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La edad del perro
Leonardo Sanhueza. Literatura Random House. Santiago de Chile, 2014

Por Lorena Amaro
http://60watts.cl/2014/05/



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En 1964 Jean Paul Sartre publicó Las palabras, autobiografía de la infancia en que el pequeño Poulou/Jean Paul toma conciencia de las herencias y mandatos familiares: ser escritor, no serlo, cómo vivir, incluso cómo hacerse literatura.  Algo de ese libro percute en mi cabeza cuando leo La edad del perro (Literatura Random House, 2014), novela autobiográfica –me atrevería incluso a decir, aunque está en desuso: autobiografía- de Leonardo Sanhueza, autor de los poemarios Tres bóvedas (2003, reeditado este mismo año por la editorial Bastante), La ley de Snell (2010), Colonos (2011) y cronista y traductor con una ya reconocida y premiada trayectoria.

Desde el primer capítulo, el texto de Sanhueza –como el de Sartre– revela los hallazgos mentales de un niño curioso e imaginativo,  hallazgos vinculados en su mayoría con el mundo de la palabra y la poesía. En primera persona, el niño relata que está con su abuelo en el techo de su casa, reparándolo de rodillas. La elección de este lugar de enunciación es una de las primeras sorpresas del libro; si bien a ratos parece algo incómoda por la dificultad de retroceder y avanzar temporalmente en la historia, volviendo siempre a este lugar elegido deliberadamente por el adulto para construir desde allí sus recuerdos, hay que reconocer que la insistencia en ella va produciendo, a lo largo de la lectura, una progresiva comprensión del lugar que desea ocupar el narrador. Parapetado en ese techo, el niño no está, en realidad, instalado en el mundo doméstico de la labor, de las herramientas y gestos del abuelo, sino que se proyecta a otro tiempo, a una sostenida ensoñación. El niño imagina desde allí, entre claveteos, nada menos que el Apocalipsis. Piensa en la edad que él tendrá en el año 2000, cuando se consume la destrucción del mundo. Y la cuestión de la o las palabras, tan cara también a Sartre, está inscrita, muy intencionadamente, en el título de ese primer capítulo: “Ajenjo”, nombre que en el relato apocalíptico lleva la estrella que caerá sobre la Tierra: “Lo más curioso de todo es que, según las escrituras, la primera estrella en caer, llamada Ajenjo, que a todo esto es un nombre muy raro para una estrella, no sólo se precipitará sobre la Tierra sin el menor respeto por la ley de gravitación universal, sino que además, por si fuera poco el contrasentido, no causará más daños que un sabor amargo en el agua de los ríos”. Esta perplejidad ante el misterioso relato apocalíptico –y los nombres que dictan las Sagradas Escrituras- es la actitud con que el niño se planteará a lo largo de todo el relato frente al mundo de las palabras escritas, oídas, leídas.

Es así como el protagonista pone especial atención a la palabra “troquel”, que suena en el himno de su colegio y que no logra entender sino hasta mucho después, cuando descubre el mundo de la imprenta; o trata de explicarle a su sorprendida abuela a qué puede referirse la escena de cuatro ángeles soplando desde las cuatro esquinas de la Tierra para detener el viento; o admira la caligrafía “personal y perfecta”, “inconfundible” de un padre ausente. Justo antes de despedirse de los nueve años (la edad del perro, esto es, la edad en que un perro ya es viejo), este niño hace uno de los hallazgos más importantes en esta serie de encuentros con las palabras: el de unos libros de la editorial Quimantú dentro de una maleta blanca, una maleta ya olvidada por su familia en la bodega. En esa maleta, una rata ha perforado los libros para hacer su nido. Logra salvar dieciséis: su primera biblioteca.

Los libros son y  no son herencia de su padre, que por un problema de alcoholismo ha debido dejar su trabajo como mecánico en la Fuerza Aérea. Todo lo relativo a ese tiempo se convierte en materia de conjetura: los libros pudieron ser el  producto de un robo, también pueden ser vistos desde una perspectiva heroica: como el indeseable botín que el padre salva de la hoguera pinochetista, en un impulso que ni él mismo entiende. Sólo se sabe que el padre volvió un día con los libros a la casa, después de uno de los largos acuartelamientos tras el golpe militar. Y que le dijo a su madre que se quedara “calladita”, mandato que ella obedece hasta el día en que el niño descubre la maleta cargada de libros y palabras y le pide que hable, que hable de ese tiempo que nadie parece recordar.

