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 Alejandro Zambra: la lengua privada de un poeta chileno
Alejandro Zambra: the Private Language of a Chilean Poet

Por Lorena Amaro Castro
Pontificia Universidad Católica de Chile
lamaro@uc.cl

Publicado en Revista Letral, Nº 28, enero de 2022



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RESUMEN

El asombro, la comicidad y complicidad en el uso de la lengua castellana en su variante chilena forman parte de un estilema zambriano: no es raro encontrar en sus textos narrativos y ensayísticos ironías, retruécanos y juegos semánticos, que con humor desestabilizan las garantías idiomáticas, al tiempo que apelan a una comunidad de sentido local. Esto se hace visible particularmente en algunos ensayos de Tema libre (2018) y en su última novela, Poeta chileno (2020). Coincide con la publicación de estos libros el incipiente trabajo de Zambra como traductor y la creciente internacionalización y traducción de sus propios libros al inglés y otras lenguas, proceso en que ha participado activamente, sobre todo en el caso del atípico Facsímil. Este artículo recoge algunas ideas del escritor en torno a la lengua y la traducción desde sus primeras obras, como también valoriza su apuesta por una narrativa que, sin caer en lugares comunes o chauvinismos, reflexiona sobre las construcciones locales de la lengua.

Palabras clave: Alejandro Zambra; traducción; chilenismos; pertenencia; ironía.


ABSTRACT

The amazement, comicality and complicity in the use of the Spanish language in its Chilean variant are part of what might be called a Zambrian writing style: it is not unusual to find ironies, puns and semantic games in his narrative and essayistic texts, which humorously destabilize the idiomatic rules, while appealing to a local sense of community. This is particularly apparent in some essays of Tema Libre (2018) and in his latest novel, Poeta chileno (2020). The publication of these books coincides with Zambra's incipient work as a translator and the increasingly internationalization of his career and translation of his work into English and other languages. Zambra has been actively involved in this process, especially in the case of the atypical Facsímil. This article gathers some of the author ‘s ideas regarding the language and the translation from his first works, as well as values his commitment to create a narrative that, without lapsing into common places or chauvinisms, reflects on the local con-structions of language.

Keywords: Alejandro Zambra; translation; Chilean slangs; belonging; irony.

 

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El comienzo de la novela Bonsái, publicada en 2006, es bastante conocido: “Al final ella muere y él se queda solo” (13). La frase, rotunda y fascinante por su brevedad y al mismo tiempo, por todo lo que expresa, tal vez eclipsa lo que viene en el párrafo siguiente, un opaco punto de partida para las ideas que busco desarrollar en el siguiente artículo. En ese segundo párrafo de la novela, el narrador cuenta cómo se conocieron sus sensibles protagonistas, Julio y Emilia: “La primera noche que durmieron juntos fue por accidente. Había examen de Sintaxis Española II, una materia que ninguno de los dos dominaba, pero como eran jóvenes y en teoría estaban dispuestos a todo, estaban dispuestos, incluso, a estudiar Sintaxis Española II...” (13). La sesión de estudio se transforma en una fiesta universitaria y ambos acaban reprobando el examen de esta materia, cuya elección, por parte del autor, no parece haber sido librada al azar. En lo que parece un guiño burlón, el narrador hace que sus románticos héroes literarios reprueben esta asignatura, que describe y defiende el uso correcto del castellano, quizá con el fin de señalar (o esto es lo que una lectora o lector puede, legítimamente, aventurar) la distancia que separa esa relación normativa y esquemática con la lengua, de la verdadera pasión que sienten Julio y Emilia por la literatura. Porque esta novela de amor es, también, una novela de amor a los libros, como lo pueden sentir dos jóvenes estetas para los cuales vida y literatura no están separados, sino que se recorren en un mismo carril.

La fractura entre norma y creatividad, entre institucionalidad y rebeldía literaria, es una nota que se sostiene a lo largo de todo el trabajo de Alejandro Zambra, uno de los escritores latinoamericanos más importantes de la última década. Poeta, narrador, crítico literario y ensayista, recientemente ha vivido períodos extensos fuera de Chile, su país de origen. Una estadía larga en Nueva York y luego su instalación definitiva en México, donde ha hecho familia con la escritora mexicana Jazmina Barrera, parecen haber marcado aún más su interés por la traducción lingüística y cultural. Quizá explica la creciente incidencia de temas como éste en sus libros: mientras en los ensayos, muy literarios, de No leer (2010) se percibe claramente al Zambra crítico y lector, lo que hallamos en Tema libre (2018) son más bien reflexiones sobre la lengua, la traducción y la escritura. Paralelamente, el escritor ha desarrollado el oficio de la traducción: debutó junto a Jazmina Barrera con La balada de Rocky Rontal, de Daniel Alarcón, en 2017 y más recientemente tradujo, también con ella, el libro Pequeñas labores, de Rivka Galchen (2018), un trabajo que el mismo Zambra releva en el ensayo “Traducir a alguien (I)”: “La soledad del traductor es minuciosa, por eso traducir de a dos, codo a codo, es tan sensato. Y cuando digo que es sensato quiero decir que es hermoso” (117). De este modo, Zambra inscribe su trabajo en una tradición de escritores/autores que no solo traducen, sino que reflexionan detenidamente sobre esta actividad, como es el caso de Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Marcelo Cohen y María Negroni, entre otros.

Sus personajes se mueven en un mundo literario: escritores nóveles y consagrados, libreros, ilustradoras, traductores y traductoras. Ya en Bonsái encontramos a la profesora de inglés y traductora María, con quien Julio tiene un “idilio” (51). Él le cuenta a María sobre la novela de Gazmuri (que él en realidad está inventando) y le asigna también este oficio a la protagonista de la misma: “Ella era traductora, igual que tú, pero de japonés. Se habían conocido cuando ambos estudiaban japonés, muchos años atrás. Cuando ella muere, él piensa que la mejor manera de recordarla es haciendo de nuevo un bonsái” (51-52). En un giro literario, la supuesta novela de Gazmuri se transforma en una puesta en abismo de la historia de Julio y Emilia, en una relación que emula la situación del huevo y la gallina: ¿qué es primero, la literatura o la vida? ¿El original o su plagio? Para el caso de la narrativa y ensayística de Zambra, habría que agregar, ¿el original o su traducción?

Pero no se vaya a pensar que estos énfasis posmodernos se resuelven en una especie de esteticismo desconectado de la crítica política o social. La literatura de Zambra es un buen ejemplo literario de lo que ha ocurrido en los últimos quince años en Chile, donde se da una profunda crisis de legitimidad de los discursos institucionalizados y normalizadores. Esta crisis se ha expresado en el llamado “estallido social” del 18 de octubre de 2019, que ha impactado en la cotidianidad de la población —basta con ver los rayados callejeros— con un discurso plebeyo, tránsfuga y crítico de los nuevos colonialismos, de la heteronorma, del neoliberalismo y otras herencias de la dictadura, como también de los símbolos del republicanismo elitista con que se forjara el ideario nacional chileno en el siglo XIX. La escritura de Zambra anticipa, es sintomática y denuncia con humor las injusticias que forman parte de la cotidianidad nacional, donde por mucho tiempo, dominar las formas cultas del lenguaje y acceder al empleo de otros idiomas han sido notas distintivas de una clase socioeconómica privilegiada. La educación pública chilena, prácticamente desarticulada bajo dictadura, no ofrece suficientes herramientas para la movilidad social, de aquí la profunda segregación y diferencia entre la élite y las clases populares (“a ellos enseñaron, secretos que a ti no”, dice el grupo de rock Los prisioneros en la canción “El baile de los que sobran”).

