojos del amasijo de donde surgía evidente, aun de sus errores, el resplandor de un sentido. Una tensión, una fatiga que no era producto de sus afanes del día, se desvanecía en él súbitamente. ¡Al fin! ¡Y qué sencillo y natural era todo! ¡Y qué hermosamente terrible sería todo en adelante! (p. 273).
La narración en estilo indirecto libre parece atravesada por otra episteme, una voz que surge desde fuera del relato para señalar eso “hermosamente terrible” que despunta en el ejercicio figurativo, aquello que da sentido a la loca obsesión de la niña, quien declara saber, ahora, “por qué me gustaban las narices…” (p. 273). El hallazgo es comentado en el final del cuento como sigue:
También lo sabía ahora el padre. Era como si deletreara símbolos sin sentido. Que Margarita aprendería a leerlos. A leerlos de corrido. Y a escribir en ese idioma. La niña continuó con la misma mezcla de expresiones:
—¡Lo que tendremos que pelear con “ellas”! Porque no “les” va a gustar nada que yo haga estas cosas. Pero “nos” defenderemos, ¿no es cierto? (p. 273).
A partir de este relato quisiera establecer algunas asociaciones. La primera en relación con el acto de creación de la niña, el que aparece, efectivamente, como el deletreo de una escritura otra. Su materia primera, la que se presta para la creación de ese amasijo que es el rostro paterno (curiosamente, Amasijo se titula la última novela de Brunet, sobre un escritor atormentado por su identidad homosexual), es la naturaleza, el paisaje que fue la materia primera del llamado criollismo. Lo imitado son las facciones paternas, “símbolos sin sentido” que la niña aprenderá a leer “de corrido”, asociación con la cultura letrada encarnada por el Padre, que servirá, en el futuro, de dique de contención respecto del universo familiar femenino. Por otra parte, de acuerdo con mi lectura sobre las asociaciones metatextuales presentes en la narración, la creación de la niña aparece, efectivamente, como el deletreo de una escritura otra, que está dada o viene de la propia naturaleza (como el primer criollismo que exaltó el paisaje primigenio), hasta el punto que el primer retrato realizado por ella emerge literalmente de la tierra, del paisaje (una corteza de un árbol). Por otra parte, ese “libro” que ella aprenderá a deletrear, codificado y pleno de sentido para el que sepa leer, puede ser entendido, desde una perspectiva literaria, como la tradición en que necesariamente sus creaciones deben inscribirse; cabe mencionar como referente literario de la creación brunetiana el realismo “tanto de españoles como de franceses” (Brito 2004).
“La nariz”, pues, puede ser leída como el acercamiento de la niña/aprendiz al Padre, el que se equipara a la figura de Dios en el contexto del cuento, cuando vemos que la niña declara su intención de “verle las narices a Dios”, “pero a Él mismo. No a esos cuadros en que dicen que está Él. Y que no es cierto, porque nadie le ha hecho un retrato a Dios”. El anhelo esencial de la niña, de ver ese rostro (hasta ese momento solo se ha hablado de narices y perfiles), resuena en la recreación del rostro paterno, en que emerge, como sugiere la narración y a los ojos del propio padre que hace las veces de lector/espectador, el resplandor (beatífico) de un sentido. Padre, Literatura y Dios configuran el triángulo en que la niña se protege del mundo y principalmente de esas “otras” que ningún sentido pueden aportar a su imaginación. Hay, por cierto, una tensión no resuelta, que la autora irá desarrollando en diversos textos, donde es recurrente la polarización entre mujeres transgresoras y mujeres domesticadas por el ambiente,[7] en un juego complejo en que esta opción de la niña “rebelde” por el mimetismo bajo el alero paterno, no parece demasiado rara. El padre no sólo orienta a la hija en su búsqueda artística: la acoge, la celebra y la protege de “ellas”. A partir de esta escena, me parece viable trazar una relación con la acogida que la crítica androcéntrica dio a la textualidad brunetiana, asimilada por ellos como propia de un varón.[8] Las mujeres del cuento, por el contrario, parecen servir de espejo a las mujeres del ambiente chillanejo de Brunet, quienes consideraron escandalosa su primera novela, Montaña adentro (1923).[9]
En “La niña que quiso ser estampa” la neurosis de su protagonista infantil toma cauces muy distintos. Una mujer de visita en la elegante casa de la abuela de María Casilda, de solo diez años, exclama admirada, al ver a la pequeña vestida finamente por su abuela, que parece “un ángel de estampa” (p. 161), halago que gatillará la obsesión de la niña por este tipo de imágenes. Como Margarita, ella habita una casa lujosa en que el entorno femenino no puede (o no sabe) cobijarla, menos contener la fuerza destructiva de su furor estético.