En la maleta el niño ha hallado, realmente, un tesoro. Y es como cuando relata los martilleos de él y su abuelo en el techo, en ese límite de la casa y el mundo, de la intimidad y la intemperie: detrás de la labor se esconde un significado distinto, una clave, una imagen. La maleta esconde el tesoro que se extravió con el tiempo de la dictadura: uno de los proyectos educativos y democratizantes de más impacto bajo la Unidad Popular. El encuentro del niño con la lectura tendrá, por lo mismo, algo de leyenda, como si a través de los años esos libros hubiesen sido resguardados para llegar a las manos correctas, las de un niño de provincia, alumno de un liceo disciplinante en que los profesores dedican más tiempo a las marchas y los himnos que a pensar.  

Por otra parte, este capítulo sobre el hallazgo de los libros de Quimantú, fundamental en la articulación del relato de Sanhueza, permite abrir la lectura hacia otros horizontes. Pienso, por ejemplo, en las relaciones que se podrían entablar con una novela que, si bien fue por muchos años una lectura escolar obligatoria, esconde aún significaciones que los nuevos críticos chilenos comienzan a explorar hoy. Me refiero a  La vida simplemente, publicación póstuma de Oscar Castro, una novela con muchos rasgos autobiográficos, y cuyas escenas de lectura –desarrolladas en un patio de pobre, o en la calle- ocupan un lugar central en la caracterización de su protagonista, el pequeño Roberto. Los cuentos de Calleja y algunas palabras trazadas en el barro son la primera escuela de ese niño, el que hallará en el bibliotecario de su pueblo la siguiente estación hacia un cambio irreversible, un cambio que tiene que ver con el ascenso social, con la promoción literaria, con el acceso a un mundo propio.

No me parece casual que a más de sesenta años de la publicación de Castro, la escena de lectura, en Chile, siga siendo una escena precaria y meritocrática en la memoria de una gran mayoría de nuestros autores. Así la describe también, por ejemplo, Alejandro Zambra, cuando grafica cómo accedía a la literatura la clase media en los tiempos de Pinochet: a través de una biblioteca armada con las colecciones de libros que venían con la revista Ercilla. Y aquí hay que hacer una necesaria diferencia entre Poulou, el niño brillante parapetado en la nutrida biblioteca de su familia, y los demás niños mencionados, aquellos que “palabrean” en la literatura chilena: ellos han aprendido a leer a contrapelo de las necesidades y herencias familiares. Y a pesar de las políticas culturales del Estado,  no gracias a ellas.

Por otra parte, pienso que es necesario detenerse en un último punto, insoslayable al leer La edad del perro: es cierto que gran parte de la narrativa que se publica hoy dice relación con los recuerdos de infancia de los escritores de mediana edad, recuerdos que se enmarcan en el Chile dictatorial. Los traspasa, a todos ellos, una misma extrañeza: “No pensé que llegaría a decirlo: me agrada estar aquí. Ser ese niño que ayuda a su abuelo a reparar el techo.  (…) En fin, sigamos…”; se trata, pues, de libros sobre la nostalgia, pero que llevan sobre sí la contradicción de venir de un tiempo de horror. Sin embargo, más allá de esta lectura, que iguala y no remarca las diferencias relevantes entre estas voces, me parece interesante hilvanar las escenas de Sanhueza con otras de nuestra historia literaria, como las que sugiero aquí, con la imagen de Oscar Castro, escritor de origen popular que se educó bajo el alero del Frente Popular. Destacar no sólo el trasfondo político contingente de la narración de Sanhueza, sino también aquel bajo sostenido de la huerfanía en nuestra cultura, ausencia paterna que es también ausencia de respuestas, de palabras que los niños deben ir inventándose solos, mirando las imágenes del apocalipsis, imaginando cómo será el mundo después del fin del mundo, cómo serán ellos mismos, desde dónde se mirarán, cuáles serán sus palabras.

El libro de Sanhueza logra transmitir los sabores de la infancia, el traqueteo incesante de los abuelos, la calidez de la lluvia, conquistando con esta escritura los espacios vedados por el poder y la desmemoria, del mismo modo en que el niño explora los distintos espacios de la casa, incluso aquellos ganados por las ratas. Autobiografía, antes que novela, memoria de escritor antes que memoria de los hijos, concluye con una muerte, una muerte que es, como reflexiona su narrador, como el momento en que debemos cerrar las páginas de un libro. Una invitación a la belleza.



 



 

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