En el siguiente artículo abordaré tres aspectos de la obra zambriana vinculadas con el plano lingüístico: 1) la relación con la lengua materna, lejos de ser transparente, supone una opacidad que Zambra explora a través de diversos análisis semánticos, relevando aspectos apenas percibidos en la cotidianidad; 2) la traducción (lingüística, literaria, cultural) permite ahondar en esa reflexión iniciada en los registros de habla de la propia lengua, convirtiéndose en una de las herramientas narrativas más estables y definitorias de la escritura zambriana; 3) todas estas reflexiones se conectan con un motivo fundamental de la poética zambriana: la construcción de un sentido de pertenencia, perceptible no solo en la construcción de sus personajes sino también de su voz narrativa al encuentro de las y los lectores. Sobre estos aspectos daré cuenta a continuación.


1. “Real Academia de la concha de mi madre”

En las dos primeras partes de Poeta chileno (“Obra temprana” y “Familiastra”) se cuenta la historia de Gonzalo y Carla, tanto su primer e intrascendente encuentro adolescente, como el reencuentro en la madurez, cuando Carla ya tiene un hijo, Vicente. Como en La vida privada de los árboles, asistiremos en esta novela al lento proceso por el cual el protagonista, quien es o pretende ser poeta, aprende a ser padre de un niño. Gonzalo cría a Vicente en los primeros años de la infancia, pero la relación con Carla se quiebra; él parte a estudiar un postgrado en Estados Unidos. Esto marcará una ruptura absoluta de la familia que habían formado y su distanciamiento de la vida de Vicente.

En las otras dos partes del libro (“Poetry in motion” y “Parque del Recuerdo”), el foco está puesto en Vicente, quien después de la partida de Gonzalo se apropia de los restos de su biblioteca que quedan en casa y se hace él mismo poeta. Recién salido del colegio se enamora de la periodista norteamericana Pru, varios años mayor que él. Ella se encuentra en Chile a raíz de una serie de equívocos, y busca un tema sobre el cual escribir para un medio norteamericano. Finalmente se decide por hacer una crónica sobre el mundo de la poesía chilena y entrevista a una serie de poetas en un recorrido que emula, paródicamente, la novela de Roberto Bolaño Los detectives salvajes. Paralelamente a esta nueva historia amorosa mediada por lo literario, Vicente se reencuentra con Gonzalo. En una librería descubre el único libro que él autoeditó antes de irse a Estados Unidos, Parque del Recuerdo, nombre de un conocido cementerio de Santiago.

En sus más de 400 páginas —que rompen, con su extensión, la línea abierta por el autor con Bonsái, de novelas breves—, Poeta chileno desarrolla diversas líneas temáticas, desde las reflexiones ya enunciadas, en torno a la lengua, a otras cuestiones que dicen relación con la construcción de las masculinidades hegemónicas (específicamente lo que implica la función paterna), la normalización de una familia nuclear en una estructura conservadora que da cabida solo a las relaciones de padre, madre e hijo, el lenguaje como un instrumento fundamental en la estandarización y normalización de las relaciones familiares y el lugar de la literatura en el entramado social.

Desde el primer párrafo de esta novela se hace una crítica a las masculinidades hegemónicas: “Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los corpulentos hermanos mayores” (13); se plantea aquí un modelo de polos contrapuestos, en que madres y padres tienen un rol claramente asignado, de exceso afectivo, en el caso de ellas, y de distancia emocional, en el caso de ellos. Cuestiones como la fealdad de Gonzalo, la infidelidad de Carla y la eyaculación precoz desestabilizan la idea de una masculinidad poderosa. La crisis se expresa, en parte, con el cuestionamiento que hace Gonzalo al padre de Vicente, León, y a su propio rol dentro de la nueva familia: “Criar a Vicente era un bello desafío pero a punta de vacilaciones, errores e historias de solitarios consiguió estar a la altura” (81), explica el narrador. La pregunta de una cajera en el supermercado gatilla una pequeña crisis en Gonzalo, cuando le pregunta, por conversar, si Vicente y él son hermanos:

—No –contestó Gonzalo, titubeando.
—Y entonces, ¿qué son?
[...] A sus veintiocho años, Gonzalo se veía joven, pero no tanto como para que alguien dudara de que fuera padre de un niño de ocho. Igual podrían ser hermanos, se parecían un poco: ambos eran morenos, delgados y altos, de ojos grandes, los de Vicente más grandes, también su pelo era más negro y menos liso que el de Gonzalo [...]
—¿Y entonces qué son?
La pregunta de la cajera seguía en el aire después de veinte segundos, una cantidad insólita de tiempo para la preparación de una respuesta en apariencia tan sencilla. Vicente se dio cuenta de que Gonzalo estaba paralizado. No quería responder, pero sentía la mirada anhelante del niño, sentía la responsabilidad de responder.
—Amigos —dijo Gonzalo finalmente—. Somos amigos.
La cajera respondió con una sonrisa cautelosa y no preguntó nada más (84).

A partir de aquí se inicia una de las meditaciones semánticas de la novela: ¿existe alguna palabra mejor que “padrastro”, menos cargada de connotaciones negativas que ella? Gonzalo se percibe como mejor padre que muchos de los padres separados que ha visto que desganadamente se hacen cargo de sus hijos por un par de días. Se descarga escribiendo sobre esto, trata de darle “la forma de un poema rabioso y arbitrario” (93). E investiga la palabra que tanto le cuesta asimilar:

como concretando un pensamiento no formulado, tomó el diccionario y buscó la palabra padrastro. Leyó la primera acepción: ‘Marido de la madre, respecto de los hijos habidos por ella’. La segunda decía directamente ‘Mal padre’. La tercera le era desconocida: ‘Obstáculo, impedimento o inconveniente que estorba o hace daño en una materia’. Hasta la cuarta acepción, más bien técnica, le pareció humillante: ‘Pedazo pequeño de pellejo que se levanta de la carne inmediata a las uñas de las manos y causa dolor y estorbo’ (94).

La reacción de Gonzalo ante este marco descriptivo es visceral:

Diccionario de mierda, Real Academia Española de la concha de mi madre, pensó. ¿Quién era el mal padre, el obstáculo o impedimento, quién era el que estorbaba, el que hacía daño? [...]

Lengua española de mierda, pensó de nuevo, ahora en voz alta, en el tono medio científico de quien constata o aísla un problema. Ninguna palabra española terminada en el sufijo astro significaba o podía significar más que desprecio e ilegitimidad. El calamitoso sufijo astro ‘forma sustantivos con significado despectivo’, decía la RAE: musicastro, politicastro. La misma fuente definía la palabra poetastro simplemente como ‘mal poeta’(94).