Es la abuela, en todo momento inconsciente del camino peligroso que ha tomado la nieta, quien le explica qué significa la palabra “estampa”. Primero lo hace de un modo reveladoramente torpe: “estampa es… una estampa inglesa”, envío a un universo de imágenes foráneas que ya comentaré más adelante. Luego tienta la abuela nuevamente, esta vez con más éxito: “Estampa es —terminó contenta de dar fin a la explicación— un cartón o un papel, grande o chico, que representa algo muy bonito” (p. 162). Desde ese instante, María Casilda vivirá para representar la estampa en su propio cuerpo:
Una estampa era algo muy bonito. Y ella parecía una estampa (…) desde entonces se esmeró en parecerse a las figuras que le servían de modelo. Por temperamento sus actitudes eran plásticas, poseía el sentido de la armonía y del color. No tuvo más trabajo que vigilarse y, sobre todo, vigilar la impresión que producía. Ese era su triunfo al principio. Sentir cómo todos iban callando, convergiendo las miradas en ella, para que alguien, con un renovado fervor, dijera la frase que era ya habitual:
—¡Parece una estampa! (p. 163).
El texto presenta a la niña en un devenir imagen constante. Ella ensaya las más diversas figuras observadas en sus estampas, procurando parecerse a los modelos: “No tuvo más trabajo que vigilarse y, sobre todo, vigilar la impresión que producía” (p. 163). En este juego mimético se desechan una y otra vez las figuras representadas, al punto que lo que llega a importar es la propia mímesis, la fijación de la imagen. El encanto de la niña es descrito contradictoriamente por el narrador, quien al mismo tiempo asevera que evoca la imagen de “una niña del pasado siglo”, pero niega en ella los signos mismos de la niñez: “sin ninguna de esas rollizas características que definen la infancia” (p. 162).
La performance de este ángel/niña/no niña, travestismo que anticipa el desenlace, va minando su salud; los actos miméticos la obligan al silencio y la inmovilidad, cuestión que una vez más percibe sólo el padre de la niña. La situación se torna más peligrosa cuando un niño le pide ser su novio. La pequeña, obsesionada por las imágenes que ha observado, le exige un beso para su estampa de enamorados. Él se asusta de la fervorosa reacción y se aleja. El resultado es inesperado:
Ella había tenido un novio y lo había perdido. Tenía que estar triste, suspirar, poner una mano en el corazón, contemplar la tarde desteñida de tonos, quedarse pálida y enflaquecer, tomar vinagre y desear morirse, porque la vida para ella no tenía ningún objeto. Así eran las heroínas de las novelas color de rosa que la abuela, a su insistencia por leer algo que no fueran cuentos infantiles, había terminado por entregarle (p. 166).
Lo inesperado de esta situación se relaciona con el abrupto giro que sufre la narración: el gesto imitativo, basado en la observación de imágenes, ahora tiene otro referente, “las novelas de color de rosa” de la abuela. No es la única vez que Brunet alude, en clave irónica a mi modo de ver, a esta literatura, que aquí aparece claramente nociva, al consolidar en la niña un modelo femenino devastador. La obsesión por parecerse a una de estas heroínas la lleva a buscar el vinagre a escondidas, hasta quedar en los huesos. Y este es el desenlace, cruel como muchos de los finales brunetianos:
Soñó su última estampa. Iba por un camino de menudos caracoles que decían el mensaje de lejanas olas. Enormes flores color de cielo bordeaban el camino (…) El camino terminó de pronto bajo un arco y allí se quedó ella, inmóvil.
Se miró los pies, que ahora sentía sobre el suelo. Y al mirarse los pies se vio el traje, como nunca se lo había hecho la abuela, tules flotantes de un claro verde, con estrellas que refulgían entre sus pliegues sujetos por una estrecha cinta de oro. Y en una mano tenía un lirio carmesí de largo tallo y la otra mano en el aire se alzaba en un vago gesto de adiós.
Fue entonces cuando aparecieron dos ángeles con dos grandes tijeras, recortaron de la vida la estampa de María Casilda y se la llevaron para fijarla en las galerías celestiales por toda la eternidad (p. 167).
