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Desnudez esencial
Jeidi, Isabel M. Bustos, Libros del Laurel, 2017, 159 páginas

Por Lorena Amaro
Publicado en Revista Santiago, 20 de Septiembre de 2017


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¿En qué reside el encanto y la buena fortuna de un libro como Jeidi, de Isabel M. Bustos? Como muchos otros textos publicados en los últimos años, se focaliza en la historia de una niña durante la dictadura pinochetista, situación que se aborda indirectamente, como en sordina. La historia transcurre en 1986, año en que las violaciones a los derechos humanos y la movilización política generaban una gran tensión social. Nada de esto es explícito en el pequeño universo de Jeidi, pero sí se recuerda, por ejemplo, que por esos años se producían las famosas apariciones de la Virgen de Villa Alemana. Como Miguel Ángel Poblete, el niño cuya vida se vio devastada por aquella oscura experiencia, Ángela Muñoz (Ángel/Ángela) es una niña “milagrosa” que vive en un pueblito de provincia; sus vecinos la llaman “Jeidi” porque vive con su abuelo en la punta de un cerro. Huérfana de madre desde su nacimiento, abandonada por su padre, la niña manifiesta un embarazo virginal y el lector puede asistir a sus aparentes diálogos con el Espíritu Santo: ¿milagro, locura, efecto de una infancia traumática?

La respuesta queda hasta cierto punto abierta y es más fructífero analizar los efectos de esta situación maravillosa en la cotidianidad y las ambiciones de los habitantes de Villa Prat, localidad que como hoy sabemos, quedó devastada por el gran terremoto de 2010. En el texto de Bustos aparece como un lugar adánico, un enclave propio del campo chileno. Su actual destrucción, no mencionada en el libro, debiera ser tenida en cuenta para leer lo que la novela sugiere: una historia de inocencia y ruina, de esperanza y derrota. Una visión irónica de la decadencia y el escaso futuro de la vida sencilla de un pueblo, de su abandono por parte del Estado, de la precariedad con que estas colectividades prácticamente premodernas enfrentan el mundo del dinero, el espectáculo y el prestigio social, perdiendo, casi siempre, su dignidad.

¿Cómo enfrentar, sino desde el asombro y la indefensión, la insistente irrupción en este mundo arcádico (aunque pobre), de formas residuales, a veces incluso grotescas, estéticamente espurias, del llamado progreso? Las menciones a programas como el  Jappening con JaSábados Gigantes, y los primeros VHS piratas o una polera de la ropa americana, son elocuentes: “La teleserie es nacional, pero parece que fuera en otro mundo, con mansiones, discotecas y pura gente muy linda. (…) La música es en un castellano que parece inglés”. Santiago crece y el pueblo se va despoblando, al tiempo que esta modernidad sustituta, parchada, lo devora, nada hace por él.

Es de este modo que la mirada ingenua, focalizada en la niña y los singulares habitantes del pueblo, no es ofrendada en pos de un naturalismo inocentón, sino que insidiosamente se detiene en la cotidianidad de estos personajes para mostrar, a partir de sus conversaciones aparentemente triviales y de su relación con los objetos más toscos, una condición económica y política, en una tradición que indaga en las imposibilidades de nuestra modernidad periférica: José Santos González Vera en Alhué, Marta Brunet en Humo hacia el sur,  José Donoso en El lugar sin límites, Álvaro Bisama en el más cercano y sintomático Ruido. En estas narraciones el pueblo de provincia aparece como un temblor, una imagen mal enfocada, a punto de desaparecer. Sus habitantes conectan equívocamente la escasa información que manejan a través de la tele o la radio, con formas imposibles para ellos, de bienestar y glamour.

Esta incipiente cultura “pop”, compartida por una generación de persistente melancolía, proporciona la imagen de una sonrosada Heidi corriendo por los pastos alpinos de la mano de su fiel amigo Pedro, la que contrasta cruelmente con la situación de abandono y precariedad de la pequeña protagonista de este libro, cuyo hijo bien podría ser producto de la violación de su abuelo, del “tonto” del pueblo o de quienes la “educan” en la precaria escuelita de Villa Prat. Nada hay aquí de esa Heidi que le pregunta a su abuelo por qué ella es tan feliz. Por el contrario: esta es una niña sola, cuyos títeres son los trapos sucios que hay en la casa (uno de ellos es su madre muerta). No cabe duda de la comicidad de muchos de esos diálogos, pero quedarse solo con eso sería un error. En estas interacciones hay dureza y sarcasmo: una melancolía que supura la posibilidad, cierta, del fracaso.

Con toda su abnegación y beatería, y aunque sujeta al amor de sus amigos incondicionales –Ariel y la Vicki, tan distintos de los europeos Pedro y Clarita- esta Jeidi, con una “J” bien audible y vibrante, está atrapada en su condición de niña medio abandonada. Incluso su extraordinaria voz, admirada por todos los feligreses que acuden cada domingo a misa y tienen la suerte de escucharla, jamás aparece como un trampolín para una vida mejor, sino que se transforma en un rasgo más de su milagrosa monstruosidad. Su cuerpo de apenas once años es un laboratorio místico al tiempo que un objeto disponible. Prueba de ello es que sus vecinos se beneficien económicamente del espectáculo de su embarazo: de la venta de estampitas, de la aparición de insólitos turistas, de la presencia de las cámaras en los primeros años de un circo que hoy campea en las pantallas matinales.

La fragilidad de la situación de Jeidi es, por cierto, otro abono para la lectura de esta novela con sentido del relato y el suspenso narrativo, sabia en la mixtura de voces “ahuasadas”, que para nada molestan, gracias a la economía del lenguaje de Bustos, una nueva autora que sabe describir sin aspavientos, sin caricatura, una especie de desnudez esencial.


 

 

 

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Jeidi, Isabel M. Bustos, Libros del Laurel, 2017, 159 páginas
Por Lorena Amaro
Publicado en Revista Santiago, 20 de Septiembre de 2017