Esto no obsta para apropiarse del sufijo astro para trabajar creativa, desafiantemente, lo que se percibe como una norma no solo lingüística sino también social. Con sus reflexiones, Gonzalo propicia en el mismo Vicente una actitud positiva, incluso cierta comicidad de cara a la palabra “familiastra”:

—Chao, abuelastra —interrumpió oportunamente Vicente.
—¿Por qué me dices así? —preguntó Mirta, contrariada.
—Porque eres la mamá de mi padrastro, o sea que eres mi abuelastra, respondió el niño.
El padre de Gonzalo también salió a despedirlos.
—Chao, abuelastro —dijo Vicente.
—Chao, nietastro —respondió jovialmente el aludido.
—¡Chao, familiastra! —gritó Vicente desde la ventana del auto, a manera de despedida (109).

En las citas anteriores también es significativo que, para expresar su contrariedad, Gonzalo emplee formas populares del habla local, como cuando, irónicamente, se refiere a la institución que regula la lengua con la fórmula “de la concha de mi madre”, usualmente empleada en Chile como en España la expresión “la madre que me parió”. La frase expresa con violencia las relaciones de poder y de rechazo vinculadas con el género; sin embargo, Gonzalo la emplea para subvertir la norma reguladora que lo violenta.

La novela abunda en estos chilenismos, expresiones populares que parecen revelar de manera única lo que ocurre en el mundo íntimo y familiar. Esto es medular en la propuesta política y estética de la novela, donde se sacrifica o complica la traducibilidad en pos de la búsqueda de cierta intimidad lingüística y complicidad con las y los lectores. Así ocurre por ejemplo cuando el narrador describe al abuelo materno de Gonzalo, un hombre abandonador e irresponsable al que no quiere concederle el “privilegio” del nombre, para llamarlo solo el “chucheta” (en Chile, una persona especialmente grosera). De cara a la celebración del cumpleaños de este personaje, le parece que su madre lo ha perdonado con demasiada facilidad y que la familia debiera haber sido mucho más severa con él: “los hijos del chucheta debían juntarse pero no para homenajearlo, sino para pegarle un balazo o unas cuantas patadas en los cocos o por último para darle entre todos una aleccionadora camotera, coronada por una generosa lluvia de pollos” (102). Las palabras con que se expresa la rabia —“cocos”, “camotera”, “pollos”—, están cargadas de una expresividad difícil de traducir, ya que para lxs chilenxs generan una particular atmósfera afectiva. Esta preferencia del autor, que puede incluso incomodar en su recepción extranjera —el crítico argentino Ezequiel Alemian, por ejemplo, remarca que “abundan en sus páginas los localismos del habla” (“Alejandro Zambra y hacer novela” s/p)— constituye una marca, propongo que muy intencionada, que permite articular las ironías y el humor nostálgico no solo de esta novela, sino de varios otros textos zambrianos.

La vida afectiva familiar se libra y se desarrolla a través de palabras. Particularmente conmovedor es el episodio en que Carla y Gonzalo enfrentan un aborto de Carla y deben hablar con Vicente:

Tuvieron que explicarle lo que ninguno de los dos había querido hasta entonces verbalizar: que había restos del feto muerto en el vientre de su madre. Usaron la palabra legrado, que les parecía más técnica o más compasiva que la palabra raspaje (Zambra, Poeta chileno152).

De lo que se trata en la novela es de descubrir en las palabras lo que el uso común ha desgastado. Esto es válido tanto para la localización de una palabra “técnica” —“legrado”—, como para los localismos vulgares. Las reflexiones de Zambra son de orden glotopolítico; es desde esta perspectiva que, por ejemplo, José del Valle describe el incumplimiento o alteración de la norma no necesariamente como “ignorancia gramatical”, sino también

como visibilización de una posición social y como potencial construcción y manifestación de sujetos políticos. Esos momentos de transgresión lingüística, en definitiva, son los que destapan la condición política —socialmente situada y ligada a intereses concretos—de la norma transgredida y desenmascaran a la ideología política que, tras el velo de naturalidad con que cubre la norma que custodia, se beneficia de su reproducción acrítica (“La política de la incomodidad” s/p).

Volviendo a Poeta chileno, es este carácter político el que advierte el crítico español Nadal Suau cuando lee en el pasaje dedicado a un informe escolar de Vicente una “excusa para someter la retórica psicopedagógica oficial a un análisis lingüístico e ideológico demoledor” (“Alejandro Zambra y la complejidad de la vida” s/p). La lectura que hace Gonzalo del informe sobre el mal rendimiento de su hijastro busca la comicidad, pero también la complicidad con los lectores, exculpando al niño y su rebeldía y revelando la incompetencia y rigidez de las instituciones educativas:

Vicente se había portado pésimo, eso era indudable, pero la evaluación de Elizalde estaba lejos de ser justa. Por ejemplo: durante esos meses el niño había sido suspendido con frecuencia, al menos dos días cada semana, por lo que estaba impedido de acudir al colegio siempre, de manera que en vez de consignar que Vicente nunca asistía a clases con regularidad el profesor debería haber observado que asistía ocasionalmente o generalmente o incluso siempre, porque en rigor el niño iba a clases siempre que no estaba suspendido. Se entiende que el profesor declarara que Vicente nunca era respetuoso, porque casi todos los profesores habían padecido sus insolencias, pero luego sorprende que considerara que Vicente ocasionalmente decía la verdad pero nunca era honesto, lo que resulta a todas luces contradictorio; aunque podríamos discutir si decir la verdad y ser honesto son exactamente lo mismo, sería una discusión de talante filosófico para la cual el profesor —esto hay que decirlo con todas sus letras—no estaba preparado (Zambra, Poeta chileno135).

Gonzalo transforma sus meditaciones en materia de una verdadera pedagogía. Trata de enseñarle a Vicente no el “correcto” significado de las palabras —en que muchos padres y madres se enfrascan—, sino su actitud cuestionadora de la propia lengua. Le dice a su hijo: “esta es nuestra lengua, nuestro idioma. Hay que usar las palabras, aunque no nos gusten. Y si las usamos lo suficiente, capaz que signifiquen algo distinto, capaz que logremos cambiar su significado” (99). Lo que está haciendo es iniciar a Vicente en lo que parecen los rudimentos de un camino común, la poesía, en tanto él mismo va aprendiendo —o Vicente le va enseñando—los rudimentos de otra lengua, la paternidad. Gonzalo pierde ambas lenguas, ya que renuncia a la poesía y se olvida de ser padre: “Y pasó el tiempo y se me fue olvidando ese idioma nomás. Porque los idiomas hay que hablarlos, uno los olvida si no los practica” (376).  

2. Formas de adquirir una lengua extranjera

Es usual que en los textos de Zambra las descripciones lingüísticas tengan un tono impostado o profesoral. Gonzalo le dice a Carla una frase brutal: “Soy mucho mejor papá que ese conchesumadre fome, feo, mediocre y pusilánime saco de mierda que te lo metió” (88). La banalidad, crueldad y daño de la frase se neutralizan cuando el narrador la analiza con erudición académica y empleando el estilo indirecto libre: “la frase era medio agramatical, pero casi todas sus aseveraciones relativamente justas” (88). Es con esta voz neutral, sin empatía, que se revela también la violencia de lo que se ha dicho:

Lo verdaderamente grave era por cierto esa salida final, que te lo metió, que ponía en escena los celos e insinuaba que Carla era una especie de puta. Igual la acusación tenía un dejo infantil, como si Gonzalo acabara de descubrir cómo se hacen los niños (90).