La muerte, que suele rondar a los personajes infantiles de Brunet, aquí me parece aleccionadora en relación con el cuento anterior, ya que de la lectura de imágenes foráneas, europeas, de las estampas guardadas “en el escritorio del abuelo” o bien, las representaciones de heroínas anoréxicas de las novelas rosa, no parece posible proyectar “el resplandor de un sentido”. La mímesis no añade nada, a diferencia de lo que ocurre con el trabajo artístico de Margarita. María Casilda sólo parece prestar su cuerpo a la imagen, funcionar como una pantalla y recibir la mirada admirativa de los demás, que operan un vaciamiento y la transforman en imago, en superficie muda. En este melancólico relato, la puesta en abismo revela los alcances que puede tener el aparentemente ingenuo juego mimético, cuando éste toma como modelo la galería de bellas imágenes y románticos discursos destinados a la mujer. El padre, aunque consciente del peligro, no logra salvar a la hija porque las mujeres, “las otras” de María Casilda, son quienes mandan. Mientras en “La nariz” la niña/artista aparece encerrada en la burbuja de la protección paterna, en “La niña que quiso ser estampa” el único horizonte es la aniquilación total, en un final que revela el aspecto siniestro y también absurdo de la belleza que persigue.[10]
Por otra parte, en “La nariz”, la mímesis se ensaya respecto de un modelo natural y en un entorno que facilita los materiales para la creación artística: madera, alambres, palos; la escritura es decodificación del universo, creación por analogía que es uno de los rasgos de la literatura europea desde el romanticismo. Aparentemente, la alianza con la naturaleza, que la acción de la niña instrumentaliza y proyecta en un nuevo objeto, un objeto artístico, ofrece una mejor salida a la neurosis infantil. La niña/artista allí no muere, pero tampoco es autónoma. En otros relatos de la autora, en que ella vuelve sobre la misma triangulación niña/mujeres/padre, la cuestión se resuelve de un modo más alentador desde la perspectiva de la autonomía del personaje femenino portador del discurso rebelde. Por ejemplo, en Humo hacia el sur, donde Solita se diferencia de su padre, el que ya no aparece protector ni todopoderoso sino, muy por el contrario, decaído y cobarde, ajeno por completo a la vitalidad imaginativa de su hija, la que rescata explícitamente el valor de la oralidad y ciertas formas de habla (no hegemónicas) como discursos portadores de la autenticidad, en contra de las “gramáticas” del mundo letrado.
Ya para concluir, quisiera enfatizar la efectividad de estas puestas en abismo de la enunciación brunetiana, a través de figuras infantiles que, en primera instancia, parecen actuar historias fantásticas o surreales, en consonancia con los modos perceptuales de la niñez, pero que pueden ser leídas desde ópticas globales, intentando escudriñar la poética de la autora y su discurso sobre la difícil escena en que se gesta, durante la primera mitad del siglo XX, la producción escritural de las mujeres y la suya propia, entre la opresión y la fatal idealización romántica asociada a lo femenino, y la ley del padre letrado que obliga al ejercicio mimético. Es así, como plantea la investigadora chilena Gilda Luongo respecto de autoras de ese período, que surge un ejercicio crítico “obligado a iniciar su etapa balbuceante en torno a estos textos que portan una nueva decibilidad”. En este caso, he intentado sacar del olvido a los personajes infantiles brunetianos, los que proyectan sus fantasmagorías en historias que hablan, secretamente, de escritura, género, mímesis y canon.
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NOTAS
[1] Este texto, con algunas modificaciones, es un fragmento del prólogo a las Obras completas de Marta Brunet, edición crítica que aparecerá próximamente en la colección “Biblioteca Chilena” de la U. Alberto Hurtado (Santiago de Chile). Hasta hoy, la única edición de las Obras Completas es de Zig-Zag, 1963.
[2] Mari-Sol, María Soledad, parece ser el nombre de “Solita”, hija a su vez de María Soledad, la inocente madre de Humo hacia el sur. No me ha parecido demasiado temerario proponer esta asociación.
[3] Las citas de Brunet han sido tomadas de las Obras completas de la autora. En adelante, sólo referiré el número de página que corresponda.
[4] Varias de las biografías de Brunet —las que guardan una semejanza inquietante: poco se sabe sobre la vida de la escritora— anotan cuestiones presentes en la narrativa de la autora: la madre enferma, el padre ausente, una niñez singular como hija única, cercana a los animales y la vida campestre.