Este mismo carácter erudito tiene la investigación que hace Gonzalo sobre la palabra “padrastro” y su traducción a otros idiomas:

No es un problema exclusivo de la lengua española, descubrió después, mientras revisaba la pila de diccionarios de otras lenguas acumulados al final del estante inferior. Buscó también en internet y anotó en unos post-its [sic], como si fuera necesario recordarlas siempre, las palabras padrastre, patrigno, stiefvater, stefar, stedfar, ojczyn, üvey baba, beau-père, duo-npatro, isäpuoli, y hasta transcribió laboriosamente las palabras en árabe, chino, ruso, griego, japonés y coreano. Luego estuvo media hora buscando la palabra mapuche para designar al padrastro. No la encontró.

La palabra inglesa stepfatherle parecía tanto más amable, fina y precisa que la palabra padrastro, signada por ese estúpido sufijo peyorativo [...] Y el Larousse definía la hermosa palabra francesa beau-père distinguiendo dos acepciones, ninguna de ellas despreciativa [...] A Gonzalo le pareció un detalle finísimo que en francés los roles de suegro y padrastro coincidieran en una misma palabra (95).

La búsqueda no para allí; Gonzalo llama incluso a un amigo lingüista para que lo ayude con la palabra del mapudungun para “padrastro”. Así descubre en el término “chau” lo que no había hallado en otras lenguas:

—Para los mapuches –le dijo Ricardo, con repentina dicción profesoral–, el chau es el compañero de la madre, da lo mismo si es el padre biológico o no. Chau es el nombre de una función, la función-padre.  
—¿Y cómo distinguen al padre del padrastro?
—Te digo que no les interesa diferenciarlos.
—¿Y el chau divorciado cambia de nombre?
—No. Bueno, no cacho tanto, pero creo que no. O sea, si fuiste chau lo sigues siendo, aunque haya otro chau ocupando tu lugar.
—O sea que un niño puede tener dos chau.
—Claro. O más. A Gonzalo le pareció un criterio justo y genial (96).

Con esta intervención “profesoral”, Zambra reivindica el mapudungun, una lengua que por siglos ha enfrentado, en Chile y en Argentina, el predominio de la lengua oficial, el español, y los prejuicios clasistas y racistas frente al mundo mapuche. Esta reivindicación se hace sin solemnidad, sino que con el humor, incluso el sarcasmo que predomina en la novela. Así, por ejemplo, en las conclusiones que saca Pru después de entrevistar a una docena de poetas chilenos: “—Ninguno de los poetas que entrevisté, incluidos dos con apellidos mapuches, sabía mapudungun y todos parecían incómodos con mi pregunta. Uno me respondió esto: ‘¿Y acaso tú sabís hablar navajo o cheroqui o sioux?’” (275). Lo que más sorprende, en la línea de la reflexión que busco instalar, es la naturalidad con que la narración pasa de registros cultos y eruditos, a otros populares; esto se hace aún más evidente cuando Zambra aborda, en este y otros textos, el aprendizaje de los idiomas extranjeros.

En Poeta chileno, el protagonismo de Vicente y Gonzalo tiene una contraparte en la mirada de Pru, traductora norteamericana que viaja desde Estados Unidos al norte chileno y luego a Santiago, en un movimiento que registra los actuales flujos entre fronteras; por su oficio, Pru es además un personaje que permite recorrer el espacio literario chileno desde una mirada externa. A través de este recurso, la novela bromea sobre el encuentro y desencuentro de dos mundos y universos lingüísticos y literarios. No se trata aquí del spanglish, la lengua diaspórica o la koiné lingüística cada vez más presentes en la reciente narrativa latinoamericana, sino del encuentro de los personajes con otras lenguas para interrogar, eventualmente, la suya propia.

No solo la presencia de Pru vehiculiza estas reflexiones. Ya desde las primeras páginas de la novela es posible ver a Carla escuchando una y otra vez la canción “Losing my religion”: “un éxito del momento que según ella resumía a la perfección su estado de ánimo, aunque entendía nada más que el significado de algunas palabras (‘life’, ‘you’, ‘me’, ‘much’, ‘this’) y la frase del título” (19). Como Bolaño —y también por Borges—, Zambra utiliza esta fragmentación para insinuar otra cosa, en este caso no solo el escaso inglés de Carla, sino también irónicamente, el vacío que hay detrás del “estado de ánimo” adolescente de Carla (unos cuantos pronombres y adverbios, además del sustantivo, demasiado genérico, “life”). Lo que importa, más que la traducción del inglés, es posibilitar un juego cómplice con los lectores que entiendan el guiño, como si se tratara de una broma.

Este mismo carácter lúdico, poco serio, tiene la escena en que se encuentran y desencuentran por primera vez Vicente y Pru. Él habla “un inglés de mierda, porque no sabe inglés, lo poco que sabe lo aprendió mirando porno. Ella sí que sabe español, porque hizo un minor en la universidad, pero ahora no habla español, ahora solo gime, más que probablemente en inglés” (185). La adquisición del inglés por parte de Vicente contrasta con el aprendizaje de ella, universitario, culto, formal. En este detalle emerge uno de los motivos más recurrentes en el discurso del autor: la precariedad del sistema educacional chileno (Vicente proviene de una familia de clase media), así como de lo que se podría llamar “la educación sentimental” de un adolescente que quiere ser poeta en un país muy lejano del hemisferio norte.

Los ejemplos de esta precariedad, como se ha dicho, son numerosos en la narrativa del autor. En el cuento “Mis documentos” es la madre del narrador (nuevamente una mujer) quien retoma sus estudios de inglés tras encontrarse con un disco de Paul Simon y Art Garfunkel:

La recuerdo escuchando el curso de la BBC, que venía en unos álbumes con decenas de casetes dentro, o el otro curso que había en casa. The Three Way Method to English: dos cajas, una roja y otra verde, cada una con un cuadernillo, un libro y tres discos de 33. Yo me sentaba a su lado y escuchaba distraído esas voces. Aún recuerdo algunos fragmentos, como cuando el hombre decía ‘these are my eyes’ y la mujer le respondía ‘those are your eyes’. Lo mejor era cuando la voz masculina preguntaba ‘is this the pencil?’ y la mujer respondía, ‘no, this is not the pencil, but the pen’, y después, cuando el hombre le pregunta ‘is this the pen?’, ella respondía ‘no, this is not the pen, but the pencil’ (15).

Como en otros pasajes referidos al acto de adquirir y traducir otra lengua, la selección del narrador apela a la perplejidad y el humor; el intercambio “pen”/”pencil” adquiere un matiz absurdo fuera del contexto del curso de inglés y de la forzada ejercitación gramatical y semántica. Otro tanto ocurre con la anécdota que se relata en el importante ensayo “Traducir a alguien (I)” —publicado en Tema libre—en que se presenta la mediocridad de la enseñanza del inglés en el colegio a través de la historia de un compañero “gringo” que habla con fluidez el inglés y es calificado injustamente con una nota baja. Los niños le explican a la profesora que viene de Estados Unidos y que sí sabe, porque “su inglés sonaba como en las películas” (97). El episodio, que hoy le resulta cómico al narrador, “entonces nos pareció trágico” (98).

En el mismo texto se insiste en la brecha social chilena y en la adquisición de una lengua como signo de estatus:

A los quince años, en una fiesta, unos tipos rubios de un colegio bilingüe, que en la memoria se me aparecen como unos caricaturescos cuicos, se pusieron a hablar en inglés y en voz muy alta sobre sus ocasionales enemigos, que éramos nosotros. Captamos la idea general —nos acusaban de morenos, de feos, de pungas—, pero no lo suficiente como para contestarles (100).

El protagonista de esta historia —que, según se puede colegir incluso por la fotografía de la portada de este libro y su inclusión en una colección autobiográfica, es el propio autor—considera que tiene una “precaria familiaridad con el inglés” (98) a causa de la música y cercanía con películas “o por el ruido ambiente” (98): “No sabía inglés pero tampoco sería exacto decir que lo ignoraba” (101). Su aprendizaje, intuitivo, adolece de vacíos (“fracasa” cuando usa la palabra alimentation y la profesora le dice que no existe). También es disparejo, porque se produce en escenarios muy diversos: el de un operador telefónico internacional y en el de la lectura de compleja poesía inglesa. Este salto parece natural (y posible) en el texto:

Como una torcida manera de mejorar mi inglés, empecé por entonces a traducir poesía [...] Ahora que lo pienso, había en mi pasado inmediato cuatro semestres de latín, que aprendíamos traduciendo, de manera que enfrentar el inglés como si fuera una lengua muerta era más o menos natural (102).

En estos ejercicios se va elaborando una reflexión sobre los originales y copias, cuestión que aborda Walter Benjamin en su conocido ensayo “La tarea del traductor”: el original, lejos de estar fijo en su idioma, se renueva constantemente por la dinámica de las lenguas y la traducción expresa ese dinamismo de dos idiomas que no están muertos. Es este dinamismo el que el joven traductor y escritor (dos labores que en el trabajo de Zambra se fusionan) capta en su ejercicio: “Trataba de corregir o de adaptar o de “desespañolizar” las traducciones de Auden o de Emily Dickinson de las ediciones de Visor o Hiperión o Pre-Textos” (“Traducir a alguien (I)” 102). En la poética de Zambra traducir es en sí mismo un acto creativo: “‘Traducir a alguien es traducir un texto inexistente’, dice Adam Phillips en un ensayo hermoso que leí hace poco” (110).

Zambra le asigna un lugar tan importante a este trabajo como a la autoría del texto, cuando, refiriéndose a la labor realizada por su traductora al inglés, Megan McDowell, sostiene que prefiere imaginarse “como el testaferro de Megan: yo había firmado esos libros que en verdad ella había escrito” (112). Esta torsión de la autoría se refuerza con el lugar que él mismo ocupa cuando asiste a una lectura de su obra en Estados Unidos: “...leer las traducciones de Megan como si fueran mías era básicamente actuar, imitar” (112), con lo que subvierte la convención del “original” y la “copia”. Es con McDowell que Zambra desarrolla lo que prácticamente podría considerarse un trabajo de autoría conjunta, cuando sacan adelante la traducción de Facsímil, libro que toma la forma de la prueba de selectividad universitaria que se realizaba en los años 80 y 90 en Chile (Prueba de Aptitud Académica, P.A.A.).

La palabra “facsímil” tiene para las generaciones de chilenas y chilenos que rindieron este examen una connotación muy particular: refiere al cuadernillo de ejercicios que había que resolver con miras a ser evaluado con un puntaje. En la traducción al inglés el título es reemplazado por Multiple Choice (Selección múltiple), primero de una serie de cambios orientados a la lectura y comprensión de este texto por parte de un público extranjero. De hecho, por solo mencionar uno de los signos de este trabajo textual, la primera sección de ejercicios, “Término excluido”, se transforma casi por completo. En la versión chilena, la mayor parte de las preguntas connotan cuestiones alusivas a la dictadura y a experiencias políticas y educativas generacionales. A pesar de las dificultades para traducir esta intimidad de la lengua, el libro tiene versiones en Argentina, Perú, Francia, España, Estados Unidos, que buscan establecer nuevas complicidades con las y los lectores. Palabras que encabezan estas preguntas, como “junta”, “allanar”, “resistencia”, asociadas a la dictadura, son reemplazadas por otras: en la versión norteamericana, por “mask”, “letter”, “heartbreaking”, respectivamente. Así, más que una traducción lo que vemos es la creación de nuevas preguntas, que puedan mantener las connotaciones irónicas del texto original.

7. JUNTA
A) miedo
B) cadáveres
C) ganas
D) agua
E) monedas
(Facsímil 16)

Es reemplazada por

7. MASK
A) disguise
B) veil
C) hood
D) face
E) confront
(Multiple choice 5)

El contexto histórico de “Junta” para los chilenos (la palabra se asocia inmediatamente con “Junta militar”), así como de las palabras “cadáveres” y “agua” reunidas (que evocan los cuerpos arrojados al río Mapocho por los militares, en la ciudad de Santiago, o las personas arrojadas vivas al mar, entre otros hitos violentos) es contemporizado: la “máscara” de la pregunta en inglés se puede asociar con las capuchas (“hood”) y, eventualmente, con la agitación social que se viene viviendo en Chile desde el año 2006, cuando a partir de las movilizaciones escolares comienza a expresarse un enorme descontento con el período llamado “de transición” a la democracia, en que gobernó la Concertación de Partidos por la Democracia, bloque que negoció con el dictador su permanencia en el congreso, entre otras concesiones. La nueva pregunta permite actualizar el libro de cara a los lectores norteamericanos del último lustro, quienes quizás sí puedan asociar las preguntas con hitos políticos más recientes y, también, menos específicos o locales. En otros casos, se opta por preguntas más despolitizadas, más literarias o relativas al tema educacional, traducciones que merecerían un análisis más exhaustivo, pero que ya en una primera mirada revelan la elaboración de nuevo material, en que se produce un trabajo conjunto del autor con la traductora.

Tanto la imposición de una forma —en este caso, la de las preguntas de selección— como la elaboración de connotaciones a partir de la memoria y los afectos, hacen de Facsímil un libro cercano a la poesía, un trabajo de experimentación con el que las versiones del libro son cuidadosas[1]. Una vez más recurro a Benjamin, quien advierte sobre las traducciones como meros rescates de información para relevar que hay algo más en las obras: “¿no es lo que se piensa generalmente como lo incomprensible, misterioso, poético?, ¿aquello que el traductor sólo puede reproducir haciendo poesía?” (“La tarea del traductor” 335).

Las distintas versiones de Facsímil (producto de la mundialización de la autoría de Zambra), visibilizan, también y como lo planteó Benjamin, la íntima relación que los idiomas guardan entre sí (“la finalidad de la traducción se halla, en definitiva, en la expresión de la correlación intrínseca entre las lenguas”, 337-338). No se trata solo de “salir” de la lengua, sino también de volver a ella a través del contacto con la lengua extranjera. Zambra construye para este retorno una imagen, una gestualidad que recuerda uno de sus aforismos más celebrados: “Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla” (Formas 61). Dice lo siguiente, a propósito de la tarea autoimpuesta de escribir una novela en inglés, por ejemplo:

Me gusta recordar esas sesiones de escritura, aunque a veces lo pasaba pésimo y estaba todo el tiempo a punto de abandonar la novela. Hacia el final de la tarde, cuando escribía en español, recuperaba la placentera exuberancia sonora, la impagable felicidad de hablar con la boca llena (“Traducir a alguien (I)” 111).