[5] Juego y creación son en estos relatos actividades que se identifican, al modo en que Freud hacía entre ellas una conexión psíquica: “No olviden ustedes que la insistencia, acaso sorprendente, sobre el recuerdo infantil en la vida del poeta deriva en última instancia de la premisa según la cual la creación poética, como el sueño diurno, es continuación y sustituto de los antiguos juegos del niño” (Freud 1979: 134). La identificación se produce, por cierto, en relatos de atmósfera onírica, en que el juego mimético infantil parece cuestión de vida o muerte.
[6] Las relaciones incestuosas son abordadas en varios de los relatos brunetianos (“Aguas abajo”, “Piedra callada”), de modo muy explícito.
[7] Escribe Ángel Rama: “habrá mujeres integradas al orden de la sociedad, fieles servidoras y transmisoras de los valores establecidos, y a su lado las rebeldes que niegan el sistema y de él se excluyen, apostando sin cesar por su libertad con el fin de alcanzar, plenamente, la condición humana” (1967: 12).
[8] Todavía en 1957, Raúl Silva Castro caracteriza a Brunet ni más ni menos que por la “varonilidad de su talento”. Por otra parte, Alone, en el prólogo a la primera edición de las Obras completas de la autora, escribe: “En cuanto una mujer sabe encadenar las ideas no se desmide en las imágenes y dirige sin vacilación su pensamiento, el hombre la mira extrañado y la encuentra parecida a él…” (p. 13), figura de la desmesura que es asimilada, “normalizada” por el crítico varón. En un artículo de 1967, Manuel Zamorano reúne varios de los mitos y lugares comunes tejidos por este tipo de crítica en torno al trabajo brunetiano: “Contaba apenas con 22 años cuando escribe su libro más logrado, de vigoroso estro poético, reciedumbre criollista y perspicacia perceptiva y conceptual que recuerda los más logrados libros de los mejores novelistas chilenos. A pesar de su delicada condición femenina, ella muestra algunos matices de extraordinaria fuerza y realismo en el relato y en la observación de los personajes y de las situaciones que ellos viven…”.
[9] Así lo refiere la propia Brunet en una entrevista titulada “Brunet fue calificada de inmoral y hereje”: “Cuando salió la novela, las señoras beatas de Chillán armaron un lío tremendo, acusándome de inmoral y de hereje. Las niñas de las familias bien, recibieron orden de quitarme el saludo…” (Anónimo 1961). En la novela se presenta la historia de dos mujeres que viven solas, una de ellas madre soltera, que reciben en su casa a temporeros que trabajan en el mundo agrícola y que viven el hacinamiento y la precariedad de esa situación.
[10] Otro tanto ocurre en el relato, también de Raíz del sueño, “La otra voz”, en que una muchacha, María Clementina (la “Nena”), todavía muy cercana a la niñez (“tan de niña anhelante la voz”, p. 157), vive una vida rutinaria, angustiada por la eventualidad de la muerte y curiosa de lo que será sentir el amor. “Ella conoce el amor de las novelas rosa, en que los enamorados tienen palabras, encendidas palabras, tremolantes palabras, calcinadoras palabras para traducir la pasión, pero en que siempre los cuerpos están ausentes. Es como si de ellos solo existiera la voz” (pp. 157-158). Brunet una vez más escenifica la mímesis del personaje femenino, quien, ante el juego que le propone su “festejante” — le habla como un caballero antiguo— responde en ese tono hasta llegar al punto de no controlar su juego y quedar reducida a unas palabras que se hablan solas, con “otra voz” que rechaza al varón, se hace dueña de la situación y la deja suspendida, incorpórea, en la locura: “y un denso viento, ese viento que ella había esperado siempre que soplara trayendo la desolación, el llanto y la muerte, la arrastraba implacablemente, más allá de la conciencia, del fantasmal trasmundo donde la otra voz seguiría imponiéndose a la silenciosa contracorriente de la suya” (p. 161).
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BIBLIOGRAFÍA
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ANÓNIMO (1961). “Brunet fue calificada como inmoral y hereje”. Zigzag Vol. 2956, nº 59.
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[http://www.brunet.uchile.cl/estudios/brito_pertenencia_historica.htm; con acceso el 28-08- 2010]
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BRITO, María Eugenia (2000). “Territorialidades Nómades (sobre Humo hacia el Sur, de Marta Brunet)”. Revista de Teoría del Arte, nº 3: 132 - 145.
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