¿Cómo es hablar con la boca llena? La imagen expresa cierta avidez o ansiedad, también un desborde, un exceso, una relación de plenitud con la lengua que es, también, de una suciedad placentera. Algo de esto hay en el mismo ensayo, cuando el narrador refiere cómo, con doce años, sus compañeros de curso le piden a otro niño, recién llegado de Estados Unidos, que responda algunas preguntas pueriles, pero muy propias de la pubertad: “cómo se dice pico, cómo se dice zorra, cómo se dice culiar” (97). Las palabras, marcadas en cursivas por el propio autor, señalan, como en otros pasajes coprolálicos de la narrativa zambriana, chilenismos considerados vulgares, que rompen con la economía más discreta de la lengua, como si hubiese un regocijo en ese exceso de connotación sexual. También es evidente que el aprendizaje de estos niños va más allá de una educación en otro idioma: se trata de una exploración de la intensidad sexual, que tiene como base el reconocimiento de una identidad compartida.

Un mismo regocijo se percibe en Bonsái, cuando Emilia y Julio reflexionan sobre los términos más adecuados para el sexo: ¿”culiar”, “hacer el amor” o, como dicen los españoles, “follar”? ¿Qué palabra traduce mejor esa forma de intimidad? Traducir, como plantea Benjamin, es un modo de confrontar la extrañeza de la lengua; Lacan también desmiente, de hecho, la posibilidad de un idilio sin fisuras con la propia lengua, al estar ésta instalada en el dominio de lo simbólico, lo normado y cultural. La joven y singular pareja de Bonsái explora esa extrañeza, lejos de la “sintaxis española”, en la creación de una lengua lúdica, libre, motivo que se retoma obsesivamente en la escritura zambriana.


3. Cómo pertenecer

La exploración lingüística del escritor va desde estructuras básicas a otras de mayor complejidad, como el desafío que supone Facsímil, antes comentado. Zambra hace consciente la relación que hay entre este esfuerzo y la posibilidad de construir una relación de pertenencia y comunión con otros en el ya citado ensayo “Traducir a alguien (I)”, que en conjunto con otros ensayos de Tema libre, funciona prácticamente como un programa de la novela Poeta chileno[2]: “La idea de que somos intraducibles es [...] mucho más dañina que la idea de que somos traducibles. Suponer que nadie puede traducirnos es renunciar de plano al contacto, sustraernos orgullosa, cobardemente del mundo” (110).

Nadal Suau percibe este asunto en su breve reseña; entiende la búsqueda del autor de sentidos comunitarios o de pertenencia “a un país, gremio, generación, género, clase social o familia” (“Alejandro Zambra y la complejidad de la vida” s/p), a las que añadiría, también, a una familia literaria; la búsqueda de este sentido comunitario por supuesto que entraña una crítica a aquello que segrega, banaliza, desprecia o trata de forzar (como ocurre con las normas escolares, en ejemplos antes comentados) la posibilidad de un habla común. El propio Zambra deja ver en el ensayo “Tema libre” la radical importancia de esta exploración. Enuncia que existen “tres, o cuatro, o cinco” temas de la literatura (51-52). Es evidente que con esto parodia a Jorge Luis Borges[3] cuando escribe “Los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota” (“Evangelio según Marcos” 446), pero la enumeración “tres, o cuatro, o cinco” resta solemnidad y relativiza la afirmación, desromantizando la idea de una posible “esencia” de lo literario. No obstante, propone así, medio en broma, la existencia de un solo gran tema para la literatura: “pertenecer”.

Todos los libros pueden leerse en función del deseo de pertenencia o de la negación de ese deseo. Ser parte o dejar de ser parte de una familia, de una comunidad, de un país, de la literatura chilena, de un equipo de fútbol, de un partido político, de una banda de rock, del grupo de fans de una banda de rock, por último de un grupo de scouts o de Alcohólicos Anónimos. De eso escribimos cuando nos dan tema libre, y también cuando creemos estar escribiendo sobre el amor, la muerte, los viajes, las moscas, los telegramas o las maletas con ruedas giratorias. De eso hablamos siempre, en serio y en broma, en verso y en prosa: de pertenecer. Y ése es, ése fue, claro, el tema de esta conferencia (“Tema libre” 52).

El uso de dos enumeraciones extensas y disímiles (otro recurso borgeano que Nora Avaro analiza largamente en La enumeración), también humorísticas (“de una banda de rock, del grupo de fans de una banda de rock”, “las moscas”, “las maletas con ruedas giratorias”) no le restan “seriedad” a la afirmación, sobre todo si se quiere leer cómo opera la literatura de Zambra, confrontada permanentemente a los dilemas de la pertenencia propios de una subjetividad en crisis, en que el cruce de lo individual y lo colectivo busca los cauces para su expresión. ¿Cómo ser “chileno”? ¿Cómo ser “hombre”? ¿Cómo ser “padre”? ¿Cómo ser “poeta” y por añadidura, “chileno”? ¿Cómo formar parte de una familia, y de la “clase media”? Estas preguntas, que podrían revestirse de dramatismo, en la escritura zambriana se presentan con templada ironía. La pertenencia se produce y se desarma en un plano estético y lingüístico; de hecho, se define en gran medida en la relación con la lengua como espacio de encuentro con otros. De ahí la obsesión por cómo se dicen las cosas, qué sentido puede tener una palabra en tal o cual lugar, cómo aprender un idioma e incluso, por qué y cuándo quedarse callado: “Comprendí que una manera eficaz de pertenecer era quedarse callado”, dice el narrador de “Mis documentos” (25) acerca de su infancia y el momento en que descubre la política en su barrio, bajo dictadura.

Probablemente uno de los espacios de pertenencia más obsesivos en su narrativa sea, como se ha planteado, el de la institución escolar. Con perspicacia e ironía, Zambra insiste en la subjetividad de narradores varones, formados en un espacio excepcional dentro del mundo escolar chileno, un colegio público para hombres, de calidad y muy tradicional. La referencia al Instituto Nacional, donde el propio escritor hizo sus estudios, es constante; allí contrasta la ineptitud y violencia de la mayoría de los profesores, con la camaradería pero también la violencia soterrada en las relaciones estudiantiles. Pese a lo traumática que puede llegar a ser esta formación, se reafirma constantemente que en el contexto local ésta es de privilegio. Así lo subraya en Poeta chileno, en que pone en evidencia las posibilidades que se le han abierto al hijo de un taxista gracias al colegio. Como en otros relatos (Bonsái, Facsímil, Mis documentos), se confronta el “problema” de que sus talentos y herramientas se desperdicien en su elección por la literatura, mundo al que el protagonista busca con entusiasmo pertenecer:

La cosa se puso más grave cuando Gonzalo decidió que estudiaría literatura. Llevaba un tiempo seguro de que quería ser poeta, y aunque sabía que para ello no era necesario realizar estudios formales, pensaba que una licenciatura en letras lo desviaría menos del objetivo [...] los padres de Gonzalo se oponían con tenacidad, les parecía un desperdicio: con mucho esfuerzo y un talento francamente inexplicable, su hijo se había convertido en un alumno destacado de uno de los supuestamente mejores colegios de Chile y por lo tanto podía y tal vez debía aspirar a un futuro menos aventurero (37).

Poeta chileno indaga no solo en este, sino también en varios otros signos de pertenencia. El mismo título es una declaración de identidad: “poeta” (¿cuál de sus personajes es el “poeta”: Gonzalo, Vicente, los dos, o un genérico que designa a todos los poetas aludidos en el libro?) y “chileno” (una comunidad “imaginada”, lingüística y simbólica). Incluso “poeta chileno” supone otro tipo de pertenencia, a un campo literario particularmente complejo, que siempre ha sido leído como un espacio de confrontación (históricas son las polémicas de Neruda, Huidobro y De Rokha), así como de un oscuro prestigio. En uno de los diálogos se plantea que el suyo es un “mundo divertido, pero cansador [...] son todos muy intensos”. A esto una mujer llamada Rita (que no es poeta, pero que vive en ese ambiente) da la siguiente respuesta:

—Pero es un mundo mejor. Un poco. Es un mundo más genuino. Menos fome. Menos triste. O sea, Chile es clasista, machista, rígido. Pero el mundo de los poetas es un poco menos clasista. Solo un poco. Por último creen en el talento. En la comunidad. No sé, son más libres, menos cuicos. Se mezclan más.
—Pero igual son muy machistas.
—Más que la concha de su madre (317).

La relación padre-hijo, elaborada con ternura y también ironía en la novela, encuentra su espejo en el ensayo ya varias veces aludido, “Traducir a alguien (I)”. Se podría conjeturar que es en esta relación, incluso más que en la de pareja, que los narradores de estos textos proyectan una suerte de utopía identitaria y lingüística. “Amigos”, también “hermanos” en Poeta chileno, padrastro e hijastro construyen un espacio cómplice y democrático. En el ensayo, la presencia de la dupla padre e hijo, al final del texto, expresa asimismo el anhelo de una lengua compartida, anhelo que se verá cumplido gracias a una tarea de traducción:

A veces tengo la impresión de que [mi hijo] habla plenamente, articuladamente, una cierta lengua que yo desconozco; una lengua que para seguir existiendo debe cambiar todos los días. Pero no suelo tener la sensación de traducirlo, de tener que traducirlo.
[...]
El pensamiento de que pronto abandonará el dichoso vanguardismo de los ruidos para adoptar las convenciones del lenguaje humano me provoca una nostalgia anticipada. Pero igual me complace anunciar aquí que la primera palabra pronunciada por mi hijo, hace ya varias semanas, fue la palabra papá. La dice todo el tiempo, es la única palabra que dice.  Todavía le cuesta, eso sí, articular la bilabial oclusiva sorda p, por lo que momentáneamente la reemplaza por la bilabial nasal sonora m (“Traducir a alguien (I)” 118 -119).

La relación dual padre/hijo se abre finalmente a una tríada, padre/madre/hijo, que completa un circuito lingüístico y afectivo en una escena feliz; se reivindica el vínculo creativo con el lenguaje, una reinvención a través de la traducción desviada, cómica y cargada de afecto que el padre hace de la primera palabra de su hijo.

En otro de los ensayos reunidos en la segunda edición de Tema libre, “La biblioteca o la vida” (publicado primero en Cuadernos hispanoamericanos) son también el vínculo padre/hijo y la construcción de una familia los hitos que propician un nuevo aprendizaje de la lengua. Nacido en México, de madre mexicana, el niño se familiariza con el habla al mismo tiempo que su padre, como si fueran ambos recién nacidos: “me encanta compartir la alegría de mi hijo cuando aprende palabras que para mí también son nuevas —ahuehuete, chimeco, chirundo—” (29).


4. Conclusiones: ser o no ser chileno

El protagonista de Poeta chileno se llama Gonzalo Rojas, nombre de uno de los poetas más reconocidos del país (1916–2011), pero también de otro autor chileno, afincado en México, Martín Cinzano, quien optó por este pseudónimo quizás para diferenciarse. Puede que la novela haga un guiño a esto, más aún porque la contratapa de En pana (2016), de Cinzano, la escribió Alejandro Zambra.

Menciono esta anécdota, ya que es desde estos detalles que el escritor va tramando diversos guiños en que la traducción lingüística y cultural es importante. Vicente se convierte en el “intérprete de Pru” (273) en su escudriñamiento de la escena literaria local, probablemente los pasajes más difíciles de seguir para quienes no estén iniciados en el mundo de la poesía chilena, ya que los chistes y guiños a ese mundo, sus actores y anécdotas son muchos. Esta imposibilidad está presupuestada en la narración y se encarna en la actitud perpleja de la traductora, quien va sacando numerosas conclusiones, muchas jocosas, sobre el mundo de la poesía chilena. Aun así, pese a todos los problemas de “traducción”, llega a una conclusión que le transmite a Vicente en una carta, y que parece medular a la luz de los temas que aquí se vienen desarrollando: “Le dice que la poesía chilena le parece una familia inmensa, con tatarabuelos y primos en segundo grado, con gente que vive en un gigantesco palafito que a veces flota entre las islas de un archipiélago y hay tanta gente dentro que debería hundirse pero milagrosamente no se hunde” (333). Así sintetiza varias sesiones de entrevistas, fiestas, lecturas y encuentros con un bestiario que mezcla nombres de poetas inexistentes (algunos, como Chaura Paillacar, Aurora Bala o Hernaldo Bravo, inspirados o producto de la mezcla de varios poetas reales) y otros no solo reales, sino vivos, como “Xavier Beautiful”. “Germain Carrascou” o “Alexandra of the River”, traducciones espurias que le da Pato, amigo de Vicente, a los nombres de Javier Bello, Germán Carrasco y Alejandra del Río, poetas pertenecientes a la generación de los 90, la misma de Zambra, solo por dar un ejemplo.

Estos chistes, presentes en la tercera parte de la novela, son comprensibles y efectivos desde la intimidad lingüística, la comprensión sobre los modos precarios con que las y los chilenos solemos aprender los idiomas extranjeros, y también el contexto de neoliberalismo y expropiación cultural realizado por la dictadura, que horadó la educación pública, la prensa y el quehacer intelectual en el país. No solo hay un guiño literario, sino que se produce también una complicidad en la crítica social. La escena en que se mencionan estos nombres es jocosa, más que por la dinámica que se establece entre Pato, Vicente y Pru, por este doble nivel de la ironía. Sorprendentemente, una vez más la traductora, lejos de andar perdida, acierta en algo nuevamente fundamental en la metanarrativa de la novela: “Ustedes son como personajes de Bolaño” (243). Hace visible la cercanía que se deja ver desde el comienzo de la novela, no solo de Vicente, sino también de su padrastro, Gonzalo, con Juan García Madero, el joven iniciado de Los detectives salvajes, y las relaciones de filiación de esa novela en la réplica irónica de la estructura paterno-filial de Gonzalo y Vicente.

Como ocurre en las ficciones bolañescas (y con la figura autorial de Bolaño), la cuestión de la “chilenidad” se hace presente como una interrogación: hay un fuerte impacto de la oscilación identitaria: ¿ser chileno, no ser chileno? ¿Cómo ser un “poeta chileno”? Esta identificación tiene diversos matices, como la misma imagen construida por Pru, la del palafito donde habita el mundo de la poesía chilena, lleno y siempre a punto de hundirse. En la mirada de ella, “los poetas chilenos son extraordinariamente competitivos” (274), “algunos de estos poetas serían capaces de liderar una secta si se lo propusieran” (275), “ninguno se dedica exclusivamente a la poesía” (275), “algunos de los entrevistados sabían mucho de poesía en lengua inglesa” (276). “la mayoría (...) piensan que la poesía salvará al mundo y se creen unos héroes revolucionarios” (278), “todos me regalaron sus poemarios, parecían hombres de negocios entregando la tarjeta” y esta divertida traducción cultural del prestigio poético nacional: “‘Ser un poeta chileno es como ser un chef peruano o un futbolista brasileño o una modelo venezolana’, me dijo un entrevistado, y creo que lo decía en serio” (274). La posibilidad de hacer literatura, sin embargo, atrae poderosamente tanto a Gonzalo como a Vicente, ambos cuestionados por su elección de esta actividad para sus vidas. Además de la dificultad que enfrenta todo iniciado en la literatura (¿para qué sirve, quién pagará las cuentas?), se suma la de formar parte de un grupo, un campo, un espacio, una tradición, que en este caso dice relación con un idioma (el español), pero también con un ámbito mucho más específico, preñado de conflictos propios, tanto lingüísticos, como estético-políticos y afectivos.

Alejandro Zambra vive hoy en otro país, alejado de algún modo de estas tensiones, pero en virtud de la globalización y la comunicación virtual, asombrosamente cercano. Ensayos como “Por suerte estamos en México”, “Así que esto es un terremoto” o el ya mencionado “La biblioteca o la vida” o “Traducir a alguien” (I) y (II), describen este viaje como un desarraigo, pero también como la posibilidad de mirar a Chile, su lengua, literatura y absurdos, de otra manera. Estar fuera, escuchar otras lenguas, permite afinar el oído para la propia:

Acá en México llaman calentador al artefacto que los chilenos mayoritariamente llamamos estufa, y estufa a lo que nosotros, acaso inexplicablemente, llamamos cocina (salvo en el razonable extremo sur, donde también dicen estufa). En Chile la cocina está dentro de la cocina. En Chile cocinamos en la cocina de la cocina (“Traducir a alguien (II)” 123).

Pienso en mi lengua chilena detenida en el tiempo, mezclada, arrinconada, pienso en el vertiginoso y explosivo problema de las palabras propias (“La biblioteca o la vida” 30).

Convivir con otras lenguas es una forma de salir, de aprender y descolocar, también, lo aprendido. Maniobras que Zambra retrata no solo en relación con el inglés o el mapudungun, sino también con las diversas variantes del español. La misma comicidad de Poeta chileno es posible hallarla en relatos como “El amor después del amor” (Tema libre), publicado con apenas un año de diferencia, en que el narrador cuenta cómo conoció a Luciano, su padrastro argentino. Mucho antes de que sea esto, su padrastro, Luciano le pregunta al protagonista de esta historia, por una chica: “¿Y, te la vacunaste?” (64), expresión vulgar y sexista que al narrador le recuerda otras experiencias (nuevamente el aprendizaje escolar):

Me pareció tonto, me pareció que Luciano era como un niño que estaba compitiendo, y recordé un diálogo ingenioso en el colegio, cuando González Barría le dijo a Gonzalo Martínez la frase ‘Me voy a culiar a tu hermana’ y Gonzalo Martínez respondió triunfalmente ‘no tengo hermana’, pero Gonzalo Barría contraatacó muy rápido con esta frase abominable: ‘Anoche, con tu mamá, te hicimos una’ (65).

La relación con Luciano comienza mal —“le dije con toda la rabia, con todo el corazón, con el odio vivo y una lágrima turbia y caliente y nerudiana en la mejilla, el que entonces me pareció el garabato final, el insulto más serio, terrible, hiriente e irrevocable, la peor palabrota propinada jamás: argentino” (68)— pero termina bien, con él instalado en el país vecino y muy adaptado a las costumbres de su nueva familia: “Ser argentino te permite algo muy valioso: no ser chileno. ¿Qué más se puede pedir? Acá hay educación gratuita. Y no importan los apellidos, somos todos inmigrantes” (71). El título “Por suerte estamos en México”, de la misma colección de ensayos, subraya también el agotamiento identitario, a través de una crítica bienhumorada del país y su literatura. No obstante, ésta se produce siempre en términos contradictorios y nostálgicos: la biblioteca que tiene en México es “excelente salvo por la ausencia, para mí sonora, de literatura chilena” (“La biblioteca o la vida” 30-31). Y es que finalmente, tal vez solo escribiendo como “chileno” es que Zambra puede sentir “la boca llena”:

Y supongo que en ese engendro que con orgullo podría llamar mi inglés también late la vocinglería de los amigos emborrachándose y las conversaciones erráticas con el imbécil de Chad y las cartas al mundo de Emily Dickinson y los poemas de Donne y de Auden y los hits del verano y los capítulos de Seinfeld que me sé de memoria. Y la novela que escribí en inglés pensando en no mostrarla nunca a nadie y que por estos días traduzco, alucinado de que cada frase en inglés se multiplique por dos o por cuatro en español (“Traducir a alguien (I)” 115).

La voz construida a lo largo de los textos zambrianos, que cubren ya más de tres lustros, plantea tanto la idea de una construcción o reconstrucción de la comunidad y la pertenencia, como también de una relación a la vez centrípeta y centrífuga con la lengua, en un permanente vaivén entre el rechazo y la extrañeza, la nostalgia y el amor. En su periplo mexicano, el escritor/traductor de estas narraciones y ensayos no cesa de retornar, en plena mundialización de su trabajo, más que al paisaje, a la política o a los recuerdos chilenos, a su relación de intimidad con la lengua, vínculo que procura traspasar, en sus relatos, al hijo que está criando. Lo relata con el mismo humor, intimidad y afecto que caracteriza su obra: “Después vino una variante inesperada de la chilenidad, todo un caso para el fantástico doctor Winicott: en vez de pedir la teta con la palabra chichi, como hacen los niños mexicanos, mi hijo acuñó el neologismo chichile” (“La biblioteca o la vida” 31).

 

 

 

 

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Notas

[1] Quizás habría que leer Facsímil desde cierta línea de la poesía chilena, antes que desde su inscripción narrativa. Con esto me refiero a los textos Juan Luis Martínez y Nicanor Parra, entre otros.
[2] Esta misma relación se produce entre los ensayos de No leer (2010) y la novela Formas de volver a casa (2011). En el caso de Tema libre y Poeta chileno, además de coincidir en la centralidad de la reflexión sobre la traducción, ambos expresan el proceso que vive el escritor en esos años de cara a una reciente paternidad.
[3] Y con él, a Bolaño, que parodia a Borges.

 

 

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Bibliografía

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-Zambra, Alejandro. “Cuaderno, archivo, libro”. Tema libre, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2018, pp. 11-28.  

-Zambra, Alejandro. “Tema libre”. Tema libre, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2018, pp. 39-52.

-Zambra, Alejandro. “Traducir a alguien (I)”. Tema libre, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2018, pp. 97-120.

-Zambra, Alejandro. “Traducir a alguien (II)”. Tema libre, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2018, pp. 121-148.

-Zambra, Alejandro. “La biblioteca o la vida”. Cuadernos Hispanoamericanos, Número extra 0, 2019, pp. 24-31.

-Zambra, Alejandro. Poeta chileno. Barcelona, Anagrama, 2020. 


 


 



 

 

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Alejandro Zambra: la lengua privada de un poeta chileno
Por Lorena Amaro Castro
Pontificia Universidad Católica de Chile
Publicado en Revista Letral, Nº 28, enerode 2022